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Cuando el funk es cosa de blancos

 

 

El grupo británico Jamiroquai hizo bailar a 20 mil personas en el Luna Park, con una  propuesta tan contagiante como poco riesgosa.

 

 

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Por Esteban Pintos
t.gif (862 bytes)  La banda de funk blanco más grande del mundo pasó por Buenos Aires, por segunda vez, y confirmó una presunción de romance con el público porteño, de la cual se tuvo idea a partir de la sorprendente respuesta popular que tuvo aquel show en la cancha de Ferro en 1997 (casi 20.000 personas). Ahora fueron tres funciones a pleno en el estadio Luna Park –es decir, la misma cantidad de público–, y eso es prueba suficiente de un creciente minifenómeno de adhesión para con la música bailable y profundamente estilizada del grupo británico Jamiroquai.
Cada noche, fueron 100 minutos de maratón funk (en sus diversas modalidades), llevado adelante por un grupo superprofesional, ciertamente virtuoso y efectivo, guiado por su cantante-líder-mentor-ahora vocero (en su anterior visita no había tenido contacto con la prensa, esta vez sí) Jason Kay, un chico de la calle convertido en estrella de rock, equivalente británico y en el escenario, a cualquiera de los morochitos de gambeta fácil que siguen apareciendo en algunos potreros argentinos. Jason (Jay) mueve su cintura y repentiza sobre el baile mismo, todo un estilo que se hizo grande en Argentina a través de sus videos –en la platea, algunos jóvenes llevaban adelante la misma rutina de gestos y posiciones que la estrella, con sorprendente fidelidad al modelo original– y que, en vivo, se potencia. Haciendo una analogía futbolera, Jay sería un wing desconcertante sobre las tablas con todo un repertorio de quiebres de cintura y demás firuletes que son su esencia misma. Además sonríe pícaro como Guillermo Barros Schelotto después de un gol, se mueve con la gracia de Ariel Ortega y tiene la cara de nene pícaro de Javier Saviola. Así es este pequeño inglés, fanático de la velocidad (es famosa su colección de autos deportivos de cientos de miles de dólares), bon vivant en general y, más importante, alumno avanzado en las islas de toda una generación de músicos negros americanos que sacaron su música del ghetto al que los habían confinado, para convertirla en la música ideal para cualquier fiesta animada –que se precie de tal– en cualquier ciudad del mundo. Más allá de todo, el funk es baile, diversión, gozo del cuerpo, aun para los más torpes danzarines. Ni hablar, entonces, para chicos blancos con gracia del tipo Jay Kay.
El show de Jamiroquai fue un sin-parar de música contagiante, tan brillantemente ejecutada como poco riesgosa, una sucesión de disparos al corazón de la platea y tribunas del viejo estadio del centro de Buenos Aires. Nadie pudo sentarse un instante, no era lo conveniente. Así, guiado desde los grandes éxitos de la banda en versiones corregidas y aumentadas (llevan vendidos más de 11 millones de discos en todo el mundo, no es poco), un público eminentemente ABC1 bailó, cantó, se divirtió y la pasó bien. Las chicas, además, tenían un estímulo extra: el bueno (y bonito) de Jay. En él se concentraron las miradas como no podía ser de otra manera, aun frente a la soberbia demostración de destreza técnica que ofrecían sus músicos. Bajo, guitarra, teclados y programaciones, bandejas, percusión, saxo, trompeta: con esta formación y un ingreso previsto en un momento del show, Jamiroquai entrega, con gran profesionalismo, lo que se espera de ellos (es decir, ritmo, baile, gozo) y más. Es una muy buena, tal vez la mejor, de todas las bandas que hoy en día han vuelto sobre los pasos de los grandes totems de la música afronorteamericana de los años setenta y ochenta. Es uno de los actos en vivo más caliente del momento, también. Por eso, la respuesta masiva, aun en tiempos de crisis y con entradas cuyos precios oscilaban entre los 30 y los 70 pesos.
Las hicieron todas. “Alright”, “Cosmic girl”, “Virtual insanity”, “Travelling without moving”, “Deeper underground” y hasta se permitieron el guiño cómplice al típico gusto argentino por los Stones, con una larguísima y festejada versión de “Miss you”. Coincidencia: la canción, de los setenta, pertenece a otra banda de ingleses con buen gusto por la música negra norteamericana. Y ahí termina la comparación, por supuesto. Más allá de la anécdota de una versión, y de un par de graciosas intervenciones de Jay Kay aludiendo al estado evidentemente high de la platea o a las cualidades capilares del presidente Carlos Menem, el concierto que Jamiroquai ofreció cada noche de este último fin de semana del mes de agosto volvió a dejar bien en claro algunas cosas: 1) volverán más temprano que tarde 2) los noventa fueron la década-licuadora de la ¿evolución? de la música genéricamente denominada rock y, 3) para bailar sin parar (y callarse), Jamiroquai.

 

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