La Argentina deglute
palabras, las metaboliza y las vomita inesperadamente, convertidas ya en otras que parecen
significar algo distinto pero no del todo. Esa metamorfosis de sentido, curiosamente, no
llama la atención, porque así como cada uno está habituado a sí mismo, esta sociedad
está habituada a jibarizar términos y a encapricharse con lo que con ellos designa.
Hasta hace dos semanas la palabra seguridad encubría con cada una de sus letras salideras
de los bancos, asaltos a mano armada, agentes de policía acribillados o acribilladores,
alarmas, blindados, rondas nocturnas, patrulleros, marginalidad, reforma y contrarreforma
policial. De pronto, el avión de LAPA cae en Aeroparque y provoca la muerte de por lo
menos 64 personas.
Las hipótesis sobre las causas del desastre se multiplican y, una vez más habituados a
la argentinidad, muy pocos se esperanzan con llegar a saber taxativamente la verdad: si
fue una falla de mantenimiento, si fue un error humano, si hubo exceso de carga en las
bodegas, si fue una deficiencia mecánica. En este país ya hubo varias tragedias que
hicieron pensar en un antes y un después, hubo escenas escalofriantes de cuya dimensión
dio cuenta en su momento la decisión de los canales de aire de interrumpir la
programación cuando esa noche Canal 13 suspendió la transmisión de
Campeones, no cabía duda de que lo que pasaba en la Costanera era realmente
grave. Ninguna noticia que no fuera catastrófica hubiese desafiado semejante
rating. Hubo decenas de muertos la embajada de Israel, la AMIA, Río
Tercero cuyas muertes permanecen aún inexplicadas. Pero, si de algo cualquier
argentino está seguro, es de que no está seguro. Y sin embargo, esa noción de
inseguridad basada en el desmantelamiento de las redes de controles y en el ardid perverso
de la superposición de responsabilidades que siempre da por resultado ninguna
responsabilidad se diluye en el día a día, pasa sin pena ni gloria hasta que cae un
avión en Aeroparque y parece que algo cambiará, aunque ya se sabe que no cambiará nada.
Que una línea aérea falsifique órdenes de reparación de sus aparatos como
denunció un integrante de la Asociación de Personal Técnico Aeronáutico, que el
responsable de recibir esa denuncia haya sido un miembro de la Dirección Nacional de
Aeronavegabilidad de la Fuerza Aérea que poco después fue contratado como representante
técnico de la misma empresa denunciada sólo produce la pantomima del escándalo. ¿A
quién puede escandalizar realmente lo previsible, lo conocido, lo ordinario? Sin haber
tomado nota de ello, esta sociedad fue acostumbrándose a convivir con la connivencia, con
la desaprensión, con la negligencia y con la impunidad. En cada casa, en cada taxi, en
cada corrillo de la esquina, en cada conversación en la vereda, antes de saber detalles
ni conocer denuncias, los argentinos sospechan que si hubo un desastre, antes hubo un
negocio, que alguien puso un sello mirando para el costado, que hubo una privatización
mal hecha, una concesión mal dada, un Estado imbécil.
La palabra seguridad o su espejo invertido, inseguridad, no debería remitir tan
directamente a los asaltos y a los robos, como se insistió hasta el hartazgo desde los
debates televisivos y las maniobras electorales de los candidatos. Mientras esa sospecha
callejera que se parece a la intuición de un paranoico tenga sostén en la realidad,
mientras esté en lo cierto quien suponga que la vida de la gente no es unvalor que salga
indemne de las negociaciones públicas o privadas, este país es y será inseguro, y será
más razonable agradecer al azar que las desgracias no ocurran que rasgarse las vestiduras
cuando se cuenten los muertos.
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