El País de Madrid
Por Octavi Marti El filósofo francés Alain
Finkielkraut nada contra la corriente. No se siente fascinado por Internet, no cree que el
mestizaje sea la solución a los problemas de integración, defiende las naciones, la
enseñanza del latín y el griego, el aprendizaje de poemas de memoria y el
conservadorismo. En su último libro, Lingratitude, caracteriza el siglo XX por ser
el primero en el que el hombre no se piensa como un heredero. Hoy, sólo
usted defiende el conservadorismo. Liberales y socialistas, cuando quieren acusarse de
algo, se tachan de conservadores.
El anticonservadorismo general de la época tiene su origen en que hoy el único
conservadorismo efectivo es el del movimiento. Basta con ver lo que sucede en el
Ministerio de Educación. Desde hace 40 años vive en reforma permanente. El propio
ministro no habla nunca de transmisión de conocimiento, sino de comunicación. Y yo en
ese sentido estoy totalmente de acuerdo con Hannah Arendt cuando dice que la escuela
debiera ser la institución conservadora por excelencia porque su misión es integrar los
niños en un mundo que es mucho más viejo que ellos. Enseñar consiste en tejer lazos
entre los vivos y los desaparecidos, cultivarse es aprender el arte de hacer sociedad con
los muertos.
Pero la democratización de la enseñanza ha obligado a cambiarlo todo.
La democratización puede que nos obligue a enseñar de otro modo, pero no otra
cosa. Quienes sostienen que el siglo XXI será el de la inteligencia y que hay que
preparar a los niños para que se adapten a ese mundo confunden inteligencia y cultura.
Inteligencia significa saber hacer funcionar las neuronas y los ordenadores. La
informática es el fetiche del momento. En otros momentos, la técnica ha servido para
liberarse del oscurantismo, pero ahora es su esencia misma. Octavio Paz decía que
hoy el único oscurantismo vivo es el del progreso. Idolatramos a Internet;
Bill Gates es el hombre más rico del mundo, el sacerdote máximo de la religión de
conectar a todos los analfabetos con todos los libros del mundo.
Aprender a expresarse correctamente, ¿le parece una de las vías fundamentales de
acceso a la cultura?
En Francia, la lengua siempre ha mantenido un vínculo muy fuerte con la literatura.
A medida que el libro desaparece de nuestro horizonte cotidiano, el idioma se empobrece.
La escuela, en vez de resistirse a esa tendencia, la legitima. Es una idea distinta de la
hospitalidad. Antes, a los niños se les decía: He aquí nuestra lengua, y se
les invitaba a aprenderla, a sumergirse en ella, a memorizar poemas; no en vano, los
poetas son quienes mejor conocen un idioma. Ahora a los alumnos se les dice:
Habla. Desde el primer instante se prefiere la comunicación a la
transmisión. Hemos pasado de la república de los profesores a una república de
monitores. Y esos niños que hablan sin haber aprendido nada emplean un idioma lleno de
anglicismos, contaminado. Si protestas, te tratan de purista, te atacan porque, dicen,
estás contra el mestizaje. Es una superchería gigantesca. La palabra inglesa
cool [de moda, agradable] no se ha sumado a los treinta adjetivos franceses
equivalentes, sino que los ha sustituido, los ha asesinado. El discurso se ha empobrecido.
La cultura no es la pureza, sino el matiz. Una persona cultivada es alguien que accede a
un mundo de mayor calidad, en el que las cosas no aparecen simplificadas.
Y este negarse a la simplificación también lo lleva a interesarse por la suerte de
lo que usted llama pequeñas naciones, esas que algún día han pensado que
podían desaparecer: Quebec, Cataluña, Croacia, Israel, etcétera.
En inglés se habla de los best and brighest [los mejores y los más
brillantes] para referirse a esa élite cosmopolita partidaria acérrima dela
mundialización y del liberalismo, que se quiere ciudadana del mundo y que vive
voluntariamente en guetos de lujo, con policía privada, escuelas privadas y basureros
privados. Son gente que propaga, al unísono con Benetton, la religión de los derechos
del hombre, que se indigna ante la impunidad de dictadores lejanos y aplaude la creación
de un Tribunal Internacional de Justicia. Son a la vez tribales y enemigos del
nacionalismo. En su mundo cerrado defienden una moral abierta. Su compromiso como
ciudadanos no va nunca más allá de las fronteras de su barrio protegido. Es el hombre
sin cordón umbilical, al mismo tiempo fanático de los derechos humanos y ciudadano
detestable.
Pero ni la condición de víctima de las pequeñas naciones les da siempre la razón
ni el respeto por la continuidad cultural justifica el mantenimiento de ciertas
tradiciones.
Claro, la nación obligada a defenderse constantemente se expande en terrenos que no
le corresponden, y la continuada contabilidad de perjuicios contribuye a crear una
mentalidad de acreedor. Basta recordar que, para Burke, el hombre, antes que individuo,
era heredero, mientras que la Revolución Francesa y la doctrina de los derechos humanos
han puesto al individuo por encima de todo. Y lo cierto es que sin herencia no se puede
acceder a una verdadera existencia individual.
Usted cita a Chesterton cuando dice que la tradición es la democracia de los
muertos.
Aunque esa tradición, esa herencia, no viene precedida de testamento alguno. Una
vez conocida, podemos, debemos discutirla y criticarla, pero desde las convicciones y no
desde las identidades. La prioridad de los derechos individuales sobre los colectivos va
aparejada al elogio del multiculturalismo, que es lo contrario de la universalidad. Las
convicciones se discuten, se argumentan, se prueban, mientras que las identidades se
afirman. Hay opiniones más o menos justas, pero no hay identidades mejores o peores.
|