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Conociendo al fascinante y sospechable Hugo Chávez

El pasado martes, Página/12 publicó una entrevista exclusiva del escritor Mempo Giardinelli al presidente venezolano Hugo Chávez. En esta nota, Giardinelli recrea la intimidad de ese encuentro.

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Opinion
Por Mempo Giardinelli

t.gif (862 bytes) Ahora que regresé de Venezuela, me resulta asombroso el interés de muchos colegas y amigos por conocer detalles de lo que, periodísticamente, llamamos “el color” de la entrevista que junto a Carlos Monsiváis tuvimos con el presidente Hugo Chávez. En efecto, por razones de la prisa de aquel cierre y también de espacio, quedaron muchos apuntes sin narrar. En primer lugar, el origen mismo de la charla con el jefe de Estado venezolano.Mi viaje a Caracas no tenía por objeto entrevistarlo. Viajé invitado por la empresa productora HBO Olé, cuya sede está en Caracas y no en Miami como muchos suponen, para participar de la grabación de un programa que provisoriamente se titula “Seis intelectuales latinoamericanos discuten el nuevo milenio”. Los otros invitados fueron los locales Teodoro Petkoff y José Gazo, el mexicano Monsiváis, la colombiana Noemí Sanín, Tomás Eloy Martínez, quien viajó desde Estados Unidos, y yo. El anuncio de nuestra presencia se había publicado en los diarios caraqueños y por ello, sospecho, el propio presidente Chávez habrá tenido la idea de charlar con algunos de nosotros. Porque antes de viajar mis anfitriones me dijeron, por teléfono, que posiblemente íbamos a ser invitados al Palacio Miraflores. –¿Es una invitación o es una orden? –bromeé yo desde mi lado del teléfono.Del otro lado no me respondieron con igual humor, y el domingo, apenas desembarcar en el Hotel Tamanaco, nos informaron a Carlos y a mí que Chávez nos recibiría a las nueve de la mañana siguiente.La llegada fue para mí impactante. En los tres portones de entrada del Palacio, sobre una avenida de doble circulación, se agolpaban centenares de personas que pugnaban por hacerse oír ante los guardias. Había un gran buzón que rezaba: “Correspondencia para el Presidente de la República” y toda esa gente iba con cartas, pedidos, ruegos. Adentro me informaron que es una de las innovaciones de Chávez, quien suele leer personalmente los reclamos y dispone algunas ayudas concretas. Hubo otras impresiones fuertes, inusuales: una fue que nadie nos revisó; en ningún momento fuimos palpados y hasta nos hicieron pasar por el costado de un detector de metales como los que hay en los aeropuertos, y eso que yo tenía una pequeña grabadora en la mano que nadie me pidió revisar. La segunda fue cuando nos pidieron los pasaportes y Carlos y yo advertimos que los habíamos olvidado: asombrosamente a mí me aceptaron una credencial vencida de Página/12 y en el caso de Monsiváis, que no portaba ni su licencia de conductor (porque, bromeó él, además no maneja coches), lo consultaron entre ellos y en voz baja un teniente y un sargento que en pocos segundos decidieron “que entre igual”. La caminata por los jardines del Palacio y la entrada al mismo me reservaban todavía otra sorpresa: allí confirmamos la ausencia absoluta de civiles. Ni siquiera empleo el adverbio “casi”: no vimos a ningún civil dentro ni en los jardines del Palacio. Ningún civil y ninguna mujer. La única excepción fue una fotógrafa que cumplió el ritual durante un par de minutos y en silencio, mientras Chávez se distrajo para preguntarle: “Negra, cómo va la familia” y luego intercambiaron noticias como si fuesen parientes.Durante las dos horas que duró la entrevista –iniciada puntualmente a las nueve y cinco, y terminada pasadas las once– otra cosa llamativa y original fue que durante ese tiempo no entró nadie, el pequeño celular del presidente se mantuvo mudo y ningún ministro, secretario, edecán ni mosca entró al amplio salón en el que conversábamos y en cuya larga mesa se depositaron al comienzo tres pocillos de café junto a tres vasos de agua mineral. Al salir, no sin una cierta fatiga por la larga conversación y algunas tribulaciones padecidas por la debilidad de las pilas de mi pequeña grabadora, el presidente nos despidió en la puerta misma. Del otrolado nos recibió el simpático teniente coronel Alcalá, con quien habíamos charlado previamente y a quien Chávez le dijo que nos acompañase hasta la salida. Cuando se cerró la puerta y quedamos solos los tres, Alcalá nos preguntó, orgulloso y sonriente, “qué nos había parecido el hombre”.–Fascinante y sospechable –dije yo–. Si es sincero, me alegro por Venezuela.–¿Vieron el carisma que tiene?Respondimos que sí, y en ese mismo momento sentí culpa por el comentario que no iba a dejar de hacerle:–Con todo respeto, déjeme decirle que me parece que son ustedes demasiado inocentes. Nadie nos revisó –alcé la grabadora, mostrándosela– y esto podía haber sido un arma o una bomba.La sonrisa se le congeló en los labios, pero no dejó de ser amable hasta que nos dimos las manos.Cuatro días después, al cierre de esta nota, un amigo uruguayo que vive y trabaja en Venezuela mandó un mensaje electrónico a la revista Brecha diciendo que cuando nos retiramos del Palacio, el presidente Chávez comentó: “Qué pesado el argentino”. Ahora estoy seguro de que Alcalá le habrá hecho el coro. Ya en casa, colegas y amigos me piden más impresiones sobre el personaje y su revolución pacífica y democrática, y me preguntan qué diferencias advierto, realmente, entre Chávez y los carapintada vernáculos que supimos conseguir. Mi respuesta es que el sujeto nos resultó –Monsiváis estuvo de acuerdo– entre fascinante y sospechable. Pero que la enorme y definitiva diferencia con los carapintada argentinos radica en dos hechos de peso: una es que las fuerzas armadas venezolanas han estado durante los últimos 50 años en los cuarteles y silenciosamente sometidas a la Constitución (fue precisamente Chávez quien encabezó la revuelta putschista de 1992 que lo llevó en siete años a la cárcel, al indulto, a la popularidad y a la presidencia) mientras que sus pares argentinos tienen las manos sucias de sangre y/o participaron de alguna manera en la feroz represión de la última dictadura; y la otra es que los carapintada parecen ser fundamentalistas de un catolicismo intolerante y sectario, y Chávez no. Así es como hay que entender su incomodidad cuando se los compara y su afirmación de que “no hay similitudes”. Y hay algo más para completar el cuadro: me gustan muchas de las cosas que Chávez sostiene y hace, pero no me gusta nada el aura de providencialidad que lo rodea. Me parece peligrosa la falta de controles –argentinos somos– pero a la vez me fascina comprobar que (al menos por ahora) los enemigos de Chávez y los que más cacarean en su contra son los mismos enemigos históricos de dentro y de fuera de nuestro país.

 

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