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Por Miguel Bonasso ![]() En estos días, los Echegoyen fueron a la Carpa contra la Impunidad, a reunirse con otros familiares, como los padres del fotógrafo José Luis Cabezas. Para darse ánimos mutuamente, para preguntarse si llegarán un día a la verdad. Si la macabra escena que gira en su conciencia desde hace nueve años encontrará al fin la explicación que les permita cerrar el duelo y no pensar, como algunos de ellos lo piensan en los momentos de desaliento, que éste es un país sin destino en el que no merece la pena que vivan los hijos y los nietos. La escena que no se borra La primera persona que vio el cadáver del brigadier Rodolfo Echegoyen, a la seis de la mañana del 13 de diciembre de 1990, fue su yerno José Alberto del Campo, casado con Marcela Echegoyen. Y en su retina y en su memoria han quedado grabadas para siempre algunas imágenes de aquel diciembre: algunas frases escuchadas en esos minutos, que Pepe del Campo, entonces un joven peruano de 30 años no podía entender ni aquilatar, pero que con el paso del tiempo fueron creciendo en su conciencia como una planta venenosa que hunde sus raíces en una sospecha que no puede expresar en voz alta, pero tiene nombre propios: Yabrán, Ibrahim al Ibrahim; ciertos mandos de la Aeronáutica; el Servicio de Informaciones de la Fuerza Aérea. El jueves 12 de diciembre de 1990, el Indio Echegoyen festejó con su familia, en un almuerzo íntimo, el casamiento por civil de su hijo Rodolfo. La ceremonia religiosa y la fiesta grande debía llevarse a cabo dos días más tarde, ese sábado. Y Echegoyen había organizado, como era su costumbre, todos los detalles. Pepe del Campo y Marcela habían llegado de Perú para participar del acontecimiento con su hijita María José, la única nieta que el Indio llegó a conocer en sus 58 años de vida. Después del banquete, el brigadier, su esposa Raquel y los hijos llegados de Lima se fueron a dormir la siesta en el departamento de los padres en Belgrano. A eso de las ocho de la noche, Echegoyen recibió una llamada y le dijo a Raquel que debía ir a una reunión y regresaba enseguida. "Acompañalo, Pepe", propuso la esposa a su yerno peruano. "No, voy solo, quedate Pepe", dijo el suegro y se fue. Marcela y su marido lo vieron marchar preocupado, pero estaban muy lejos de imaginar lo que ese ceño fruncido preludiaba y nadie se preocupó hasta que empezaron a desgranarse las horas de la madrugada. A las tres, Raquel se puso como loca y dijo: --Yo lo voy a llamar a Laporta. El brigadier Mario Alfredo Laporta era entonces el influyente señor J2; el jefe de Inteligencia de la Fuerza Aérea. Un amigo de la familia que estaba en condiciones de encontrar a Rodolfo. No sabían que Laporta ya trabajaba entonces para el Grupo Yabrán, en el que ocuparía varios cargos, y coordinaba su estructura oficial con el aparato de seguridad e inteligencia del Cartero. Cuando se enteraron, se acabó la amistad. Laporta, pese a su oficio, no aportó dato alguno, pero su hijo Martín, un muchacho de 21 años, que era amigo de José Ignacio Echegoyen, se sumó a la búsqueda. Con Martín fue el peruano Pepe a la oficina de la calle Arroyo, que su suegro compartía desde su retiro en la Fuerza Aérea con el abogado Mario Folchi, un hombre impenetrable, experto en Derecho Aeronáutico y cercano el entonces ministro de Obras y Servicios Públicos Roberto Dromi. Llegaron a las seis de la mañana y lo primero que advirtió Pepe es que allí estaba la camioneta Renault 18 de Echegoyen perfectamente estacionada. Entraron al viejo edificio, que "olía a naftalina" y Martín Laporta le señaló al peruano cuál era la oficina del suegro. Las ventanas daban al patio: dos estaban cerradas con persianas metálicas, pero en una tercera, con la persiana a medio cerrar, se filtraba la luz de neón de una oficina. Pepe abrió y se puso a gritar: allí estaba su suegro recostado contra su hombro, de espaldas a la ventana. Y enseguida comprendió que estaba muerto. El hijo del J2 propuso llamar a la policía y según Del Campo sospecharía años más tarde, también fue a llamar a su padre. Cuando la policía entró, el joven peruano se metió con ellos. Lo vio en su escritorio, con la cabeza recostada sobre el hombro, con un agujero sangrante en la parte superior del parietal derecho, las piernas abiertas bajo la mesa y un 38 Smith & Wesson especial colgando de su pulgar y no del índice como hubiera sido lógico en un profesional de las armas. En la frente presentaba una marca violácea de un centímetro y medio de largo, que no le había visto horas antes. Pepe no lo advirtió en aquel momento, pero después supo que en el tambor del revólver había cuatro balas solamente. Faltaba la del disparo mortal y otra más. En cambio encontró el proyectil y se lo señaló a un policía. Las balas del tambor eran de punta hueca y ese plomo curiosamente, era liso. Le llamó la atención que no hubiera manchas de sangre o de masa encefálica en la cortina de la ventana, pero no sospechó nada concreto. Simplemente se puso a llorar por el padre de su mujer, "que era un tipo abierto, llano, nada militar". Cuando llegó el juez Marquevich acompañado por la secretaria Ramond lo quiso echar, pero el muchacho se negó a dejar el lugar. Afuera esperaban sus cuñados José Ignacio y Rodolfo, acompañados de Martín Laporta. El J2 no se hizo presente. Sí en cambio apareció el socio del estudio, Mario Folchi, que a Pepe le pareció "de aspecto hitleriano". Nunca supo quién le había avisado, pero se le grabó para siempre la primera frase que se le escapó al desagradable socio al contemplar el sillón ensangrentado: --Uy, mi sillón. Pepe era peruano, no conocía los usos y costumbres locales y por eso no le llamaron la atención otros hechos extraños de aquella noche, como el traslado del cuerpo en una ambulancia de la Fuerza Aérea y no en una del SAME como hubiera sido lo normal. La adhesión del muchacho al padre de su mujer era tan grande que él se empeñó en vestir el cadáver. Horas más tarde, cuando se preparaba el velorio, Pepe se topó con algunos camaradas de armas de su suegro, que musitaban en los pasillos. De uno de ellos no se olvidará nunca. Era el brigadier Juan Carlos Cuadrado, albacea oficial de Echegoyen. (En la Fuerza Aérea, cada piloto tiene un albacea designado por el arma, que debe ocuparse de informar y asistir a la familia de un camarada en caso de muerte.) Cuadrado le preguntó qué buscaba y Pepe le dijo que el uniforme de gala, para vestirlo. --Y porqué no le ponés un pijama --fue la desconcertante respuesta del albacea que Pepe tardó años en comprender. "Era evidente que, por investigar en Ezeiza lo consideraban un traidor a la Fuerza." En el velorio no hubo coronas, ni ofrecimientos de apoyo oficial. Que recién le llegarían a Juan José, el hermano peronista del presunto suicida, a través de otro brigadier, el inefable Antonietti y el secretario de la Presidencia, Alberto Kohan. Y un pésame personal de Alfredo Yabrán que visitó días más tarde a la viuda. El J2 Laporta estaba en el velorio y fue de los que pensaron que no era bueno dejar entrar a la prensa. Algunos días más tarde, en el club de golf Cabeza de Caballo, cercano al aeropuerto de Ezeiza, donde los oficiales de la Aeronáutica disfrutan sus ocios, un mozo escuchó al pasar la conversación de cuatro brigadieres. Uno de ellos decía: --Por fin nos sacamos al Indio de encima.
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