OPINION
Alianzas de compromiso
Por J. M. Pasquini Durán |
Perder
le está costando un gran esfuerzo a Eduardo Duhalde. A pesar de las fotos con los
candidatos provinciales victoriosos, de las asesorías importadas y de la montaña de
encuestas que miden hasta la sensación térmica de sus actos, retrocede sin pausa en la
intención de voto. Igual que la prensa sensacionalista, cada día inventa un titular de
catástrofe, un shock o una denuncia para llamar la atención. Sólo le falta
el viejo recurso de la vela grandota en el santuario de Luján, aunque dicen que su
segundo, Ramón Ortega, ya está intentando por el lado de la fe. Carlos Menem no lo
ayuda, es cierto. Si yo fuera el candidato repitió el Presidente esta
semana los barrería a todos. Traducción del sánscrito presidencial: ese
premio consuelo no podrá con ellos. Pero, sobre todo, a Duhalde no lo ayuda
la realidad: el país, sofocado por una recesión interminable, no aguanta más de lo
mismo. Cuando el gobernadorcandidato promete que con él será diferente, la
mayoría no quiere creerle. Hasta Patti se atreve a desafiar su autoridad, desdeñándolo
en público, con invocaciones al verdadero peronismo de base.
A Fernando de la Rúa, en cambio, hasta los accidentes ajenos lo ayudan, como si tuviera
de su lado a la fuerza del destino. Aunque la Alianza pierde en casi todas las elecciones
provinciales, los pronósticos generales para el 24 de octubre no dejan de favorecerlo. Ni
siquiera hacen mella en las encuestas los escándalos de corrupción porteña, con
ñoquis y otras manipulaciones, que picotean en su entorno. Enfundado en su
campera de la buena suerte, arenga a sus huestes para que no bajen los brazos ni se dejen
achanchar por los presagios exitistas. La veteranía le permite saber que ninguna
elección está ganada hasta que termina el escrutinio, mucho más cuando la diferencia
depende de una masa volátil de ciudadanos escépticos y de la miseria de otros que ya no
tienen más para vender que su propio voto.
Las alianzas interpartidarias están de moda, es verdad, aquí y en
el mundo. Combinaciones que en otros tiempos hubieran contrariado a la simple lógica, hoy
son recibidas con aleteos de esperanza. Son, por lo general, expresiones del deseo de
supervivencia de las clases medias urbanas, amenazadas de muerte por las sociedades
duales, desgarradas por la creciente injusticia en el reparto de premios y castigos.
Quebradas las relaciones entre clase social y partidos, las individualidades de antaño
perdieron sentido. No hay más representaciones puras de oligarquías,
burguesías pequeñas y medianas, y proletariados, sobre todo desde que la política le
cedió el paso a la economía conservadora y globalizada, que reordenó con prepotencia y
arbitrariedad las góndolas de la sociología política y cultural. En los modernos
supermercados electorales, va todo mezclado en el mismo carro, verdes y rojos, negros y
blancos, grises y amarillos.
Hoy en día las empresas requieren trabajadores multifuncionales antes que especializados
y los sindicatos que no se resignan a encogerse en el management de las obras sociales
tienen que alargarse hacia los barrios, porque cada vez son menos los que quedan dentro de
los muros de las fábricas. Hay doce postulantes para cada puesto de trabajo y los
excluidos se cuentan por millones. En el mercado de valores de la sociedad, por cada punto
que aumenta la marginación, sube cuatro puntos la delincuencia. Las opciones preferentes,
como la opción por los pobres, son descartadas por el realismo
político como parte del rechazo a las confrontaciones abiertas con el
establishment, y las arrinconan en el dominio exclusivo de la espiritualidad religiosa,
acostumbradas a celebrar los mártires antes que a los vencedores.
En esas condiciones, el rejunte aliancista viene a sustituir el desgaste de las
identidades partidarias con bloques amorfos sin izquierdas niderechas, sin
explotadores ni explotados, más como un reflejo instintivo de supervivencia que una
resolución verdadera a las crisis de representación. Así como en los escrutinios no
siempre el resultado de la alianza es la suma de las partes, tampoco está comprobado que
al coaligarse los miembros partidarios sean mejores que antes, cuando andaban sueltos.
Hasta el momento, han sido eficaces para reorganizar con la novedad a las clientelas
electorales y, en algunos casos, para remover hábitos de perpetuidad. No es poco, tampoco
suficiente.
La realidad, sin embargo, suele empecinarse más que las teorías. Que hoy sea difícil
clasificar tendencias en izquierdas y derechas no significa que la distinción sea
innecesaria o inútil. En todo caso, antes de descartarlas, habrá que proponer otras
categorías para reconocer las diferencias económicas, sociales y culturales, puesto que
no han desaparecido sino que, en los hechos, más bien se han exacerbado. La posibilidad
de grandes acuerdos nacionales entre los muy diferentes pertenece a ese pasado
donde las partes no estaban tan desequilibradas como en la
actualidad. ¿Cómo pueden sentarse en una mesa paritaria los que lo tienen todo y los que
no tienen nada sin un tercero, en este caso el Estado, que equilibre las cargas? ¿Cómo
podrían armonizar una idea común sobre el Estado entre Duhalde, Cavallo y De la Rúa? La
sociedad de mercado que auspician los ortodoxos del neoliberalismo conservador se ha
mostrado incapaz de propender al bien común y deja a la intemperie al más débil. Un
empleado podrá defender sus derechos cuando sepa que no hay once desocupados en la puerta
esperando por la vacante y dispuestos a canjear su hambre por cualquier condición de
trabajo.
A medida que se acerca el día de las urnas, los problemas de la herencia comienzan a
mostrarse en desordenada avalancha. Presupuestos exangües, deudas inmensas, injusticia
social exasperante, territorios y economías regionales balcanizadas, integración
multinacional en crisis, presiones insoportables y contradictorias sobre las decisiones
monetarias y financieras, expectativas populares insatisfechas e impacientes... La
enumeración completa es inacabable y fatiga tan sólo el catálogo de los asuntos más
urgentes. A eso habrá que agregar el óxido institucional por la corrupción, las riñas
bochornosas por el control del botín, como la que acaba de exhibirse en la Legislatura de
Formosa, y la escasa disposición de todos los políticos a movilizar la participación
popular. Reclaman adhesiones incondicionales en lugar de aceptar los apoyos críticos,
más lógico en la natural contraposición de intereses distintos.
La búsqueda de consenso en los salones, claro está, será indispensable, aunque sea para
neutralizar los ataques más salvajes, pero el ejercicio de la autoridad plena también
demandará una conducta cívica muy activa. Si el menemismo no consigue la victoria para
su heredero natural, es de esperar que algunas de sus brigadas salgan a hostilizar al
nuevo gobierno. Por lo pronto, las demandas millonarias de algunos sindicatos, para que
Menem firme los cheques antes de irse o por lo menos los endose como legítimos a la nueva
administración, suenan casi como el precio del contrato para la futura oposición. Será
el momento en que esos sindicatos gerenciales, aliados del programa de Menem-Cavallo,
descubran la injusticia social, tratando de confundirse con los que pelearon toda esta
década para contrarrestar los efectos nocivos de un modelo deshumanizado.
A pesar del esfuerzo, para cualquiera será más fácil ganar las elecciones que gobernar
el próximo cuatrienio. Ningún gobierno podrá hacerlo sin distinguir amigos de enemigos;
no hay chance de avanzar hacia el futuro conformando a tirios y troyanos. En la selección
que haga de unos y otros volverán a aparecer las categorías que hoy son difuminadas por
la retórica de campaña. Las alianzas serán puestas a prueba por los compromisos con la
nación. Si la pasan, esas combinaciones que tienen, por ahora, metas electorales
deberían convertirse en nuevas representacionespolíticas, juntas o separadas pero
distintas a las tradiciones originales de cada una, con nuevos contratos entre sus bases y
cúspides. Será una oportunidad para regenerar el tejido político en una trama de salud
perdurable. |
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