Por Andrea Ferrari Espero que te alegre
tanto recibir esta carta como a mí escribirla. Es raro, éramos un grupo grande, pero a
medida que pasa el tiempo y uno trata de volver sobre las cosas importantes, siempre está
tu recuerdo. El que escribe se llama Pedro, aunque alguna una vez fue Peter. El
destinatario de la carta sigue siendo Peter, pero cambió su apellido. Se conocieron en el
ghetto de Shanghai: eran dos chicos que habían dejado sus países escapando del terror
nazi. Crecieron juntos, compartieron juego y horror. Cuando la guerra terminó, partieron
con diferentes rumbos y durante casi 50 años no supieron nada uno del otro. Pero Pedro
Lievendag, ahora argentino, se acordaba de Peter. Cada 9 de enero pensaba: Hoy es su
cumpleaños. Hace poco dio finalmente con una dirección. Hubo una carta, una
respuesta y una cita. Los dos Peter se reencontrarán: será en el año 2000, en Shanghai.
Marlene Lievendag conoce muy bien el ghetto de Shanghai, aunque nunca pisó China. Ha
buceado en esa historia de su padre, que también es un poco su historia. Para ella esa
investigación es un camino hacia atrás y hacia adelante, porque encierra un proyecto:
filmar el reencuentro. Hacer el documental de los dos Peter. Una historia con final
feliz, dice. El principio de la historia, sin embargo, no está en Shanghai sino en
una Hamburgo bombardeada, que los Lievendag se resistían a dejar. Salimos en el
41 de Alemania, entre los últimos judíos que pudieron hacerlo, cuenta
Pedro.¿Por qué esperaron tanto para irse?Podría dar una respuesta de cinco
tomos a eso. O resumirlo en una palabra: por boludos.Lo dice así, en un español muy
porteño que sin embargo todavía arrastra un dejo de alemán. Pero hablará también de
la dificultad de muchas familias judías alemanas de creer que un personaje como
Hitler podía existir en Alemania. Y de su padre, que era héroe de la Primera
Guerra Mundial y conservaba su medalla, que sirvió como salvoconducto: gracias a ella los
nazis los dejaron ir. Tomaron un avión a Rusia, para abordar ahí el Transiberiano. La
única ruta a Oriente, cuando el destino ya estaba decidido: Shanghai. En realidad, no
había opción.Shanghai era el único lugar del mundo donde un judío podía
ingresar sin visa cuenta Lievendag. El resto de los países ya había cerrado
totalmente las puertas a los judíos desplazados de Alemania, incluidos los Estados
Unidos. Incluidos todos los países que hoy alegan haber sido tan amigos. El padre había
logrado esconder algún dinero, pero lo perdió al llegar a la Unión Soviética.
Los rusos nos dijeron que dejábamos la plata o no seguíamos. Pedro recuerda
que el Transiberiano tenía las ventanas tapadas con papel negro: decían que era
para que no conociéramos los adelantos militares, pero yo creo que era para evitar que
viéramos la miseria. Las imágenes están intactas en su memoria. Recuerda cada
detalle. Como los doce días que pasaron en Manchuria con 42 grados bajo cero y yo
con pantalón corto. Y sus seis años, cumplidos a bordo del tren. Mis padres
consiguieron una tortita rusa, que cortaron en 24 porciones. Llegaron hasta Dalien y
allí tomaron un barco que los dejaría en Shanghai. Cuando bajaron en el puerto, el padre
miró a su alrededor y dejó caer una frase que Pedro nunca olvidaría:Acá no
podemos estar más de siete días.Se quedaron siete años.El ghetto Al principio no fue
tan malo. La comunidad judía era numerosa en Shanghai: tres oleadas inmigratorias (ver
aparte) habían conformado un sector fuerte y en algunos casos poderoso. Los Lievendag se
acomodaron en una casa junto a otra familia. Pero el 7 de diciembre todo cambió.Con
Pearl Harbour, Estados Unidos entra en la guerra y Japón se declara aliado de los
alemanes cuenta Pedro. No había posibilidad de soñar con volver a salir.
Shanghai estaba bajo dominio japonés desde la guerra chino-japonesa del año 37. Y
ahí empieza la historia del ghetto.Todos los judíos de la última inmigración
fueron obligados a entrar en el ghetto de Hongkew. Los enemigos (no judíos de
países aliados) fueron al de Pudong. A los Lievendag les tocó acomodarse en una suerte
de conventillo en que 15 personas compartían tres cuartos, una cocina y un baño.
Tuvimos una suerte loca recuerda Pedro. Una tía mía estaba en un lugar
donde eran 400 con dos baños.Eran en total unos 18.000 judíos los que habitaban el
ghetto. Y estaban, además, los chinos: porque el barrio que había sido cerrado para
conformar el ghetto aún conservaba sus habitantes originales, que salían a trabajar
afuera. A pesar de que tanto los judíos como los chinos odiábamos a los japoneses,
entre nosotros nunca hubo paz. Porque unos eran amarillos y otros blancos, porque
teníamos otras costumbres, otras vestimentas, otra cultura, cuenta.A los niños se
les permitía salir para ir a la escuela. Los mayores, en cambio, necesitaban un pase que
el jefe japonés otorgaba arbitrariamente. El padre de Pedro intentaba sobrevivir afilando
hojitas de afeitar. Comían poco y no todos los días.¿La gente moría por falta de
comida?Había gente que moría por falta de comida, otros por frío, otros por las
bombas. ¿Bombardeaban el ghetto?Tenían que bombardearlo, porque los
japoneses tontos no eran: nos ponían en el medio de las fábricas de armamento. Y no
había ningún refugio.La muerte se convirtió en una presencia cotidiana. Pedro recuerda
que de mañana uno veía paquetitos envueltos en papel de diario. Eran nenas
muertas: como no las podían mantener... Y en invierno todos los días pasaban unos
carros: cuando uno sentía mucho ruido era porque estaban levantando a gente que moría en
la calle por el frío.En la comunidad la solidaridad era limitada. Pero se
cuidaba mucho que nadie robara dice Pedro. Yo tenía un familiar, un tío, que
robó por necesidad. Los mismos judíos casi lo liquidaron... El estaba muy mal, provenía
de una familia de banqueros muy ricos, nunca en su vida había trabajado demasiado. No
supo manejar la situación. Murió en la más absoluta pobreza, vistiendo bolsas de
arpillera, con diez grados bajo cero.Y en medio de todo eso estaba también el grupo de
amigos. Casi todos chicos provenientes de Europa central. Jugaban a las bolitas y a la
pelota de trapo. Entre ellos Peter, un austríaco. Pedro es impiadoso consigo mismo:
Yo era un vago, casi nunca iba a la escuela, dice. No se perdona nada.
Insiste: Yo era un cretino. En su recuerdo, Peter era todo lo opuesto.
Para mí él representaba el bien y yo, el mal. Este chico tenía adentro todo lo
que yo hubiera querido tener: amor a la música, amor al prójimo. Yo tenía amor a la
supervivencia.De Shanghai a Buenos AiresDel fin de la guerra se enteraron por radios
clandestinas. El cambio vendría recién con Hiroshima y Nagasaki: Después de las
bombas los japoneses rajaron, de un día para otro.Entre los recuerdos de aquel
momento sobresale el de la comida. Primero los americanos nos empezaron a tirar con
paracaídas las llamadas raciones K. Tenían todo: desde preservativos a
píldoras para potabilizar el agua, remedios contra la malaria, y sobre todo comidas de un
alto valor nutritivo. Y también se acuerda del azúcar y la crema, que
comíamos con las manos. Todavía se iban a quedar dos años más en Shanghai, en
los que su padre y su hermana consiguieron trabajo con los norteamericanos. Luego vino el
viaje hacia Estados Unidos: Salimos como personas desplazadas, éramos 400 durmiendo
juntos en la bodega de un barco americano. El viaje duró 15 días, en los que Pedro
aumentó ocho kilos. Creo que comía siete comidas por día, se ríe.Tuvieron
la oportunidad de quedarse en Estados Unidos. Pero mi mamá insistió en que
viniéramos a Argentina, porque estaba su madre. La hermana de Pedro, diez años
mayor, se negó. Aún hoy vive en Estados Unidos. Ni mi hermana ni yo queríamos
venir porque éste era un país pronazi: en el 48 no pudimos entrar a la Argentina
por ser judíos. El embajador le dijo a mi padre: Vaya ahí que hay una iglesia,
haga un certificado de bautismo y con eso les doy la visa. Y mi viejo contestó: Yo
sobreviví a dos guerras mundiales, se van a la puta que los parió: yo a la Argentina
entro pero sin bautizar.Y lo hicieron, clandestinamente. Viajaron hasta Uruguay. Un
barco a vela los trasladó de noche: entraron a las 4 de la mañana por Tigre. Viví
dos años sin documentos en esta ciudad cuenta. Trabajando de noche y
durmiendo de día. Tenía 13 años. Lo emplearon en una fábrica textil de Villa
Lynch.De su llegada recuerda la impresión que les dio ver la comida que aquí se tiraba a
la basura. Con la mitad nosotros comíamos. Si hasta te regalaban el hígado, porque
era para el gato...Ahora Pedro se dice argentino, pero al mismo tiempo toma
distancia. Mi forma de ser, de mirar la vida, son bien distintos de los
argentinos, advierte. Esa diferencia está en una cierta austeridad, en el desagrado
por la ostentación, en el horror que le suscita que algo se desperdicie. Cuando mis
hijas mayores, Daniela y Leonora, iban al jardín de infantes yo insistía en que tenían
que llevar pan y manteca. Ellas me lloraban: que todos llevaban galletitas, les convidaban
y nadie quería comer lo de ellas. Entonces yo les decía Mejor, aprovechen, coman
lo de los otros y lo de ustedes.Su hija Marlene traduce: Es la sensación de
sobrevivir todo el tiempo, todo hay que disfrutarlo mucho, todas las cosas tienen que
durar mucho, no se puede dejar nada en el plato. Hay que levantarse temprano y hacer algo
útil cada día.Pero él nunca se sintió incómodo en el país. Ni siquiera de chico:
Me parecía que los extraños eran los otros, dice y cuenta una
anécdota:Cuando tenía 14 o 15 años, me invitaron a una fiesta. Una chica me dijo:
La verdad, Pedro, te invitamos porque sos muy lindo. Yo la miré y le
contesté: La verdad es que yo vengo porque tengo hambre. Peter y Peter Dice
que sobre Shanghai piensa cada tanto, aunque las imágenes se han ido adelgazando con el
tiempo. Aquí escaló posiciones trabajando en la industria del cuero: Tuve la
suerte de ser parte de una generación donde el tesón y la imaginación todavía
servían. Pero el recuerdo de Shanghai volvió con toda su fuerza cuando en 1996 la
fundación Spielberg se contactó con él para tomar su testimonio como sobreviviente del
Holocausto. Ellos le hablaron del Consejo judío para la experiencia en Shan-
ghai, un grupo de sobrevivientes del ghetto formado en Estados Unidos. ¿Hasta
entonces no sabía nada de Peter?Sólo sabía que se había ido a Francia con su
familia. Entonces envié un fax al Consejo donde preguntaba si por casualidad no sabrían
dónde vivía Peter Sinnrich, que después me enteré ahora se llama de
apellido Halevy, porque lo tradujo. Y en cinco horas me contestaron con su dirección, en
Israel.Aquella primera carta empieza así: Durante los últimos 48 años te recordé
cada 9 de enero. Y sigue con la historia de su vida. Hubo, claro, una respuesta. En
dos años, se cruzaron muchas cartas. Y nació la idea de reunirse en abril del 2000, en
Shanghai. Pedro está intentado convencer de sumarse a otro miembro del grupo de entonces,
que vive en Chile. También hubo llamados telefónicos.Primero hablamos en inglés y
me preguntó si todavía hablaba alemán. Claro, le dije. Y empezamos a conversar en
alemán, pero al minuto lo paré: No, volvamos al inglés, porque seguís con el
mismo acento austríaco de mierda de siempre. Se moría de risa... El que se ríe
ahora es él. Marlene interviene:A mí me asombra que dos personas que no se ven por
50 años se conecten como chicos, como si volvieran a ese momento dice. Porque
lo primero que le cuenta mi viejo a Peter es una anécdota: ¿Te acordás cuando te
caíste en la mierda con el tapado nuevo?. Es que lo del abrigo, yo me acuerdo
siempre... Y los ojos Pedro vuelven por un momento a Shanghai y a su infancia.
Se lo habían regalado: ¿sabés lo que era un abrigo nuevo para alguien como nosotros?
Como si ahora te regalaran un edificio de departamentos. Y el pobre pibe se cayó en la
mierda de perro. Fue horroroso. Yo lloraba por él. Porque al final no sé si yo era el
rudo y él el bueno, o al revés. Porque yo por dentro no quería demostrar lo que me
pasaba. Y casi no lo demuestra. Porque esa costra que él dice que le dejó
Shanghai lo defiende del dolor. Sólo se diluye cuando habla de su primera mujer, la madre
de sus cuatro hijos, que murió demasiado joven, demasiado pronto. Yo esa muerte no
la acepté dice. Pensé que ya había pagado todo. Se permite quebrarse,
pero sólo un momento. Porque es, finalmente, un sobreviviente. Y se repone. Cuenta que
rehizo su vida, que volvió a casarse con una mujer muy compañera. Y que
agradece lo que tiene. No lamenta haber estado en Shanghai. Fue una parte muy
importante de mi vida. Una parte positiva, dice.¿Positiva? ¿Por
qué?Porque no sucumbí.
La película de los Peter Relatar la vida en medio de la guerra a través de los ojos de estos
chicos: eso se propone el documental que proyecta Marlene Lievendag. La idea surgió
poco después de que su padre se contactara con su viejo amigo. Cuando veía por
televisión las imágenes de la gente de Kosovo desplazándose no podía evitar verlo a
él, dice. Pensó en hablar de la guerra de otra manera: que la historia de
reencuentro era una buena excusa para contar lo que pasó dándole una visión
nueva, una historia dura con final feliz. Directora artística de televisión y
comerciales, Marlene cree que también a ella la hizo diferente la historia de su padre.
Mi viejo es muy difícil en algunas cosas. La comida, por ejemplo: no había que
levantarse hasta no dejar nada en el plato... Y siempre repetía eso de que yo
comía una semana con esto. O lo de hacer algo útil todo el tiempo, levantarse a
las 8 en vacaciones... Ahora, a los 32 años, dice que valora lo que llama el
espíritu de supervivencia de su padre. Me gustaría trasmitir ese estilo del viejo,
que siempre está como empezando.El proyecto, en el que participan productores de
televisión y su marido, el humorista Pedro Savorido, está en busca de financiamiento. La
meta más próxima es ir a Filadelfia en octubre, donde se reunirá un grupo de ex
habitantes del ghetto, para empezar a filmar testimonios. En tanto, investiga: a través
de libros, mapas del ghetto, la web. Y tocando las teclas de la memoria de su padre, que
de pronto se sacude y lanza un dato. Como durante esta entrevista, cuando miraba una vieja
foto donde aparecen varios de los chicos de entonces. Yo veo las caras y los
identifico perfectamente, pero no me acuerdo los apellidos..., decía cuando se
sobresaltó y se dirigió a su hija.Marlene, anotá, esos dos hermanos se llamaban
Wolf.Y la historia se sigue armando, a borbotones de recuerdo.
Una ciudady un refugio
La primera ola de la inmigración judía a Shanghai llegó
desde Asia, principalmente Bagdad, a principios del siglo XIX. Eran hombres de negocios
que armaron fortunas y construyeron algunos de los edificios más lujosos de la ciudad. En
el 1900 vendría la segunda ola: judíos rusos que escapaban de los pogroms y después de
la revolución. La comunidad creció: tenía numerosas sinagogas, sus propias escuelas y
clubes.La tercera oleada, la más numerosa, fue la que llegó escapando de los nazis:
sólo en dos años, entre 1937 y 1939, entraron unos 20.000 judíos. Es que para entrar en
Shan- ghai no hacían falta visas, ni pedían que demostraran tener recursos económicos.
Muchos llegaron sin nada, en extrema pobreza, pero la comunidad logró subsistir
razonablemente bien. El cambio se produjo en diciembre de 1941, tras Pearl Harbor, cuando
los japoneses formaron el ghetto y obligaron a los judíos de la última inmigración a
vivir allí. Tras la guerra comenzó la partida, que se convirtió en éxodo con la
llegada del comunismo. De la numerosa comunidad existente en la ciudad, para 1958 sólo
quedaban 84 personas judías. Y pronto no hubo nadie. Las sinagogas se cerraron, las
huellas de la comunidad judía quedaron sepultadas. En los últimos años, sin embargo,
hubo un resurgimiento del interés por ese período y un grupo de académicos chicos
empezaron a investigar los rastros de esa cultura. |
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