Por Hilda Cabrera Rescatando a Jorge Luis Borges
como figura-mito del arte literario y de Buenos Aires, la puesta celebratoria que con el
nombre de Espejos y laberintos realizó Leonor Manso el martes por la noche en la Sala
Martín Coronado del Teatro San Martín dejó a todos queriendo más. Al término de una
función que duró hora y media, el público aplaudía de pie, demorando la salida. Afuera
encontraría otra faceta menos satisfactoria del arte en la ciudad. En el hall central del
teatro, los alumnos de la Escuela de Arte Dramático reclamaban al gobierno comunal el
cumplimiento de una promesa de vieja data: la entrega de un espacio digno donde
desarrollar sus tareas, hasta hace poco más de un mes cumplidas en el ruinoso edificio de
Perú 372, donde sucedieron varios derrumbes de mampostería. La protesta, a ritmo de
tambor, ponía así un colofón estridente pero políticamente oportuno a un homenaje que
se convirtió en fiesta para el público. Los textos y poemas de Borges habían sido
espléndidamente vertidos por intérpretes de lujo, como se dijo en la platea,
donde algunos propusieron que sea éste y no otro el espectáculo que inaugure el Festival
de Buenos Aires.
La minimal escenografía de Carlos Di Pasquo y la penumbrosa atmósfera lograda por
Héctor Calmet dieron sobrio marco a un montaje en el que no faltaron laberintos ni
mitologías, incluidas la de los antepasados heroicos y la del universo de tapias y duelos
a cuchillo, creado por Borges, porque el trágico universo no estaba aquí/y fuerza
era buscarlo en los ayeres, como escribe en el poema Mil novecientos
veintitantos. Tampoco faltaron espejos vueltos hacia el público, extrañamente un
recurso utilizado en obras que trataron el tema de la culpa. Textos y poemas fueron dichos
por Duilio Marzio, Hugo Arana, Horacio Roca, Federico Luppi, Patricio Contreras y Manuel
Callau, todos destacables, especialmente Arana.
La elección de los textos, a cargo de Patricia Corradini, privilegió aquellos en que
Borges, sin vocación de beligerante, mostró que su patrimonio temático eran él mismo y
el universo. De esta disposición surgió un espectáculo reflexivo, irónico y
metafísico. Las frases tomadas de Fragmentos de un evangelio
apócrifo, por ejemplo, recitadas de forma contundente por los actores, sonaron como
máximas, a veces jocosas e ingenuas (Felices los amados y los amantes, y los que
pueden prescindir del amor). Se desecharon textos conflictivos, como el siempre
sorprendente cuento El Otro, por ejemplo, incluido en 1975 en El libro
de arena, y se ofrecieron, en cambio, para disfrute de la platea, relatos y poemas
reflexivos y cosmogónicos: Ajedrez, El instante, Las
nubes, El sueño, Las cosas, Los enigmas,
Two English Poems, Remordimiento, El mar y La
casa de Asterión. Esta primera parte se complementó con otra dedicada casi
exclusivamente a Buenos Aires, al malevaje, esa chusma valerosa, y al tango, a
excepción de pasajes como Borges y yo, una hazaña actoral de Duilio Marzio.
Bernardo Baraj (saxo y flauta), el primero en subir al escenario de la Coronado y conjurar
con su música a los fantasmas literarios, ejecutó junto a su Quinteto una lucida
versión de Milonga de Jacinto Chiclana (de Borges y Piazzolla) y un tema
propio, Milonga borgeana. Sin intervalos, la celebración derivó en potente
recitado y canto con el ingreso de Susana Rinaldi, quien acompañada por su conjunto (con
Walter Ríos en bandoneón, Juan Carlos Cuacci en guitarra y Juan Esteban Cuacci en piano)
interpretó Alguien le dice al tango (Borges-Piazzolla), y sobre ritmo de
milonga (cuyas letras Borges entonaba con voz temblona y resonante, según decía
para fastidiar a Madre) otras tres composiciones: Milonga de los dos
hermanos (Borges-Guastavino), Milonga de Manuel Flores (Borges-Piro) y
Milonga de los morenos (Borges-Plaza). En eltramo final, en el que
participaron los seis actores recitando Elegía, los paneles espejados que
antes conformaron la escenografía de El mar y La casa de
Asterión fueron girando hasta enfrentar al público que, por la magia
del azogue, se convirtió él mismo en espectáculo.
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