Principal RADAR NO Turismo Libros Futuro CASH Sátira


LA NUEVA PELICULA DEL REALIZADOR ROMAN POLANSKI
Cómo tirar al diablo 40 millones de dólares

na19fo01.jpg (10948 bytes)

Roma Polanski y Emanuel Seigner presentaron en España “La novena puerta”.

Es lo que costó “La novena puerta”, film que marca un regreso fallido del director polaco, nuevamente
preocupado por los rincones más oscuros del Mal.


Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona

t.gif (862 bytes)  Hace treinta años que comenzaba el lado oscuro de la leyenda Polanski. Acción y reacción, dicen: estrenar una película titulada El bebé de Rosemary equivalió a una invitación para que Charles Manson y sus amigos se dieran una vueltita por su casa, acuchillaran a su esposa/actriz embarazada y decidieran que a las paredes del living les vendría muy bien una capa de rojo sangre. Con el Diablo no se jode y no alcanzaron revelaciones posteriores donde se aseguraba que los hippies rabiosos habían llegado ahí casi por casualidad, o que la verdadera intención de Manson era orquestar una masacre de beautiful people para que les echen la culpa a los negros y se desencadenara una guerra racial en Los Angeles de la que él surgiría como el primer Emperador Lisérgico. Satán vende más diarios. Tiempo después, descubren a Polanski en la casa de su compadre Jack Nicholson jugando al doctor con una nena avispada de cintura de avispa que, uh, resultó ser menor de edad. Fuga a toda velocidad y qué hace ahora un señor como ése con una chica como Natassja Kinski, ¿eh? Eso no se hace, el perfil de bon-vivant degeneradito del Viejo Mundo termina de redondearse y, desde entonces, Roman Polanski no puede filmar en Hollywood ni visitar la tumba de la actriz Sharon Tate ni poner pie en Estados Unidos. Si a esto se le suma que John Lennon fue asesinado en las puertas del Dakota (edificio donde se filmó El bebé de Rosemary) por el poseído Mark David Chapman, y que la obra de Polanski –sobreviviente al Holocausto nazi y para quien los años no parecen pasar como si hubiera firmado un pacto con ya saben quién– suele favorecer los colores más oscuros del género humano, se entiende por qué los periodistas siempre preguntan lo mismo y por qué Roman Polanski se enoja porque siempre le preguntan lo mismo.
El director. Por estos días, Roman Polanski –sesenta y seis años de edad que no han conseguido atenuar ese aire de niño terrible y enano maldito– está en España: combina vacaciones en su paradisíaca casa de Ibiza, asiste al estreno de La novena puerta –su primera película en cuatro años– y responde preguntas acerca de su relación con el Diablo, en un idioma donde se mezcla el francés con el inglés y el español, con la resignada amabilidad que se reserva para los idiotas. Dice que su interés por el Diablo es nulo, que “no me gusta divagar sobre temas divinos porque yo soy profundamente materialista”, que cada vez le atrae más la idea de filmar su propia vida, y que El bebé de Rosemary no fue más que la traducción a imágenes –casi página por página– de una excelente novela del norteamericano Ira Levin y no un auto de fe privado ni nada que se le parezca. Afirma –cambiando de tema con la elegancia de quien no lo cambia del todo– que lo suyo siempre ha sido la persecución de las diferentes facetas del Mal con mayúsculas: “Con La novena puerta yo quería volver a hablar sobre el Mal. Sobre la potencia metafórica de lo maligno presente desde el principio de mi obra”. Y tiene razón: ahí está la maldad política en La muerte y la doncella, la maldad serie-negra de la corrupción en Chinatown; la maldad de los desconocidos sobre las buenas personas en El cuchillo bajo el agua, Luna de hiel y Búsqueda frenética, la maldad clasista y social de Tess, la maldad shakespeareana de Macbeth; la maldad aventurera de Piratas, la maldad de la locura en Repulsión y El inquilino, y la maldad de otros mundos pero que están en éste de La danza de los vampiros y El bebé de Rosemary. Y, sí, todas esas maldades juntas vuelven en una película llamada La novena puerta.
La película. La novena puerta no sólo es otra película sobre la maldad sino que –ahí radica su perverso interés– es la película más mala jamás filmada de Roman Polanski. Más de dos horas de un pastiche grosero de Elnombre de la rosa, Seven y Los cazadores del arca perdida, La novena puerta resulta un engendro inverosímil, pretencioso e infantil –no es casual que el film esté basado en una parte de la novela El club Dumas, del paladín del folletín culturoso Arturo Pérez-Reverte– donde conviven en alegre y poco inspirado montón un “detective de primeras ediciones” que fuma y bebe whisky sin cesar, una secta de adoradores de Lucifer, tres raros ejemplares de un libro maldito escrito en coautoría con Lucifer, y una falta total del sentido dramático y narrativo. Cuarenta millones de dólares de presupuesto que no se ven por ninguna parte, varios países presentados con ingenuidad de agencia de viaje, un desconcertado y constantemente golpeado Johnny Depp con canas de utilería (casi un gag de sí mismo donde vuelve a comprobarse que lo suyo son los personajes anormales en situaciones cotidianas y no los personajes normales en situaciones extremas), Lena Olin volviendo a hacer de femme-fatal madura; Emmanuelle Segner de Polanski otra vez (luego de haber excitado a Harrison Ford en Búsqueda frenética, a Hugh Grant en Luna de hiel, y –espero– a su marido cuando la filma) como una especie de ex Lolita mefistofélica, curtida y un tanto deteriorada. Y Frank Langella haciendo de Frank Langella.
Pero lo más doloroso de todo es asistir –de nuevo, demasiado seguido en los últimos tiempos– a la decadencia de otro gran director de cine. La cosa no venía bien, es cierto: la parodia/homenaje a Hitchcock de Búsqueda frenética y la vacía autoparodia a sí mismo pasada por Blue Velvet –el mejor film de Polanski filmado por David Lynch– de Luna de hiel provocaban preocupación, pero nada hacía esperar semejante mamarracho digno del peor Ed Wood. Lo más raro de todo es la falta de gracia y la pérdida de elegancia porque –a diferencia de la insinuante y ambigua El bebé de Rosemary–, La novena puerta es un film que sí hace evidente su simpatía por el demonio a partir de un héroe que acaba entregándose a las potencias del infierno porque sí, por supuesto amor al arte, porque no tiene nada mejor que hacer y porque la película tiene que terminar después de todo y termina con una especie de final a la –los números no son casuales– La novena revelación. Tampoco es casualidad –se supone, otra vez, que nada es casual– que La novena puerta haya sido estrenada, en Barcelona, en un multicine junto a Anna Oz (interesante y muy polanskiano film-pesadilla del francés Eric Rochant sobre el tema del doble con guión de Gérard Brach, antiguo colaborador del Polanski genial) y The Hunger: el lado salvaje del deseo (esperpento vampírico de los hermanos Scott originalmente estrenado en la televisión por cable). Duele un poco sentir a Polanski más cerca de los segundos que del primero, pero así son las cosas.
Días atrás, en la presentación oficial de La novena puerta en San Sebastián –evento que sirvió también para la inauguración de los cubos entre futuristas y primigenios del Kursaal, diabólico y sofisticado edificio que será la sede del próximo festival de cine– alguien le preguntó a Polanski qué pensaba de las recientes declaraciones del papa Juan Pablo II en cuanto a la derrota y muerte definitiva del Diablo. Polanski encendió un cigarrillo, sonrió torcido y –con la familiaridad que sólo puede tener quien de chico fue vecino de pueblo de un por entonces apenas Karol Wojtila– respondió: “Bueno, si el Diablo está muerto, entonces el Papa debería jubilarse, ¿no?”.
Más allá del ingenio y la ironía, de pensar que quien debiera jubilarse es Polanski –y si es cierto aquello de que Dios está en los detalles– está más que claro que el Diablo, un Diablo respetable y atendible, no está pasando por un buen momento y mucho menos está en La novena puerta: nadie tan poderoso permitiría que se hicieran películas tan pero tan malas sobre su persona.

 

PRINCIPAL