Por Horacio Bernades
Desde Montreal
Si fuera
verdad que la historia se calca a sí misma, entonces ya se conoce el nombre de una de las
nominadas al Oscar a Mejor Film Extranjero en el año 2000. La película El color de Dios,
del iraní Majid Majidi, resultó la ganadora del Festival des Films du Monde o World Film
Festival de Montreal, como había ocurrido dos años atrás con su anterior Niños del
cielo (actualmente en cartel en Buenos Aires). Teniendo en cuenta que en 1997 Niños del
cielo ganó aquí, y al año siguiente llegó hasta las puertas del Oscar, los
funcionarios del cine iraní (que llegaron hasta Montreal como si se tratara de una
misión de Estado) ya deben estar reservando plaza, para marzo próximo, en el Shrine
Auditorium de Los Angeles. Pero la historia no se calca a sí misma. Si alguna novedad
introduce el film de Majidi, es la de inaugurar el rubro cine iraní de exportación. No
es una novedad como para festejar, por cierto. De Abbas Kiarostami para abajo, el cine de
ese origen siempre se caracterizó por darles protagonismo a los niños. Aquí, el niño
protagónico es ciego (el pequeño actor lo es en la realidad). Y, por lo tanto, está
condenado a la piedad del espectador. Hasta ahora, el cine iraní raramente había
condescendido a cualquier forma de turismo cinematográfico. El color de Dios, en cambio,
se solaza en hermosas postales, preciosamente fotografiadas. Los realizadores de aquella
procedencia habían sabido expresarse con imágenes sencillas y ascéticas, y eso había
hecho el propio Majidi en la magnífica y ahora lejana El padre. Hete aquí, ahora, la
grandilocuencia y el pesado simbolismo del nuevo Majidi, que alcanza su punto culminante
cuando la mismísima luz de Dios ilumina el instante postrero de su nuevo niño del
cielo. El color de Dios es algo así como una fábula fundamentalista, que comienza
con una invocación al Señor y se cierra con un castigo divino. Los ayatolas deben estar
festejando este triunfo como propio, allá en Irán.Todo indica que el jurado del 23er.
Festival de Montreal votó dividido, y que la elección de la película de Majidi (que,
justo es reconocerlo, fascinó al efusivo público local) fue parte de una fórmula de
compromiso entre los miembros del alto tribunal presidido por la bergmaniana Bibi
Andersson e integrado, entre otros, por Fernando Pino Solanas (quien habría
votado en minoría). Las películas rescatables de una competencia floja (en la que no
faltaron bodrios impresentables) se escalonaron inmediatamente por debajo del Majidi for
export. The Minus Man, perturbadora ópera prima del estadounidense Hampton Fancher, y
Fuori dal mondo, estilizada historia de amor imposible del italiano Giuseppe
Piccioni, compartieron el Premio Especial del Jurado. La canadiense Post Mortem, lograda
love story fúnebre, se llevó un merecido Premio a la Mejor Dirección, recibiendo
además una mención del jurado de la crítica.El Goya en Burdeos de Carlos Saura, que por
su pictoricismo de superlujo más parecería dirigida por el siempre ostentoso Vittorio
Storaro, obtuvo un previsible y apenas consolador premio a la Mejor Contribución
Artística. Más grande fue el castigo para otros pesos-pesado, como Ettore Scola (que
presentó La cena, algo así como El baile más La familia) y el español Mario Camus, que
trajo a Montreal la novelesca La ciudad de los prodigios. Ambos se volvieron a Europa con
las manos vacías. Del resto de las premiaciones, no dejó de sorprender la del jurado de
la crítica que, contrariando pactos no escritos, no ungió como mejor película un largo,
sino un cortometraje, el magnífico La aldea de los idiotas, de Eugene Fedorenko y Rose
Newlove, que ya habían ganado un Oscar en 1979. Y otorgó, sí, una mención a Post
Mortem. Decisión que permite una doble lectura: o los cortos exhibidos a lo largo del
festival fueron muy buenos, o los largos, muy malos. Lo primero es seguro, ya que podrían
nombrarse una buena media docena de cortos originales, estimulantes o sorprendentes. En
cuanto a lo segundo... es sabido que Montreal juega en desventaja respecto de otros
festivales (Venecia, San Sebastián, la vecina Toronto), con los que coincide en el tiempo
y que suelen llevarse las mejores películas. Pero el descarte no es el único problema.
El claro predominio, en la competencia oficial, de films-novela sumamente académicos,
habla, también, de una cuestión de gusto por parte de los seleccionadores. La fórmula
cantidad & variedad, con la que Montreal tiende a combatir la superioridad
de los otros, dejó poco, este año, en términos de calidad. El cinéfilo consecuente,
que mantuvo un promedio de tres o cuatro películas por día, llegó al final del festival
con apenas un puñado de títulos rescatables. Este rubro incluye algunas venidas de
Cannes (LHumanite o As bodas de Deus, del genial portugués Joao Cesar Monteiro),
pero también algunos descubrimientos locales. Entre ellas, la coproducción Las huellas
borradas, del argentino radicado en España Enrique Gabriel (cuya anterior En la puta
calle espera estreno en Buenos Aires), un relato clásico y solidísimo, con el
protagónico de Federico Luppi y un notable Héctor Alterio. |