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Una “Flauta mágica” que ayuda a pensar el circo como un universo

La impactante puesta de Achim Freyer, osada y cargada de humorismo, fue una de las perlas del Festival Salzburgo ’99. En noviembre, podrá verse su filmación en una plaza de Buenos Aires.

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Achim Freyer juega al circo hasta sus últimas consecuencias.


Por Diego Fischerman
Desde Salzburgo

t.gif (862 bytes)  En la maqueta de la puesta de 1796 que se ve en el museo instalado en la casa natal de Mozart, aparecen tres puertas. “Razón”, dice el cartel de la izquierda. El de la derecha es “Naturaleza”. Y, en la del centro, la leyenda es “Sabiduría”. Aparecen también algunos animales parecidos a monos. La régie de La flauta mágica presentada por Achim Freyer en Salzburgo, una de las más osadas, inteligentes y a la vez funcionales que puedan imaginarse, curiosamente retoma esas ideas. Están los animales (aunque se aproximan más un cuadro de Miró o de Dalí que a cualquier ser que pueda verse en un zoológico). Y están las puertas. Salvo por el hecho de que Freyer omitió la del centro. En su mundo –un mundo regido desde el principio hasta el final por las leyes del circo–, la sabiduría no se declama. O, en todo caso, es apenas el resultado del juego entre la razón y la naturaleza. Este pintor y hombre de teatro que fue alumno de Bertolt Brecht construye un universo propio, de riqueza inagotable, en la puesta que el Festival de Salzburgo de la era Mortier parece haber tomado como emblema.
La pregunta, tanto en Salzburgo como en otros lugares ligados a la música y a la ópera en todo el mundo, tiene que ver con la posible sucesión. Gérard Mortier, un belga que transformó al Teatro de la Monnaie en Bruselas y que sucedió a Herbert Von Karajan como director de este festival (cambiándole la cara de manera radical) ya anunció que se retirará del puesto en el 2001. Mientras tanto, esta versión histórica de La flauta mágica llegará a Buenos Aires. En noviembre, en la plaza de Posadas y Schiaffino, su filmación será proyectada al aire libre y en pantalla gigante. Una ocasión inmejorable para tomar contacto con las preguntas –y las respuestas– que atraviesan el mundo de la escena operística en este momento. De hecho, esa proyección estará inscripta en un marco cultural más amplio que incluye, por ejemplo, una serie de debates acerca de la renovación teatral en la ópera, planificados en conjunto con el Instituto Goethe.
La novedad de Freyer no pasa, en todo caso, por la utilización de recursos provenientes del circo sino por la manera en que con ellos edifica un código cerrado y autosuficiente. El no usa al circo para disfrazar la solemnidad de la ópera ni tampoco como ornamento exterior. Su abordaje es de una profundidad sorprendente y logra, gracias a una imaginación desbordada, hacer que no se agote en ningún momento. Desde el escenario circular (y la utilización del espacio del techo) hasta los muñecos gigantes, los objetos que caen con paracaídas y los gags muchas veces desopilantes y siempre inesperados a cargo de su propia troupe (el Freyer Ensemble) y de los cantantes, la idea del circo (un circo bastante surrealista, por cierto) se constituye en principio constructivo y absolutamente esencial de la puesta. Tan esencial como el elenco convocado en este caso. Resulta casi imposible pensar este espectáculo sin un barítono como Mathias Goerne en el papel de Papageno, no sólo uno de los mejores cantantes del momento sino también un actor extraordinario, capaz de cantar en las posiciones más inverosímiles y hacerlo con gracia además de con técnica impecable.
Desde ya, ni la participación de la Filarmónica de Viena ni la dirección de Christoph Von Donhányi, ni el Tamino de Michael Shade ni la Pamina de Dorothea Röschmann son irrelevantes. Pero lo que el público de Buenos Aires podrá ver dentro de apenas dos meses será, mucho más que la muestra de individualidades excepcionales, la impactante suma producida gracias a una idea genial.

 

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