Principal RADAR NO Turismo Libros Futuro CASH Sátira


LA HISTORIA DEL HOMBRE QUE SE REENCONTRARA CON SU AMIGO DEL GHETTO CHINO
El año que viene, en Shanghai

Pedro Lievendag tenía 6 años cuando debió huir de la Alemania nazi junto con sus padres. Se refugiaron en Shanghai: vivieron 7 años en el ghetto. Allí conoció a Peter, su amigo. Pero tras la guerra partieron con distinto rumbo. Pedro vino a Buenos Aires. Hace poco lo localizó e hicieron una cita: después de 50 años se encontrarán en el 2000, en Shanghai.

na21fo03.jpg (11636 bytes)
Pedro Lievendag con su hija Marlene, que planea filmar un documental del reencuentro en Shanghai.

Por Andrea Ferrari

t.gif (862 bytes) “Espero que te alegre tanto recibir esta carta como a mí escribirla. Es raro, éramos un grupo grande, pero a medida que pasa el tiempo y uno trata de volver sobre las cosas importantes, siempre está tu recuerdo.” El que escribe se llama Pedro, aunque alguna una vez fue Peter. El destinatario de la carta sigue siendo Peter, pero cambió su apellido. Se conocieron en el ghetto de Shanghai: eran dos chicos que habían dejado sus países escapando del terror nazi. Crecieron juntos, compartieron juego y horror. Cuando la guerra terminó, partieron con diferentes rumbos y durante casi 50 años no supieron nada uno del otro. Pero Pedro Lievendag, ahora argentino, se acordaba de Peter. Cada 9 de enero pensaba: “Hoy es su cumpleaños”. Hace poco dio finalmente con una dirección. Hubo una carta, una respuesta y una cita. Los dos Peter se reencontrarán: será en el año 2000, en Shanghai. Marlene Lievendag conoce muy bien el ghetto de Shanghai, aunque nunca pisó China. Ha buceado en esa historia de su padre, que también es un poco su historia. Para ella esa investigación es un camino hacia atrás y hacia adelante, porque encierra un proyecto: filmar el reencuentro. Hacer el documental de los dos Peter. “Una historia con final feliz”, dice. El principio de la historia, sin embargo, no está en Shanghai sino en una Hamburgo bombardeada, que los Lievendag se resistían a dejar. “Salimos en el ‘41 de Alemania, entre los últimos judíos que pudieron hacerlo”, cuenta Pedro.–¿Por qué esperaron tanto para irse?–Podría dar una respuesta de cinco tomos a eso. O resumirlo en una palabra: por boludos.Lo dice así, en un español muy porteño que sin embargo todavía arrastra un dejo de alemán. Pero hablará también de la dificultad de muchas familias judías alemanas de creer “que un personaje como Hitler podía existir en Alemania”. Y de su padre, que era héroe de la Primera Guerra Mundial y conservaba su medalla, que sirvió como salvoconducto: gracias a ella los nazis los dejaron ir. Tomaron un avión a Rusia, para abordar ahí el Transiberiano. La única ruta a Oriente, cuando el destino ya estaba decidido: Shanghai. En realidad, no había opción.–Shanghai era el único lugar del mundo donde un judío podía ingresar sin visa –cuenta Lievendag–. El resto de los países ya había cerrado totalmente las puertas a los judíos desplazados de Alemania, incluidos los Estados Unidos. Incluidos todos los países que hoy alegan haber sido tan amigos. El padre había logrado esconder algún dinero, pero lo perdió al llegar a la Unión Soviética. “Los rusos nos dijeron que dejábamos la plata o no seguíamos.” Pedro recuerda que el Transiberiano “tenía las ventanas tapadas con papel negro: decían que era para que no conociéramos los adelantos militares, pero yo creo que era para evitar que viéramos la miseria”. Las imágenes están intactas en su memoria. Recuerda cada detalle. Como los doce días que pasaron en Manchuria “con 42 grados bajo cero y yo con pantalón corto”. Y sus seis años, cumplidos a bordo del tren. “Mis padres consiguieron una tortita rusa, que cortaron en 24 porciones.” Llegaron hasta Dalien y allí tomaron un barco que los dejaría en Shanghai. Cuando bajaron en el puerto, el padre miró a su alrededor y dejó caer una frase que Pedro nunca olvidaría:–Acá no podemos estar más de siete días.Se quedaron siete años.El ghetto Al principio no fue tan malo. La comunidad judía era numerosa en Shanghai: tres oleadas inmigratorias (ver aparte) habían conformado un sector fuerte y en algunos casos poderoso. Los Lievendag se acomodaron en una casa junto a otra familia. Pero el 7 de diciembre todo cambió.“Con Pearl Harbour, Estados Unidos entra en la guerra y Japón se declara aliado de los alemanes –cuenta Pedro–. No había posibilidad de soñar con volver a salir. Shanghai estaba bajo dominio japonés desde la guerra chino-japonesa del año ‘37. Y ahí empieza la historia del ghetto.”Todos los judíos de la última inmigración fueron obligados a entrar en el ghetto de Hongkew. Los “enemigos” (no judíos de países aliados) fueron al de Pudong. A los Lievendag les tocó acomodarse en una suerte de conventillo en que 15 personas compartían tres cuartos, una cocina y un baño. “Tuvimos una suerte loca –recuerda Pedro–. Una tía mía estaba en un lugar donde eran 400 con dos baños.”Eran en total unos 18.000 judíos los que habitaban el ghetto. Y estaban, además, los chinos: porque el barrio que había sido cerrado para conformar el ghetto aún conservaba sus habitantes originales, que salían a trabajar afuera. “A pesar de que tanto los judíos como los chinos odiábamos a los japoneses, entre nosotros nunca hubo paz. Porque unos eran amarillos y otros blancos, porque teníamos otras costumbres, otras vestimentas, otra cultura”, cuenta.A los niños se les permitía salir para ir a la escuela. Los mayores, en cambio, necesitaban un pase que el jefe japonés otorgaba arbitrariamente. El padre de Pedro intentaba sobrevivir afilando hojitas de afeitar. Comían poco y no todos los días.–¿La gente moría por falta de comida?–Había gente que moría por falta de comida, otros por frío, otros por las bombas. –¿Bombardeaban el ghetto?–Tenían que bombardearlo, porque los japoneses tontos no eran: nos ponían en el medio de las fábricas de armamento. Y no había ningún refugio.La muerte se convirtió en una presencia cotidiana. Pedro recuerda que “de mañana uno veía paquetitos envueltos en papel de diario. Eran nenas muertas: como no las podían mantener... Y en invierno todos los días pasaban unos carros: cuando uno sentía mucho ruido era porque estaban levantando a gente que moría en la calle por el frío”.En la comunidad la solidaridad era limitada. –Pero se cuidaba mucho que nadie robara –dice Pedro–. Yo tenía un familiar, un tío, que robó por necesidad. Los mismos judíos casi lo liquidaron... El estaba muy mal, provenía de una familia de banqueros muy ricos, nunca en su vida había trabajado demasiado. No supo manejar la situación. Murió en la más absoluta pobreza, vistiendo bolsas de arpillera, con diez grados bajo cero.Y en medio de todo eso estaba también el grupo de amigos. Casi todos chicos provenientes de Europa central. Jugaban a las bolitas y a la pelota de trapo. Entre ellos Peter, un austríaco. Pedro es impiadoso consigo mismo: “Yo era un vago, casi nunca iba a la escuela”, dice. No se perdona nada. Insiste: “Yo era un cretino”. En su recuerdo, Peter era todo lo opuesto. –Para mí él representaba el bien y yo, el mal. Este chico tenía adentro todo lo que yo hubiera querido tener: amor a la música, amor al prójimo. Yo tenía amor a la supervivencia.De Shanghai a Buenos AiresDel fin de la guerra se enteraron por radios clandestinas. El cambio vendría recién con Hiroshima y Nagasaki: “Después de las bombas los japoneses rajaron, de un día para otro”.Entre los recuerdos de aquel momento sobresale el de la comida. “Primero los americanos nos empezaron a tirar con paracaídas las llamadas ‘raciones K’. Tenían todo: desde preservativos a píldoras para potabilizar el agua, remedios contra la malaria, y sobre todo comidas de un alto valor nutritivo.” Y también se acuerda del azúcar y la crema, “que comíamos con las manos”. Todavía se iban a quedar dos años más en Shanghai, en los que su padre y su hermana consiguieron trabajo con los norteamericanos. Luego vino el viaje hacia Estados Unidos: “Salimos como personas desplazadas, éramos 400 durmiendo juntos en la bodega de un barco americano”. El viaje duró 15 días, en los que Pedro aumentó ocho kilos. “Creo que comía siete comidas por día”, se ríe.Tuvieron la oportunidad de quedarse en Estados Unidos. “Pero mi mamá insistió en que viniéramos a Argentina, porque estaba su madre.” La hermana de Pedro, diez años mayor, se negó. Aún hoy vive en Estados Unidos. –Ni mi hermana ni yo queríamos venir porque éste era un país pronazi: en el ‘48 no pudimos entrar a la Argentina por ser judíos. El embajador le dijo a mi padre: ‘Vaya ahí que hay una iglesia, haga un certificado de bautismo y con eso les doy la visa. Y mi viejo contestó: ‘Yo sobreviví a dos guerras mundiales, se van a la puta que los parió: yo a la Argentina entro pero sin bautizar’.Y lo hicieron, clandestinamente. Viajaron hasta Uruguay. Un barco a vela los trasladó de noche: entraron a las 4 de la mañana por Tigre. “Viví dos años sin documentos en esta ciudad –cuenta–. Trabajando de noche y durmiendo de día.” Tenía 13 años. Lo emplearon en una fábrica textil de Villa Lynch.De su llegada recuerda la impresión que les dio ver la comida que aquí se tiraba a la basura. “Con la mitad nosotros comíamos. Si hasta te regalaban el hígado, porque era para el gato...”Ahora Pedro se dice argentino, pero al mismo tiempo toma distancia. “Mi forma de ser, de mirar la vida, son bien distintos de los argentinos”, advierte. Esa diferencia está en una cierta austeridad, en el desagrado por la ostentación, en el horror que le suscita que algo se desperdicie. –Cuando mis hijas mayores, Daniela y Leonora, iban al jardín de infantes yo insistía en que tenían que llevar pan y manteca. Ellas me lloraban: que todos llevaban galletitas, les convidaban y nadie quería comer lo de ellas. Entonces yo les decía “Mejor, aprovechen, coman lo de los otros y lo de ustedes”.Su hija Marlene traduce: –Es la sensación de sobrevivir todo el tiempo, todo hay que disfrutarlo mucho, todas las cosas tienen que durar mucho, no se puede dejar nada en el plato. Hay que levantarse temprano y hacer algo útil cada día.Pero él nunca se sintió incómodo en el país. Ni siquiera de chico: “Me parecía que los extraños eran los otros”, dice y cuenta una anécdota:–Cuando tenía 14 o 15 años, me invitaron a una fiesta. Una chica me dijo: “La verdad, Pedro, te invitamos porque sos muy lindo”. Yo la miré y le contesté: “La verdad es que yo vengo porque tengo hambre”. Peter y Peter Dice que sobre Shanghai piensa cada tanto, aunque las imágenes se han ido adelgazando con el tiempo. Aquí escaló posiciones trabajando en la industria del cuero: “Tuve la suerte de ser parte de una generación donde el tesón y la imaginación todavía servían”. Pero el recuerdo de Shanghai volvió con toda su fuerza cuando en 1996 la fundación Spielberg se contactó con él para tomar su testimonio como sobreviviente del Holocausto. Ellos le hablaron del “Consejo judío para la experiencia en Shan- ghai”, un grupo de sobrevivientes del ghetto formado en Estados Unidos. –¿Hasta entonces no sabía nada de Peter?–Sólo sabía que se había ido a Francia con su familia. Entonces envié un fax al Consejo donde preguntaba si por casualidad no sabrían dónde vivía Peter Sinnrich, que –después me enteré– ahora se llama de apellido Halevy, porque lo tradujo. Y en cinco horas me contestaron con su dirección, en Israel.Aquella primera carta empieza así: “Durante los últimos 48 años te recordé cada 9 de enero”. Y sigue con la historia de su vida. Hubo, claro, una respuesta. En dos años, se cruzaron muchas cartas. Y nació la idea de reunirse en abril del 2000, en Shanghai. Pedro está intentado convencer de sumarse a otro miembro del grupo de entonces, que vive en Chile. También hubo llamados telefónicos.–Primero hablamos en inglés y me preguntó si todavía hablaba alemán. Claro, le dije. Y empezamos a conversar en alemán, pero al minuto lo paré: “No, volvamos al inglés, porque seguís con el mismo acento austríaco de mierda de siempre”. Se moría de risa... El que se ríe ahora es él. Marlene interviene:–A mí me asombra que dos personas que no se ven por 50 años se conecten como chicos, como si volvieran a ese momento –dice–. Porque lo primero que le cuenta mi viejo a Peter es una anécdota: “¿Te acordás cuando te caíste en la mierda con el tapado nuevo?”. –Es que lo del abrigo, yo me acuerdo siempre... –Y los ojos Pedro vuelven por un momento a Shanghai y a su infancia–. Se lo habían regalado: ¿sabés lo que era un abrigo nuevo para alguien como nosotros? Como si ahora te regalaran un edificio de departamentos. Y el pobre pibe se cayó en la mierda de perro. Fue horroroso. Yo lloraba por él. Porque al final no sé si yo era el rudo y él el bueno, o al revés. Porque yo por dentro no quería demostrar lo que me pasaba. Y casi no lo demuestra. Porque esa “costra” que él dice que le dejó Shanghai lo defiende del dolor. Sólo se diluye cuando habla de su primera mujer, la madre de sus cuatro hijos, que murió demasiado joven, demasiado pronto. “Yo esa muerte no la acepté –dice–. Pensé que ya había pagado todo.” Se permite quebrarse, pero sólo un momento. Porque es, finalmente, un sobreviviente. Y se repone. Cuenta que rehizo su vida, que volvió a casarse “con una mujer muy compañera”. Y que agradece lo que tiene. No lamenta haber estado en Shanghai. “Fue una parte muy importante de mi vida. Una parte positiva”, dice.–¿Positiva? ¿Por qué?–Porque no sucumbí.

 

La película de los Peter

“Relatar la vida en medio de la guerra a través de los ojos de estos chicos”: eso se propone el documental que proyecta Marlene Lievendag. La idea surgió poco después de que su padre se contactara con su viejo amigo. “Cuando veía por televisión las imágenes de la gente de Kosovo desplazándose no podía evitar verlo a él”, dice. Pensó en hablar de la guerra de otra manera: que la historia de reencuentro era “una buena excusa para contar lo que pasó dándole una visión nueva, una historia dura con final feliz”. Directora artística de televisión y comerciales, Marlene cree que también a ella la hizo diferente la historia de su padre. “Mi viejo es muy difícil en algunas cosas. La comida, por ejemplo: no había que levantarse hasta no dejar nada en el plato... Y siempre repetía eso de que ‘yo comía una semana con esto’. O lo de hacer algo útil todo el tiempo, levantarse a las 8 en vacaciones...” Ahora, a los 32 años, dice que valora lo que llama el espíritu de supervivencia de su padre. “Me gustaría trasmitir ese estilo del viejo, que siempre está como empezando.”El proyecto, en el que participan productores de televisión y su marido, el humorista Pedro Savorido, está en busca de financiamiento. La meta más próxima es ir a Filadelfia en octubre, donde se reunirá un grupo de ex habitantes del ghetto, para empezar a filmar testimonios. En tanto, investiga: a través de libros, mapas del ghetto, la web. Y tocando las teclas de la memoria de su padre, que de pronto se sacude y lanza un dato. Como durante esta entrevista, cuando miraba una vieja foto donde aparecen varios de los chicos de entonces. “Yo veo las caras y los identifico perfectamente, pero no me acuerdo los apellidos...”, decía cuando se sobresaltó y se dirigió a su hija.–Marlene, anotá, esos dos hermanos se llamaban Wolf.Y la historia se sigue armando, a borbotones de recuerdo.


Una ciudady un refugio

La primera ola de la inmigración judía a Shanghai llegó desde Asia, principalmente Bagdad, a principios del siglo XIX. Eran hombres de negocios que armaron fortunas y construyeron algunos de los edificios más lujosos de la ciudad. En el 1900 vendría la segunda ola: judíos rusos que escapaban de los pogroms y después de la revolución. La comunidad creció: tenía numerosas sinagogas, sus propias escuelas y clubes.La tercera oleada, la más numerosa, fue la que llegó escapando de los nazis: sólo en dos años, entre 1937 y 1939, entraron unos 20.000 judíos. Es que para entrar en Shan- ghai no hacían falta visas, ni pedían que demostraran tener recursos económicos. Muchos llegaron sin nada, en extrema pobreza, pero la comunidad logró subsistir razonablemente bien. El cambio se produjo en diciembre de 1941, tras Pearl Harbor, cuando los japoneses formaron el ghetto y obligaron a los judíos de la última inmigración a vivir allí. Tras la guerra comenzó la partida, que se convirtió en éxodo con la llegada del comunismo. De la numerosa comunidad existente en la ciudad, para 1958 sólo quedaban 84 personas judías. Y pronto no hubo nadie. Las sinagogas se cerraron, las huellas de la comunidad judía quedaron sepultadas. En los últimos años, sin embargo, hubo un resurgimiento del interés por ese período y un grupo de académicos chicos empezaron a investigar los rastros de esa cultura.

 

PRINCIPAL