Opinion
Por Mempo Giardinelli Ahora que regresé de
Venezuela, me resulta asombroso el interés de muchos colegas y amigos por conocer
detalles de lo que, periodísticamente, llamamos el color de la entrevista que
junto a Carlos Monsiváis tuvimos con el presidente Hugo Chávez. En efecto, por razones
de la prisa de aquel cierre y también de espacio, quedaron muchos apuntes sin narrar. En
primer lugar, el origen mismo de la charla con el jefe de Estado venezolano.Mi viaje a
Caracas no tenía por objeto entrevistarlo. Viajé invitado por la empresa productora HBO
Olé, cuya sede está en Caracas y no en Miami como muchos suponen, para participar de la
grabación de un programa que provisoriamente se titula Seis intelectuales
latinoamericanos discuten el nuevo milenio. Los otros invitados fueron los locales
Teodoro Petkoff y José Gazo, el mexicano Monsiváis, la colombiana Noemí Sanín, Tomás
Eloy Martínez, quien viajó desde Estados Unidos, y yo. El anuncio de nuestra presencia
se había publicado en los diarios caraqueños y por ello, sospecho, el propio presidente
Chávez habrá tenido la idea de charlar con algunos de nosotros. Porque antes de viajar
mis anfitriones me dijeron, por teléfono, que posiblemente íbamos a ser invitados al
Palacio Miraflores. ¿Es una invitación o es una orden? bromeé yo desde mi
lado del teléfono.Del otro lado no me respondieron con igual humor, y el domingo, apenas
desembarcar en el Hotel Tamanaco, nos informaron a Carlos y a mí que Chávez nos
recibiría a las nueve de la mañana siguiente.La llegada fue para mí impactante. En los
tres portones de entrada del Palacio, sobre una avenida de doble circulación, se
agolpaban centenares de personas que pugnaban por hacerse oír ante los guardias. Había
un gran buzón que rezaba: Correspondencia para el Presidente de la República
y toda esa gente iba con cartas, pedidos, ruegos. Adentro me informaron que es una de las
innovaciones de Chávez, quien suele leer personalmente los reclamos y dispone algunas
ayudas concretas. Hubo otras impresiones fuertes, inusuales: una fue que nadie nos
revisó; en ningún momento fuimos palpados y hasta nos hicieron pasar por el costado de
un detector de metales como los que hay en los aeropuertos, y eso que yo tenía una
pequeña grabadora en la mano que nadie me pidió revisar. La segunda fue cuando nos
pidieron los pasaportes y Carlos y yo advertimos que los habíamos olvidado:
asombrosamente a mí me aceptaron una credencial vencida de Página/12 y en el caso de
Monsiváis, que no portaba ni su licencia de conductor (porque, bromeó él, además no
maneja coches), lo consultaron entre ellos y en voz baja un teniente y un sargento que en
pocos segundos decidieron que entre igual. La caminata por los jardines del
Palacio y la entrada al mismo me reservaban todavía otra sorpresa: allí confirmamos la
ausencia absoluta de civiles. Ni siquiera empleo el adverbio casi: no vimos a
ningún civil dentro ni en los jardines del Palacio. Ningún civil y ninguna mujer. La
única excepción fue una fotógrafa que cumplió el ritual durante un par de minutos y en
silencio, mientras Chávez se distrajo para preguntarle: Negra, cómo va la
familia y luego intercambiaron noticias como si fuesen parientes.Durante las dos
horas que duró la entrevista iniciada puntualmente a las nueve y cinco, y terminada
pasadas las once otra cosa llamativa y original fue que durante ese tiempo no entró
nadie, el pequeño celular del presidente se mantuvo mudo y ningún ministro, secretario,
edecán ni mosca entró al amplio salón en el que conversábamos y en cuya larga mesa se
depositaron al comienzo tres pocillos de café junto a tres vasos de agua mineral. Al
salir, no sin una cierta fatiga por la larga conversación y algunas tribulaciones
padecidas por la debilidad de las pilas de mi pequeña grabadora, el presidente nos
despidió en la puerta misma. Del otrolado nos recibió el simpático teniente coronel
Alcalá, con quien habíamos charlado previamente y a quien Chávez le dijo que nos
acompañase hasta la salida. Cuando se cerró la puerta y quedamos solos los tres, Alcalá
nos preguntó, orgulloso y sonriente, qué nos había parecido el
hombre.Fascinante y sospechable dije yo. Si es sincero, me alegro
por Venezuela.¿Vieron el carisma que tiene?Respondimos que sí, y en ese mismo
momento sentí culpa por el comentario que no iba a dejar de hacerle:Con todo
respeto, déjeme decirle que me parece que son ustedes demasiado inocentes. Nadie nos
revisó alcé la grabadora, mostrándosela y esto podía haber sido un arma o
una bomba.La sonrisa se le congeló en los labios, pero no dejó de ser amable hasta que
nos dimos las manos.Cuatro días después, al cierre de esta nota, un amigo uruguayo que
vive y trabaja en Venezuela mandó un mensaje electrónico a la revista Brecha diciendo
que cuando nos retiramos del Palacio, el presidente Chávez comentó: Qué pesado el
argentino. Ahora estoy seguro de que Alcalá le habrá hecho el coro. Ya en casa,
colegas y amigos me piden más impresiones sobre el personaje y su revolución pacífica y
democrática, y me preguntan qué diferencias advierto, realmente, entre Chávez y los
carapintada vernáculos que supimos conseguir. Mi respuesta es que el sujeto nos resultó
Monsiváis estuvo de acuerdo entre fascinante y sospechable. Pero que la
enorme y definitiva diferencia con los carapintada argentinos radica en dos hechos de
peso: una es que las fuerzas armadas venezolanas han estado durante los últimos 50 años
en los cuarteles y silenciosamente sometidas a la Constitución (fue precisamente Chávez
quien encabezó la revuelta putschista de 1992 que lo llevó en siete años a la cárcel,
al indulto, a la popularidad y a la presidencia) mientras que sus pares argentinos tienen
las manos sucias de sangre y/o participaron de alguna manera en la feroz represión de la
última dictadura; y la otra es que los carapintada parecen ser fundamentalistas de un
catolicismo intolerante y sectario, y Chávez no. Así es como hay que entender su
incomodidad cuando se los compara y su afirmación de que no hay similitudes.
Y hay algo más para completar el cuadro: me gustan muchas de las cosas que Chávez
sostiene y hace, pero no me gusta nada el aura de providencialidad que lo rodea. Me parece
peligrosa la falta de controles argentinos somos pero a la vez me fascina
comprobar que (al menos por ahora) los enemigos de Chávez y los que más cacarean en su
contra son los mismos enemigos históricos de dentro y de fuera de nuestro país.
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