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EL MIEDO NO ES TONTO
Por Sandra Russo

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t.gif (862 bytes) La Argentina deglute palabras, las metaboliza y las vomita inesperadamente, convertidas ya en otras que parecen significar algo distinto pero no del todo. Esa metamorfosis de sentido, curiosamente, no llama la atención, porque así como cada uno está habituado a sí mismo, esta sociedad está habituada a jibarizar términos y a encapricharse con lo que con ellos designa. Hasta hace dos semanas la palabra seguridad encubría con cada una de sus letras salideras de los bancos, asaltos a mano armada, agentes de policía acribillados o acribilladores, alarmas, blindados, rondas nocturnas, patrulleros, marginalidad, reforma y contrarreforma policial. De pronto, el avión de LAPA cae en Aeroparque y provoca la muerte de por lo menos 64 personas.
Las hipótesis sobre las causas del desastre se multiplican y, una vez más habituados a la argentinidad, muy pocos se esperanzan con llegar a saber taxativamente la verdad: si fue una falla de mantenimiento, si fue un error humano, si hubo exceso de carga en las bodegas, si fue una deficiencia mecánica. En este país ya hubo varias tragedias que hicieron pensar en un antes y un después, hubo escenas escalofriantes de cuya dimensión dio cuenta en su momento la decisión de los canales de aire de interrumpir la programación –cuando esa noche Canal 13 suspendió la transmisión de “Campeones”, no cabía duda de que lo que pasaba en la Costanera era realmente grave. Ninguna noticia que no fuera catastrófica hubiese desafiado semejante rating–. Hubo decenas de muertos –la embajada de Israel, la AMIA, Río Tercero– cuyas muertes permanecen aún inexplicadas. Pero, si de algo cualquier argentino está seguro, es de que no está seguro. Y sin embargo, esa noción de inseguridad basada en el desmantelamiento de las redes de controles y en el ardid perverso de la superposición de responsabilidades que siempre da por resultado ninguna responsabilidad se diluye en el día a día, pasa sin pena ni gloria hasta que cae un avión en Aeroparque y parece que algo cambiará, aunque ya se sabe que no cambiará nada.
Que una línea aérea falsifique órdenes de reparación de sus aparatos –como denunció un integrante de la Asociación de Personal Técnico Aeronáutico–, que el responsable de recibir esa denuncia haya sido un miembro de la Dirección Nacional de Aeronavegabilidad de la Fuerza Aérea que poco después fue contratado como representante técnico de la misma empresa denunciada sólo produce la pantomima del escándalo. ¿A quién puede escandalizar realmente lo previsible, lo conocido, lo ordinario? Sin haber tomado nota de ello, esta sociedad fue acostumbrándose a convivir con la connivencia, con la desaprensión, con la negligencia y con la impunidad. En cada casa, en cada taxi, en cada corrillo de la esquina, en cada conversación en la vereda, antes de saber detalles ni conocer denuncias, los argentinos sospechan que si hubo un desastre, antes hubo un negocio, que alguien puso un sello mirando para el costado, que hubo una privatización mal hecha, una concesión mal dada, un Estado imbécil.
La palabra seguridad o su espejo invertido, inseguridad, no debería remitir tan directamente a los asaltos y a los robos, como se insistió hasta el hartazgo desde los debates televisivos y las maniobras electorales de los candidatos. Mientras esa sospecha callejera que se parece a la intuición de un paranoico tenga sostén en la realidad, mientras esté en lo cierto quien suponga que la vida de la gente no es unvalor que salga indemne de las negociaciones públicas o privadas, este país es y será inseguro, y será más razonable agradecer al azar que las desgracias no ocurran que rasgarse las vestiduras cuando se cuenten los muertos.

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