Tal vez la presencia de
esos partidos que están lejos, muy lejos del poder sea necesaria para que se atrevan a
marcar la osadía de lo imposible. Porque ya se sabe: todo partido que tiene la
posibilidad de acceder al poder, la posibilidad de gobernar, reduce su osadía, asume la
cautela de la realpolitik. Pero la izquierda (esos partidos pequeños que plantean
horizontes lejanos) es necesaria para eso: para pedir, todavía, lo imposible. Así, pide
que no se pague la deuda externa, que se rompa con el Fondo, con el Banco Mundial, que se
investigue y encarcele a los corruptos, que se deroguen las leyes alfonsinistas de Punto
Final y Obediencia Debida y que se juzgue y confine en
definitiva prisión a todos los genocidas. Sabemos, con dolor, con rabia e impotencia,
algo: ningún partido que tenga verdaderamente esas intenciones llegará al gobierno en
este país. Y si llega, las iras de los amos del mercado, de la economía, del ominoso
mundo del dinero, lo destrozarían en breve tiempo, como lo destrozaron a Alfonsín cuando
no hizo debidamente los deberes que luego con entusiasmo, con ostentosa y moralmente
repugnante frivolidad hizo Menem. De esta forma, la función de la izquierda sea
quizás utópica, pero no desdeñable: señalar el horizonte de lo que se debería hacer,
aunque ni siquiera ella misma, en caso de acercarse realmente, al poder, podría hacer,
porque, entre otras cosas, teniendo en cuenta la militarización del poder financiero
internacional, sería borrada del mapa por un error de la OTAN. O del
organismo militar creado para el caso.
El votante argentino sabe que vota a un poder político condicionado y, lo que es más
grave comprometido con un poder económico nacional y multinacional (ya es difícil
separar estas dos facetas) que tiene los resortes cedidos con entusiasmo por la
gestión menemista para condicionar la gobernabilidad de este país. Sabe, también,
el votante argentino, que sólo puede esperar, a lo sumo, dos cosas: menor corrupción y
cierta tenue voluntad social que ampare a los desdichados, que se apiade de los excluidos.
Estas son las cosas que la inevitable realpolitik de los partidos con posibilidades de
gobernar permite prometer.
Lo de la corrupción no es un dato secundario. Una disminución del aparato corrupto
argentino podría solventar algunos problemas sociales urgentísimos, que se traducen en
delincuencia, represión y vidas humanas. Lo de la voluntad social es menos secundario
aún y, en cierta medida, posible. Quiero decir: existe todavía, algún margen como para
que una dirigencia menos torpe, menos cruel y hasta, digámoslo, menos estúpida y
vanidosa, se entregue (aun bajo la consigna del más áspero gatopardismo) a paliar
problemas sociales. O sea, el hambre. En la Argentina de hoy hasta el gatopardismo es
progre, porque el poder pareciera desear ensañarse con los pobres y llevarlos a una
desesperación sin retorno. El poder olvida el costo que la desesperación suele tener en
el ámbito social. Pero su avaricia y su torpeza, su increíble cortedad de miras son más
intensas que su posible prudencia ante acontecimientos temibles, a los que confía
solucionar con una policía militarizada.
Este cuadro es el que permite entender el retroceso del duhaldismo en las encuestas. Los
votantes advierten que sólo dos cosas serán posible amenguar: la corrupción y la
desesperante situación social. De ambas es responsable el gobierno de Carlos Menem. Tal
vez durante estos días simplemente ocurra que muchos (desoyendo toda esa vocinglería del
retorno del peronismo) estén recordando que el vicepresidente de Carlos Menem
durante la centralidad del proceso que llevó a la Argentina a su desesperante
situación actual se llamó Eduardo Duhalde. Igual que el candidato actual del
justicialismo. Y, con cautela, por si, digamos, se tratara de la misma persona, han
decidido no votarlo. Sólo por eso: por las dudas.
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