DIOS
Y EL 2000 |
Sin embargo, durante los días que corren, se alimenta la siguiente impostura: nos encontramos ante un gran acontecimiento. Todo será nuevo a partir del 2000, nada volverá a ser igual. De aquí que la utopía del 2000 haya reemplazado a la última utopía (mucho más digna y plena de matices) que alimentó nuestra sed de absolutos: la Revolución. La Revolución era una gran vuelta en el almanaque de la historia. De hecho, los revolucionarios franceses cambiaron el almanaque, hasta tal extremo era la Revolución una temporalidad nueva. Detrás de todo esto se agita un viejo conocido de los hombres: Dios. En el fondo (o no tanto) lo que se espera del 2000, irracionalmente, es que El, de una vez por todas, entregue alguna señal. Siempre la espera de lo extra-ordinario es la espera de Dios, en cualquiera de sus formas: la Razón, la Historia, la Ciencia, la Revolución, la Naturaleza y ahora, el Almanaque. Tomemos el concepto filosófico de Dios de acuerdo con el Diccionario de Filosofía de Ferrater Mora: "Dios es un ente infinito (...) es un absoluto o, mejor dicho, el Absoluto; es el principio del Universo, el Primer Motor, la causa primera; es el Espíritu o la Razón universales; es el Bien; es lo Uno; es lo que está más allá de todo ser; es el fundamento del mundo y hasta el propio mundo entendido en su fundamento; es la finalidad a que todo tiende". Detengámonos en este último aspecto: la finalidad a que todo tiende. Si Dios es la finalidad, es porque Dios es el sentido. Las múltiples maneras en que encontramos lo trascendente en nuestra vida (eso que le da un sentido, eso que le da una finalidad) son las múltiples maneras de encontrar eso que, erráticamente, llamamos Dios. Que hoy (en medio del fracaso de la revolución comunicacional y el mercado para instalarse como utopías de la humanidad) la finalidad a que todo tiende sea una fecha del almanaque revela hasta qué punto la presencia de lo absoluto se ha devaluado. No obstante, nada tiene por qué estar perdido. Podemos proponernos algo, podemos partir de la certeza que dice que el primer día del año 2000 no pasará nada para desear (y hacer lo posible para que ese deseo tenga alguna forma de realidad), que ese día la injusticia en el mundo sea menor, y también la pobreza y también la insolidaridad y la falta de esperanza y la desdicha de las guerras. Para estas cosas, la religión sirve más que Dios. Me explico: retomemos el sentido etimológico de la palabra religión. Jacques Derrida enumera "dos fuentes etimológicas posibles de la palabra religio: a) relegere, de legere ("recoger", "reunir"); b) religare, de ligare ("vincular", "unir") (Jacques Derrida y Gianni Vattimo, La religión, de la Flor, 1997, p. 55). Siempre me fascinó este segundo sentido de la palabra religio: vincular, unir. Toda actitud de compromiso con la totalidad, toda decisión que nos lleve más allá de nosotros para vincularnos con causas comunitarias, que involucran, siempre, a los otros, a los demás, a los que no somos nosotros mismos, es una actitud religiosa. Porque nos religa con el mundo. Y esta re-ligación no necesita el garantismo de Dios. Se puede realizar desde muchos horizontes humanos y conceptuales. Podemos religarnos con la justicia, con la paz, con la distribución de los bienes, con el amor, con la amistad, con el arte, con todas las causas que necesitan y reclaman nuestro re-ligamiento para que este mundo sea mejor. Sólo así, tal vez, por qué no, el primer día del año 2000 sea mejor que el de hoy. |