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ENTREVISTA AL FRANCES ROBERT CASTEL
“Aún hoy, el trabajo nos hace personas felices”

“El mundo regido por los planteos económicos del liberalismo puede llevarnos a sociedades anómicas e ingobernables”, plantea este sociólogo, que hoy será nombrado Doctor Honoris Causa de la UBA.

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Por Raúl García

t.gif (862 bytes) Entre tantas otras cosas, Mayo del ‘68 sembró en Francia una generación de intelectuales muy comprometidos políticamente y abiertos a las más diferentes problemáticas sociales. Como consecuencia directa de aquel movimiento que soñaba con tomar el cielo por asalto, se fundó la Universidad de Vincennes –más conocida como la “universidad roja”–, que hizo lugar a la mayoría de las peticiones de los estudiantes y los profesores movilizados. Allí desarrolló sus primeras investigaciones sociológicas Robert Castel, quien en esa época se mostraba interesado en temáticas como el psicoanalismo, la psiquiatrización de la sociedad y el encierro de la locura, muy presentes también en la obra del filósofo francés maldito por excelencia, monsieur Michel Foucault.
Aquellos temas propios de una sociedad más represiva, parecen hoy muy lejos, y también así se refleja en el pensamiento de Castel cuyas investigaciones actuales tienen como objeto las relaciones del trabajo en la sociedad neoliberal, la precarización y la marginalización de los individuos. Castel se desempeña como Director de estudios en la Ecole des Hautes Etudes en Sciences Sociales y es autor de los libros El psicoanalismo (1973), El orden psiquiátrico (1976), La sociedad psiquiátrica avanzada (1979) y La metamorfosis de la cuestión social (1998). Invitado por el Centro Franco Argentino de Estudios Sociales y la Universidad de Buenos Aires, está dictando aquí un seminario sobre “Empleo, desocupación y exclusiones”. En ese marco, hoy a las 17 será nombrado Doctor Honoris Causa de la Universidad de Buenos Aires, en un acto que se desarrollará en la Facultad de Ciencias Sociales y ante el cual lamenta, infinitamente, no poder agradecer en castellano. En esta entrevista, el sociólogo habla del pasado y del presente del pensamiento progresista contemporáneo, entre otros temas.
–¿Cómo fue su relación con Michel Foucault?
–Tuvimos aproximaciones políticas, en los ‘70, sobre todo en la Universidad de Vincennes, donde junto con otros fuimos la base de esa Universidad. Intelectualmente hablando, estuve a la vez muy lejos y muy cerca de Foucault. El había escrito la Historia de la locura, que consideré un libro magnífico pero filosófico y literario. Respecto de un acercamiento a la psiquiatría, soy más próximo a Ervin Gofman que a Foucault. No se trata de una oposición. Trabajé con él durante un año en su seminario en el College de France, al que me convocó y en el que desarrollamos un trabajo colectivo sobre los peritajes psiquiátricos. Allí presentó el caso Pierre Riviere, el cual hemos discutido y publicado. Fue mi única colaboración efectiva con él. En otro plano existe una proximidad real, particularmente en la manera de pensar la historia, pero ya no sé si es una influencia de Foucault o mi propio funcionamiento intelectual. Aunque es cierto que retomo la noción foucaultiana de problematización: hacer sociología, entender el presente es hacer la historia del presente, seguir los sistemas de transformaciones que desembocan en la situación actual.
–Su obra tampoco respeta la periodización foucaultiana de la historia.
–Intento tomar categorías transversales, que son categorías sociológicas y no históricas. Por ejemplo, la noción de vulnerabilidad atraviesa la historia, por lo menos la historia occidental. Creo que puede ser interesante tratar de entender el sistema de las transformaciones que permiten pasar de una configuración a otra. Siempre con la hipótesis de que lo que ocurre en la historia (y actualmente) es una especie de mezcla o de síntesis de un efecto heredado, algo que viene construido desde el pasado, y un efecto de innovación. No significa que la historia se repite, sino que las configuraciones históricas se transforman.
–Como muchos otros intelectuales franceses pos-Mayo del ‘68, usted hacía de su análisis de la psiquiatría y la locura, una crítica al marxismo. Hoy parece retomar una categoría clásica del marxismo, como es el trabajo. ¿Por qué?
–Había categorías maltratadas, por entonces. Esa fue una las razones por la cual la atención de los ideólogos críticos se orientó hacia el hospital psiquiátrico, la enfermedad mental, la cárcel, los prisioneros, lo que a su vez tenía un significado simbólico pues denunciaba cierta forma de conciencia social. Una visión quizás naïf, y también injusta. Con el tiempo, hubo cambios sociales muy importantes que nos hacen retornar a pensar en la transformación de las estructuras del trabajo y de la relación con el trabajo. Esa es la razón que me condujo a interesarme en el tema del trabajo, que en nada era una preocupación anterior, ni siquiera un punto de partida. No conocía nada sobre la temática. Sintetizando, hoy veo que si la relación con el trabajo es buena –si los individuos tienen un trabajo estable que le permita manejar el presente y anticipar el porvenir–, están integrados a la sociedad. Pueden tener problemas psicológicos, pero no tienen un problema de inserción o social. Aún hoy el trabajo nos integra, nos hace felices, incluso nos puede proteger contra la locura.
—Su último libro –La metamorfosis de la cuestión social– está dedicado a sus padres y “a aquellos hombres y mujeres a los que se les negó un futuro mejor”. ¿Por qué?
–Nací en un medio popular, hice estudios universitarios. Tengo una trayectoria atípica para un intelectual francés. Yo mismo he recorrido un desplazamiento social. Sin embargo, hablando ingenuamente, tengo fidelidad respecto a mi origen. Y sobre todo he frecuentado en mi juventud –de eso hace mucho tiempo (risas)– gente que seguramente debía ser más inteligente que yo, pero que por razones sociales tuvo muchísimos problemas. Esa pequeña frase es una manera de decir algo tal vez personal, pero también sociológico y político.
–En la sociedad de posguerra el Estado tenía una participación fuerte en la cuestión social. Hoy en cambio, se ha corrido de ese lugar y deja le gestión social en manos privadas.
–Es indudable que el desarrollo de la sociedad salarial fue posible porque el Estado tuvo un rol fuerte. También es innegable que en la actualidad, y en medio de la ofensiva neoliberal, ese rol es objetado casi en todos los planos. Pero es necesario establecer una distinción. Cuando se habla de la precarización del trabajo hay procesos y transformaciones importantes que van en el sentido del replanteo del Estado. Sin embargo somos todavía –hablo de la situación europea en general– una sociedad que está totalmente atravesada por protecciones, reglamentaciones, etc. de las cuales el Estado es el garante. En Francia los sindicatos están muy debilitados, la relación de fuerzas ya no es la misma, y el compromiso social tampoco. Quizás haya que reconstruirlos. Para ese compromiso social, el rol del Estado sigue siendo indispensable. Esa es una buena razón para analizar las nuevas formas de intervención del Estado. Por ejemplo, las políticas de inserción son un intento de las administraciones públicas para intervenir en esta nueva coyuntura que se ha dibujado desde los años ‘80. Para volver a hacerse cargo de la gente.
–Usted señala que sus análisis reflejan la situación europea y sin embargo, parece estar hablando también de lo que ocurre en la Argentina. ¿Eso es producto de la globalización actual?
–En principio, es de suponer que la situación en la Argentina es del mismo tipo, pero aún más grave. La Argentina estaba convirtiéndose, luego del peronismo, en una sociedad salarial, en el sentido europeo. Una especie de consolidación de la clase obrera, derechos sociales que eran relativamente fuertes en sectores amplios de la sociedad. Sin duda hace 30 años los analistas podían pensar que era una trayectoria ascendente que desembocaría en una sociedad salarial. Si me permite un paréntesis, en Argentina al igual que en toda América latina, este tipo de análisis fue poco realizado porque muchos de los intelectuales locales se puntualizaban en un esquema marxista, o sea revolucionario, y no se mostraban muy interesados por esta posición que políticamente es reformista y no revolucionaria. Quiero dejar en claro que no tengo nada contra el marxismo. Continuando con la hipótesis propuesta, ese movimiento ascendente de la sociedad salarial fue parado, mucho más rápidamente de lo que lo fue en Europa. Sus estructuras de protección social penetraba menos en el seno de la sociedad argentina, quizás simplemente porque era más reciente, cuando en Francia hay un siglo de historia social detrás del Estado. Al ser más reciente y menos extendida, es comprensible que fuese más frágil y fácil de quebrar.
—¿Cuál piensa que es hoy el rol del intelectual, en esta sociedad con estas características?
–Un intelectual es alguien que intenta entender, analiza lo que pasa. Sin embargo, quizás no sea de una objetividad absoluta lo que digo: hay una relación entre los análisis que pueden hacerse y las opciones políticas y sociales. Aun si esa relación no es una relación necesaria. No se puede demostrar sólo por razones si será posible parar la ofensiva neoliberal. Pero un cierto tipo de análisis –como el que hago– que muestre la importancia de los trabajos y de las reglamentaciones del trabajo para mantener la cohesión social, también intenta mostrar que el todo económico puede llevarnos a una sociedad anómica e ingobernable. Este tipo de análisis puede tener incidencias prácticas o políticas en el sentido de tratar de reconstruir esas regulaciones. Se dice que el trabajo terminó, que hay que ser posmoderno y pensar en otra cosa, como lo hacen algunos intelectuales, incluidos aquellos que se dicen de izquierda en Francia. Si es así, se deja el campo libre al neoliberalismo y se abandona el frente del trabajo que, a pesar de su uso antiguo, me parece que es un frente de lucha importante en la actualidad.
–¿Qué significa para usted recibir el título de “Doctor Honoris Causa” de la UBA?
–Me emociona muchísimo porque siempre he sentido afinidades con el pensamiento intelectual argentino. De manera más personal, Buenos Aires es una de las ciudades que realmente quiero. Estoy conmovido por el honor que me hace la UBA, y que creo no merecer. Mi mayor vergüenza, empero, es que soy incapaz de hablar, y de agradecer, en castellano.

 

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