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Una cachetada ala moral media

“Happiness”, uno de los films más resonantes del nuevo cine independiente estadounidense,retrata impiadosamente una sociedad terminal.

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El director Todd Solondz retrata una sociedad satisfecha pero vacía.
Es una suerte de relectura de “Hannah y sus hermanas”, en Nueva Jersey.


Por Martín Pérez

t.gif (862 bytes) Cielo azul, mucho verde y niños correteando. La felicidad es un parque lleno de enamorados. Dos chicos que caminan de la mano, una pareja de ancianos sentada en un banco, una familia en pleno haciendo un picnic. Con la misma sonrisa satisfecha de quienes lo rodean dibujada en el rostro, Bill Mapplewood camina por el parque... con un rifle de repetición en la mano. Y, sin detener su caminata, comienza a disparar. Los cuerpos caen aquí y allá, la mayoría huye aterrorizada, otros quedan congelados junto al cuerpo inerte de sus parejas. Mapplewood –rodeado de gritos de dolor o agonía– se detiene, rifle en mano, sonrisa satisfecha en el rostro. La felicidad es una ametralladora caliente. “Lo único que ha cambiado en mi sueño es que esta vez no me suicido al final”, explica Mapplewood. “¿Y piensa que eso es algo positivo?”, le pregunta el psiquiatra. “Sí, al menos me despierto feliz”, es la respuesta de su paciente. “Claro que después me deprimo, porque me doy cuenta de que he vuelto a la realidad.” Obra polémica y transgresora sin estridencias, la Felicidad de Todd Solondz supo ser el film del año pasado dentro del mundo independiente del cine estadounidense. Fresco familiar y suburbano de una Norteamérica satisfecha pero vacía, cuando Universal se negó a distribuir Felicidad por su temática, este hecho desnudó los verdaderos límites de la independencia del cine alternativo vendido a las grandes cinematográficas. Nada raro, en particular cuando se piensa que, en su cuidadosa reconstrucción cinematográfica de lo bizarro en el día a día de los suburbios, Felicidad también termina desnudando el límite del cinismo costumbrista dentro del ámbito del cine independiente estadounidense. Suerte de relectura de Hannah y sus hermanas, pero en Nueva Jersey y con personajes sin tanta autoconciencia como para poder hablar y razonar respecto de sus traumas, Felicidad se centra en la historia de tres hermanas: Joy, Helen y Trish. Joy es una fracasada que de tanto buscar lo esencial de la vida ha terminado por no comprenderla. La vanidosa Helen está sola como Joy, pero ella es una escritora de éxito y una amante muy reclamada, que dice vivir en Nueva Jersey “en un estado de ironía”. Trish, mientras tanto, es la única de las tres que ha seguido sin complejos el camino del suburbio: ella se ha casado y tiene su casa, su jardincito, sus hijos y su perro. “Lo tengo todo”, se enorgullece con pasmosa seguridad, sin saber que –efectivamente– lo tiene todo, incluso un marido abusador de menores: el desequilibrado, sufriente pero de apariencia perfectamente normal Bill Mapplewood. Entrecruzando con todo el tiempo del mundo las historias de las hijas con las de sus padres, sus hombres y el mundo que los espera ahí afuera, Solondz se dedica a retratar minuciosamente el patético sinsentido y los deseos atrapados en la tan transitada falsa felicidad de suburbio. Si Tim Burton descubrió otro mundo disfrutable dentro de ese mundo, y John Waters se dedicó a destruirlo sin ninguna piedad y con todo entusiasmo, lo quehace Solondz es apenas retratarlo con fondo de música de ascensor. Cinismo de qualité, Felicidad es una comedia con ritmo de drama y sin risas grabadas, llena de una feroz ironía en permanente conflicto con el desgarrador vacío que todo el tiempo ocupa la pantalla. Además de las tres hermanas, el mundo del detallista film de Solondz está habitado por un patético acosador telefónico que capitula al ser acosado a su vez, por un ruso taxista y ladrón que le exprime todo lo que puede al sueño americano, y por los padres de las chicas, en particular por papá Lenny (interpretado por el formidable y hoy tan indie Ben Gazzara). Y por todo tipo de antifrases de poster. “Crees que sólo soy un gordo barrigón sin nada de onda, pero soy champagne. Vos sos una mierda y lo serás hasta el día que te mueras”, le espeta un formidable y efímero Jon Lovitz a Joy apenas iniciado el film. “Soy un fraude. Si por lo menos hubiera sido violada a los diez años”, se escucha quejarse a la seudopoeta Helen. “Tunnisssiahhh”, articula con voz de cabaret la seductora Mona –que tiene a Lenny entre ceja y ceja– al hablar de Túnez.Mientras tanto, en el centro de la paradoja esencial del film –su conflicto entre la comedia y el drama– descansa Bill Mapplewood, el personaje más indefendible del lote, pero el único en el que Solondz parece encontrar algún tipo de interés más allá de la vivisección irónica. Los aleccionadores diálogos con su hijo, su relación con el pequeño Johnny Grasso (filmado por Solondz como si fuera la mejor Lolita) y su capitulación final a los reclamos de su prohibida obsesión son las claves de un film implacable con toda superficialidad, fascinado por la vocación suicida de papá Lenny. Y atravesado por una sorda insatisfacción encarnada en las obsesivas preguntas sexuales del tan inocente Bill Mapplewood, el único que terminará consiguiendo lo que tanto desea.

 

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