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HOY HACE CINCO AÑOS MORIA EL POLACO GOYENECHE
Al Olimpo del tango, en colectivo

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No puede decirse que cada día cante mejor como El Mudo, pero está claro que cada día dice mejor. En un proceso extraño fue más famoso y más simbólico de grande, cuando de voz tenía poco, que en su esplendor.

El Polaco actuó por primera vez a los quince años, en un cabaret.

Troilo: “El Gordo me decía: ‘Hay que contarle al público. De cantar se encarga la orquesta’. Pichuco me enseñó a cantar las comas, los puntos”.


Por Guillermo Pellegrino

t.gif (862 bytes) El sábado 27 de agosto, hace cinco años, estaba feo el tiempo: hasta el cielo se había puesto a llorar. La noticia de la muerte de Roberto Goyeneche no sorprendió a nadie –estaba enfermo desde bastante tiempo atrás– pero originó una emocionante reacción colectiva de una ciudad que se quedaba sin uno de sus grandes, incluso mucho más allá del tango. El Polaco se había convertido en algo más que un gran cantor: con la voz, con el gesto y con los silencios, resultaba desde años antes un transmisor de emociones, un fabricador de climas. Parado en la historia era, además, uno de los pocos cantores populares que habían logrado escapar a la poderosa influencia gardeliana. Goyeneche creó un estilo pleno de expresividad, persuasivo hasta en sus titubeos, para nada casuales, y exacerbó esos recursos cuando el tiempo había pasado, notoriamente, por su garganta de arenas. Un ingenioso manejo del valor de cada frase en el texto, de cada sílaba en la palabra y de cada acento, le habían dado una alcurnia de cantar distinto, tal vez único. “Dejalo a Gardel que cante en la puertá, porque él es indiscutible”, le explicaba a Adriana Varela. “Pero no es puertá: es puerta.” Su garganta cantaba los acentos, los puntos y las comas. Hasta su aparición nadie había cantado así.
El Polaco nació el 26 de enero de 1926 en un modesto hogar del barrio de Saavedra. “Vivíamos todos en una misma casa. Mamá lavaba ropa, una tía planchaba y otra hacía la entrega. Mi tío Amadeo trabajaba en una fábrica de fideos y todos los días traía un kilo que le regalaban. Con eso nos arreglábamos...”, recordó varias décadas después. Tenía doce años cuando empezó a trabajar en un estudio jurídico, aunque por poco tiempo. Ya le gustaba el tango, y cuando podía compraba la revista El alma que canta, que publicaba las letras de las canciones que cantaban Gardel, Magaldi y otros. A los quince se presentó en un concurso de voces nuevas en el Club Social y Deportivo Federal Argentino, en el que resultó ganador. El premio era un contrato para cantar en la orquesta que dirigía el violinista Raúl Kaplún. La alegría que causó la noticia en la familia se desvaneció cuando el adolescente Roberto contó que debía trabajar de noche y en un cabaret. “Convencí a mi vieja para que me autorizara. Al cabaret los menores no podían entrar pero, como sostén de mi familia, me lo permitieron. Eso sí: yo cantaba, pero apenas terminaba me encerraban en una salita con un sandwich y una gaseosa. Cuando la orquesta terminaba, Kaplún me acompañaba hasta la parada del tranvía 35 que iba del Correo Central hasta Villa Urquiza. Mi viejo me esperaba en una parada: nunca olvidaré la mirada de alivio que tenían sus ojos cuando me veía llegar...”, rememoraba risueño.
Poco a poco se fue metiendo en el circuito tanguero. Rondando los veinte años, empezaba a cantar a las dos de la tarde en el café Marzotto, luego en el Sans Souci, después en radio Belgrano y luego, casi a la medianoche, en un cabaret que se llamaba Ocean. No pasó demasiado tiempo para darse cuenta que dicha rutina era insostenible, sobre todo por el sufrimiento de su madre. Cuando ésta murió, prometió no volver a cantar.
Comenzó a trabajar como conductor de un colectivo de la línea 19, se casó, y en 1949 nació el primero de sus dos hijos, al que llamó Roberto Emilio, como un tío suyo, destacado músico que había fallecido poco antes de que él naciera. En las madrugadas, cuando viajaban en su coche unos pocos pasajeros y con la intención de amenizar los viajes, solía cantar. En una de esas madrugadas lo escuchó Juan José Otero, representante de Horacio Salgán, y le ofreció hacer una prueba. Su fervor por el tango pudo más que aquella promesa: volvió a cantar. “En esa época no se ganaba mucho, porque Salgán actuaba poco. Lo suyo no alcanzaba: había que laburar en otra cosa.” Pese a formar parte de una de las orquestas más prestigiosas de Buenos Aires, Goyeneche no abandonó el colectivo.
Por esa época, casi de casualidad, conoció a Aníbal Troilo. Con el tiempo, se establecería, entre ambos, una relación entrañable. “Fue en el café Nacional –cuenta el cantor en el libro La vida de Roberto Goyeneche, de Matías Longoni y Daniel Vecchiarelli–, durante un homenaje a Osmar Maderna. Yo cantaba con la orquesta de Salgán, y entró él. Su presencia levantó murmullos entre la gente y yo, enojado, pedí silencio. Cuando terminé con mi actuación, Troilo me llamó: quería hablar conmigo. Yo creí que quería disculparse por el bochinche, pero me equivoqué: quería probarme y me dijo que nunca había visto un cantor de tangos que fuera rubio, y menos aún, que lo hiciera bien.” Por eso Troilo lo bautizó El Polaco cuando lo llamó para que fuese, junto a Angel Cárdenas, uno de los cantores de su orquesta. Pichuco siempre exaltó su capacidad para enfatizar cada frase, cada palabra, cada silencio. “El Gordo me decía: ‘Hay que contarle al público; no cantarle. De cantar se encarga la orquesta.’ Pichuco me enseñó a cantar las comas, los puntos; a no acentuar equivocado... Cosas que uno aprende escuchando hablar a Aníbal, que, además, canta muy bien. El te dice: pibe, escuche esto. Y vos aprendés”, contaba Goyeneche en el testimonio a Longoni y Vecchiarelli.
En junio de 1960, y con el consentimiento de Troilo, El Polaco grabó como solista su primer simple. Fue en los estudios uruguayos Sondor, acompañado por el pianista Osvaldo Berlinghieri y el bandoneonista Alberto García, también integrantes de la orquesta de Pichuco. Tres años después de grabar su primer disco, y en forma imprevista, se separó de Troilo. Así recordaba el momento: “Un día vino El Gordo y me dijo: ‘Bueno, pibe: llegó la hora de que deje la orquesta’. Yo no entendía nada: ‘¿Qué pasa, gordo, andan mal las cosas?’, le pregunté. ‘No, lo que pasa es que usted está llamado a ganar mucha guita y yo no se la puedo pagar’. Nos despedimos y lloramos como locos: ‘No se preocupe –me susurró–, va a llegar el día en que nos volvamos a cruzar y ya no va a ser Goyeneche con la orquesta de Troilo, sino Troilo acompañando a Goyeneche...’”.
Dolorido por la separación de su amigo y maestro, el cantor tuvo una primera reacción dictada por la emotividad: decidió volver a alejarse del circuito tanguero. La situación se revirtió en 1965 con la apertura de Caño 14. En 1968, El Polaco se incorporó al elenco estable del lugar que, a la postre, iba a ser fundamental para su proyección como figura solista.Entre sus colegas se destacó por no haber sido conservador, por estar abierto a nuevas tendencias. Desoyendo la opinión de muchos críticos, se quiso sacar el gusto e interpretar “Balada para un loco”, de Piazzolla y Ferrer. La grabó en un disco simple y fue un éxito sin precedentes: vendió, en pocos días, setenta y cinco mil placas.
Con el tiempo llegó el reconocimiento internacional. La presentación del espectáculo Tango Argentino llamó la atención en Europa de manera inmediata. Se presentó en 1985 en el teatro Châtelet de París, y sus integrantes iniciales fueron Goyeneche, Horacio Salgán, el Sexteto Mayor, Jovita Luna, Elba Berón y seis parejas de bailarines. La aceptación fue tan importante que pronto debieron emprender una gira por otras ciudades de Francia e Italia. El éxito los llevó a Estados Unidos y Canadá. Según dice el libro El Polaco (Ed. Atuel), en una de las noches que se presentó en el City Center de Nueva York, Goyeneche estaba cantando su primera pieza y el micrófono inalámbrico dejó de funcionar. El público aplaudió. El cantor hizo una seña a los músicos, la orquesta empezó a tocar a menos volumen y la voz del Polaco, sin amplificación, llegó a toda la sala. Terminó “La última curda”, y la ovación duró una eternidad.
Después de ese viaje no volvió a alejarse de Buenos Aires: extrañaba mucho. En 1987 , debutó y terminó su carrera en el cine al interpretar el papel de Amado en Sur. En la entrevista de acá abajo Solanas no cuenta cómo filmó una escena a la que Goyeneche temía, mintiéndole que era un ensayo. Cuando concluyeron las tomas, y todos lo aplaudieron, Goyeneche, exclamó: “¡¿Qué... me estaban filmando?!”, entre las risotadas de todos. Así era ese hombre.

 


 

FERNANDO SOLANAS CUENTA EL RODAJE DE “SUR”
“No quiso hacer play back”

Por P. Ch.

t.gif (862 bytes) Para mucha gente, las imágenes de Roberto Goyeneche más emotivas no son las de las tapas de los discos, ni las de las fotos, sino las que quedaron fijadas para siempre por las cámaras de Pino Solanas, que le rindió homenaje en vida invitándolo a actuar en su film Sur. En una entrevista con Página/12 poco antes de viajar a Canadá, donde participará como jurado del Festival de Montreal, Solanas cuenta la historia de su participación en la película que le valió el premio al mejor director en Cannes en 1988.
–¿De qué manera decidió la inclusión de Goyeneche en el elenco de Sur?
–Yo era un viejo admirador de él, lo seguía cuando cantaba con Troilo, el gran poeta del bandoneón. El Polaco estaba revolucionando al tango, reaccionando contra tanto tango gritado y maltratado, venía a reformular el decir del tango. Palabra por palabra, revaloriza la poesía como ninguno y además, contaba los tangos y eso era maravilloso, escucharlo decirlos, desentrañar el misterio de la peculiar poesía de Homero Manzi, de Cátulo Castillo, de Homero Expósito. Los había seguido en los ‘60. En el ‘74 quise filmar una publicidad de un vino, con Troilo y Goyeneche pero el día del rodaje, ninguno vino. Troilo por un ataque de gota, moriría poco tiempo después por esa enfermedad. A Goyeneche no sé qué le pasó.
–¿Aun con esa experiencia intentó convencerlo para actuar en Sur?
–Quedé un poco alterado, pero cuando tuve que hacer el tango “Solo” para El exilio de Gardel, soñaba con que lo interpretara él. Consiguieron mis amigos convencerlo y me lo grabó. Era un hombre de salud delicada pero en el ‘85 estaba en una época de recuperación, y empecé a soñar en que hiciera el rol de Amado, el cantor de Sur. Entonces salí con él, estuve varias veces con él, porque la mitad de la dirección de un actor se determina en el momento de elegirlo. Hablamos bastante y le encantó la idea, pero le parecía irrealizable porque no conocía los códigos del cine.
–¿Cómo hizo para convencerlo?
–Lo visité mucho en su modesta casa de la calle Melián y ensayamos. Sabía que con Goyeneche podría llegar a un extraordinario resultado porque él actuaba los tangos, estaba acostumbrado al contacto con el público, saltaba los tangos y se los comía. El problema era darle seguridad. Para eso ensayamos mucho. Me dijo: “Lo único que te pido es que no empecemos a filmar con una escena de diálogo”. Un día, de entrada, tuve que levantar una escena por cambios de clima y tuvimos que filmar la escena donde su personaje iba a pedirle dinero a la hija. Pobrecito, se dio cuenta cuando lo sentamos ahí y todos andábamos haciéndonos los idiotas. “Mirá, no te calentés –le digo–, ya lo ensayamos y estuvo bien.” Los ensayos fueron grabados en video. El se había gustado y eso le dio confianza. Comploté a todos en filmación, y las dos chicas (Gabriela Toscano y Susú Pecoraro) crearon un clima de intimidad. El jugó a buscar su nostalgia... estaba en el patio de su casa mientras sus hijas tejían. Volvimos a repasar el diálogo, lo hicimos cuatro o cinco veces y cada una fue buena.
–¿Durante el transcurso del rodaje mantuvo esa buena disposición?
–Era un gran compañero. Cuando estábamos filmando hay podridas esperas, y yo sabía que tenía a alguien comprensivo. Sabía esperar y dar una palabra de estímulo, y después venía el milagro: como no quiso play back, cantaba siempre en vivo, aunque se cansara mucho. Hacía seis o siete tomas por noche y no repetía. El supremo nos ayudó porque cuando lo hacía bien nunca paso un camión ni un tren interrumpiendo. El placer mayor para ambos fue ver que habíamos hecho algo que iba a quedar. Así fue, me parece.

 


 

UN REFERENTE PARA LOS JOVENES
El último héroe del barrio

Por Fernando D’Addario

t.gif (862 bytes) “Le gustaba sentarse ahí...”, dice Osvaldo, 70 años, dueño del histórico bar La Sirena, mientras señala una de las mesas que miran con nostalgia a la esquina de la ex Avenida del Tejar y Núñez. Ahí y ahora, hay tres tipos de treinta y pico que a la hora del vermouth eligen este boliche y no otro “porque el Polaco venía siempre a tomarse unos tragos. Dicen que lo que más le gustaba era Cinzano con Pineral, pero en los últimos años sólo tomaba Hesperidina”. ¿Les gusta el tango? “Un poco, algunas cosas, a mí me gusta el Polaco...” subraya Javier, el más joven de los tres. A pocas cuadras, la geografía de Saavedra deja languidecer el legendario Club Social y Deportivo El Tábano, antigua posta obligada de las giras vespertinas del Polaco, donde ahora un cartelito anuncia sin mucho entusiasmo el concurso “buscando la voz tanguera del 2000”. Recorriendo Saavedra, da la sensación de que hay un viejo mundo que se cae, que se va, y sin embargo la imagen del Polaco crece y crece, aun entre jóvenes que no lo conocieron.
Es probable que la ascensión del Polaco al panteón de los intocables haya prefigurado, a comienzos de esta década, lo que el rock de fin de siglo deja entrever hoy: la canonización del chabón de verdad. En Saavedra se respira esa necesidad de lo real, que paradójicamente se canaliza a través de una manifiesta carga de mitología (tal vez porque represente una verdad de todos los tiempos pero no precisamente la de este tiempo). Sólo hay que desandar el calendario para comprobar que el Polaco siempre le contó el tango a los infieles. Se hizo popular a fines de los 60, años en que todo era ebullición menos el tango, se enganchó a fines de los 80 con un puñado de músicos de rock que le creyeron y hoy, los pibes de Buenos Aires siguen sin sentir el tango. Pero quieren a ese hombre lejos del traje de prócer perfecto (tanto en la vida como en el tango) que luce Gardel, lejos también de la complejidad de Piazzolla, y al mismo tiempo más heavy que el thrash metal. Y tan porteño, tan de La Sirena, que llegando al fin de siglo todavía es capaz de hacer llorar a un noruego.

 

La visión de dos rockers jóvenes

“Lo aprecio, por Platense”

Sharly, de Demonios de Tasmania (pop electrónico): “Goyeneche era amigo de mi abuelo, que era de la comisión directiva de Platense. Yo tengo el carnet de Platense desde los dos meses de vida. Lo que recuerdo de él es haberlo visto cantar en la tele. Creo que era el más reventado, el más rockero de los tangueros. Tenía esa voz afectada y descontrolada. No soy de escuchar tango, siempre tuve ese prejuicio de que es la música del prototipo del viejo que odia al rock. Pero él era el más rocker, le gustaba la noche, estaba del otro lado de “Grandes valores del tango”. Después de Goyeneche no quedó nada: ya se habían muerto Troilo, Rivero, todos. A él lo aprecio especialmente por Platense. Quizás deba ponerme a escucharlo más”.
“Tenía lo que hay que tener”

Walas, de Massacre (hardcore melódico): “Lo que me importa es que su actitud podría compararse con la actitud que el rock quiere tener. Dicen que era un decidor, que es lo que pasa con muchos cantantes del rock: por ahí no tienen una gran voz, pero ponen huevos sobre el escenario, como suele decirse. Tengo amigos que iban a verlo cuando cantaba por San Telmo, como Flavio (bajista de los Cadillacs), que le interesa toda esa cosa urbana. A mí nunca me gustó. De chico nadie en mi familia escuchaba tango: se escuchaba música clásica o twist italiano. Mi infancia estuvo muy regida por mi abuela, y para su generación el tango también estaba medio prohibido, lo consideraba bastante promiscuo. Y Goyeneche es eso: el tango más cercano al rock and roll. Tiene su analogía”.

 

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