Se cruzaron por
primera vez en París en 1925 y se cayeron bien. Scott Fitzgerald tenía 29 años; Ernest
Hemingway, 26, y París era una fiesta. En la tan mentada Rive Gauche, margen izquierda
del Sena, se apiñaban jóvenes artistas y escritores yanquis que, al volver a casa del
frente italiano o francés, encontraron a su país peor de como lo habían dejado. Un
provincianismo filisteo, el puritanismo, la prohibición, hacer dinero como meta de la
vida eran las dominantes nacionales. De ellas huían estos jóvenes .-Gertrude Stein los
bautizó con sorna la generación perdida que, marcados por la muerte a
distancia que propinaba la aviación, soñaban imprecisamente con un mundo mejor hecho.
Más que autoexiliados eran refugiados. En París podían vestir, escribir, beber como
querían, ningún vecino molestón iba a estigmatizar sus aventuras amorosas y la ciudad
era barata. La crisis del 29 cerró el salón y se acabó la fiesta.
El año de su encuentro con Hemingway, Scott Fitzgerald publicaba El gran Gatsby -.su
mejor novela, un relato único sobre la destrucción paulatina del idealismo ingenuo
y moraba en el pináculo de la fama que le había procurado la primera, Este lado del
Paraíso. En Nueva York recibía mimos de los círculos literarios lo consideraban
la voz de su generación, la desilusionada, ganaba buen dinero con sus
cuentos y había conseguido casarse con Zelda, la novia que lo rechazó cuando él era
pobre y desconocido. La pareja reincidía en bares clandestinos, fiestas y voluminosas
borracheras que continuaron en París. Hemingway radicaba allí como corresponsal del
diario The Toronto Star, había viajado mucho y aprendido no poco de su oficio. Le gustaba
cazar, esquiar, pescar, boxear y en 1925 veía la luz su primer libro, En nuestro tiempo.
Entre Scott y Hem que así lo llamaban nació entonces una amistad sin
rivalidades, de hermanos en la escritura, apasionadamente volcados a su arte. La relación
no tardó en ladearse.
Fitzgerald tomó candorosamente a Hemingway como su conciencia literaria,
aunque no sólo a encontrar editor lo ayudaba: leía cuidadosamente sus originales y le
fue generoso en consejos y observaciones inteligentes que, sin duda, contribuyeron al
logro de Adiós a las armas y otras novelas de Hem. Este no leía los manuscritos de
Scott, hacía críticas sobre su obra publicada y rápidamente asumió el lugar de
superioridad como escritor que le cedía Fitzgerald, al que empezó a tratar con
condescendencia. Lo pintó burlonamente en el personaje del escritor fracasado que surca
las páginas de Las nieves del Kilimanjaro, un retrato que hirió a Scott. Quien en 1937
registró en su diario que sólo se había visto con Hemingway cuatro veces en 11 años:
No somos realmente amigos desde el 26, subrayó. Parece haber previsto
que, después de su muerte, Hemingway se encargaría, como se encargó, de distribuir
anécdotas de Fitzgerald perversas y abaratadoras, también probablemente inexactas.
No se conocen las razones de ese resentimiento. Es verdad que odiaba que Scott
despilfarrara su talento en fiestas y night clubs, y nunca le dio su
dirección en París para que no le cayera borracho. Es verdad que detestaba a Zelda, que
había empezado a navegar por desórdenes mentales y a la que creía responsable del
alcoholismo de Fitzgerald: Lo único que le permitirá a Scott volver a ser un
escritor es la muerte de Zelda, decretó. Es verdad que además lo molestaban
algunas críticas del compatriota: al margen de una carta en que Fitzgerald le señala
que, a sujuicio, sobraba cierta escena en un manuscrito de Hemingway, éste anota una
expresión equivalente a nuestro chupame los huevos. Y la firma:
EM.
Lo cierto es que los dos hombres soportaban más de un contraste. Uno, alcohólico, el
otro, amante del deporte. Fitzgerald siempre preocupado por su mujer, aunque enamorado de
otra. Hemingway cambiando de camisa con la misma facilidad con que cambiaba de esposa.
Ambos se encontraron en el cruce de dos curvas: la ascendente de Hem como escritor
dominante de la época coincide con la declinante de Fitzgerald. Hablo con la
autoridad del fracaso, Ernest con la autoridad del éxito, dijo Scott en los 30:
había tardado 9 años en pasar de El gran Gatsby a su cuarta novela, Tierna es la noche,
publicada en 1934.
Los dos supieron, sin embargo, enviarse cartas y telegramas cariñosos, a veces no exentos
de burlas machistas. En una misiva, Fitzgerald pide a Hemingway que le relate sus
aventuras más recientes y estampa: Oí que terminaste una novela de cien mil
palabras hecha únicamente con la palabra pelotas usada en combinaciones
diferentes. Hemingway responde con un virilismo aún más exacerbado:
Querido Scott: siempre me alegra tener noticias de un hermano pederasta... He dejado
el juego de escribir por el juego de cafishear... Junté un lindo lote de muchachas,
les girls en palabras francesas, y cuando vengas con la Sra. en primavera
podré ofrecerte descuentos muy interesantes. En su última carta, fechada en
noviembre de 1940, un mes antes de morir, Scott felicita a Hem por su novela Por quién
doblan las campanas; le dice: Te envidio como los mil demonios y no hay ironía en
esto. Hemingway era más duro con Fitzgerald. En 1936 le escribía al editor Maxwell
Perkins, al que Scott había recomendado a Hem: Fue terrible que (Scott) amara la
juventud tanto que saltó de la juventud a la senilidad. Pero Fitzgerald no andaba
tan anciano de escritura: dejó sin terminar una novela en cuyas páginas tiemblan el
mismo fulgor y la misma intensidad que irrigan a El gran Gatsby.
Los dos tuvieron una muerte abrupta. Hemingway se suicidó con un disparo de fusil en la
boca. Un ataque al corazón mató a Fitzgerald. Había fracasado como guionista en
Hollywood y sus libros no se vendían. El último cheque por derechos de autor que
recibió era por 13,13 dólares.
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