El más tempestuoso
estreno de la historia del arte ocurrió en París, en el Théâtre des Champs-Elyseés,
el 29 de mayo de 1913. Tuvo muchos protagonistas, pero nada hubiera sido posible sin la
unión, sin la complementación, de dos geniales artistas y un empresario obstinado y,
también, genial. El empresario es Serge Diaghilev, un ruso que había nacido en 1872, que
estaba al frente de los Ballets Russes y buscaba una música nueva para llevar por el
mundo, o tal vez por lo que en 1913 él creía y sabía que el mundo era: el mundo era
París. Los dos geniales artistas son un músico y un bailarín y coreógrafo. El músico
es Igor Stravinsky, que había nacido en San Petersburgo en 1882, que había estudiado
leyes bajo el imperativo de sus padres, que los había mandado al diablo cuando consiguió
el amparo de Diaghilev y Rimsky-Korsakov y que, antes de esa noche de mayo de 1913, había
ya compuesto dos grandes obras: El pájaro de fuego, en 1910, y Petrushka en 1912. El
bailarín y coreógrafo es Vatzlav Nijinsky, que había nacido en 1890, que era la gran
estrella de los Ballets Russes y que esa noche, la de mayo de 1913, no bailaba porque
exhibía su osadía coreográfica, porque miraba a sus bailarines desde bastidores y
acabaría por gritarles desesperadamente la numeración de los pasos. Pero no nos
adelantemos. Esto, todavía no ha ocurrido.Esa noche, los tres se jugaban la cabeza.
Diaghilev como empresario, Stravinsky como músico, Nijinsky como coreógrafo. Eran
épocas en que un artista se exponía extremadamente porque su arte conmocionaba
conciencias, porque el arte era cuestión de vida o muerte, porque se recibía como algo
fundamental, porque significaba mucho. Conjeturo que estoy escribiendo estas líneas para
preguntarme qué hecho artístico podría generar hoy lo que generó en 1913 el estreno de
La consagración de la Primavera. Conjeturo que decir ninguno sería adelantarme, pero
conjeturo, también, que no hay lector que no haya dicho ya ninguno no bien leyó la
formulación de la pregunta. Como sea, será necesario responder por qué. Si es
posible.La obra de Stravinsky tiene cerca de treinta y cinco minutos de duración. (Para
mí, la mejor versión es la que Leonard Bernstein grabó en 1972 en Inglaterra. Que un
norteamericano entregue la mejor grabación de la obra de un ruso tiene, aquí,
coherencia. La consagración... es una obra esencialmente rítmica y Bernstein, desde un
fascinante costado jazzístico, entrega una lectura electrizante. (De todas formas, no me
crean. No soy Diego Fischerman ni Monjeau; ellos saben en serio estas cosas.) Esa noche,
en el Théâtre des Champs-Elyseés, parecía estar en juego el futuro de la música. Para
algunos, si Stravinsky imponía sus disonancias y sus ritmos alterados ese futuro sería
barbárico. Para otros, era un paso necesario, irrefutable. También estaba en juego el
destino de la danza: Nijinsky presentaría una coreografía inusitada, tramada con pasos
extraños, nada que ver con la tradición clásica, con esas sílfides de Chopin, con esos
cisnes de Chaicovsky y Saint-Saëns. Quien, lo veremos, habrá de ser uno de los
protagonistas de nuestra, digamos, tumultuosa noche.Pierre Monteux, que dirigía la
orquesta, apareció, saludó y sólo se escucharon aplausos tibios. Todos estaban
expectantes. Ya los primeros acordes de La consagración..., aunque serenos, son
disonantes y atrevidos. Todos se dieron cuenta: la cosa venía pesada, tal como se
preveía. No hubo que esperar mucho. La música y la coreografía de Nijinsky se
encargaron de encender los espíritus. Romola Nijinsky (la mujer de Vatzlav) narra:
Creía yo que el público se agitaría mucho, pero nadie había previsto lo que iba
a acontecer. Los primeros compases de la apertura fueron escuchados entre murmullos y,
rápidamente, la asistencia empezó a conducirse no como se podía esperar del público
siempre tan digno de París. Ocurre que la obra no se había escrito para el
público siempre tan digno de París. La consagración..., por decirlo de algún
modo, esdevastadoramente sonora, estalla una y otra vez. No necesita amplificadores ni
toda la parafernalia que utiliza el rock para hacerse sentir. Es música, es poderosa.
Quiero decir, es aún más potente que el ruido, esa modalidad que pongamos: en un
95% tiene lo que hoy algunos llaman música. Stravinsky y Nijinsky arrasaron la
calma del público. Volvieron loco al auditorio. Narra Romola Nijinsky: La
agitación y los gritos llegaron a su paroxismo. La gente silbaba, insultaba a los
bailarines y al compositor, entre gritos y carcajadas. Monteux lanzaba desesperadas
miradas a Diaghilev, el cual, sentado al lado de Astruc, el encargado del teatro, le
hacía signos para que continuara tocando. Astruc, en medio de tan tremendo escándalo,
dio orden de que encendieran las luces. Una dama magníficamente vestida se irguió en su
palco de platea y asestó una sonora bofetada al joven del palco vecino. Su séquito se
levantó precipitadamente, cambiándose tarjetas. Aquel incidente fue seguido de un lance
de honor. Otra dama de la alta sociedad escupió en la cara a uno de los que protestaban.
La princesa de P. abandonó su palco declarando: Tengo sesenta años y por primera
vez en mi vida alguien se ha atrevido a burlarse de mí. En el mismo instante,
Diaghilev se levantó, lívido, y gritó: Por favor, dejen acabar el
espectáculo. Pero el gran gesto desdeñoso aún estaba por ocurrir: Camille
Saint-Saëns, que tenía setenta y ocho años, que era el patriarca de la música
parisina, el compositor de Sansón y Dalila y El carnaval de los animales, se levantó
y... se fue. Sin más, se fue. Su espalda era la espalda del establishment musical al
joven Stravinsky. Nijinsky, entre tanto, desde bastidores, desesperado, gritaba a los
bailarines: ¡Ras, dwa, tri (Uno, dos tres). Los bailarines
bailaban su marcación más que la música. La música, sencillamente, no podían
escucharla. Pero todo termina y también terminó esa noche. Muchos dijeron a Stravinsky
que su música perduraría. Diaghilev (según un descarnado testimonio posterior de
Stravinsky) parece haber dicho lo que diría un empresario de hoy: Mejor así. Todo
esto es buena propaganda. Y Nijinsky tendría la peor suerte de todos ellos porque
su horizonte era la locura.¿Qué hecho artístico nos llevaría hoy a batirnos a duelo?
¿Dónde está la pasión, dónde las polémicas, dónde las estéticas enfrentadas? No
están ni Diaghilev, ni Stravinsky ni Nijinsky. Esa noche fue inolvidable, marcó un hito
porque fue la noche en que se estrenó La consagración de la Primavera, una de las
cumbres de la historia de la música. Sin embargo, sin pedir tanto, sin pedir que la
pasión y las polémicas sean despertadas por una obra destinada a la eternidad, la
cuestión es el silencio, la nada. ¿Qué discutimos hoy? ¿El Dogma 95? Puede ser. Pero
apenas. ¿Qué libro, qué obra musical, qué film podría llevarnos a la desmesura de
jugarnos enteros por su causa? ¿Dónde está lo nuevo? ¿Tiene el arte algo nuevo para
decirnos o todo ha sido dicho y sólo resta el ruido, la estridencia sin contenidos,
el alboroto mediático? Tal vez la evocación, no melancólica ni quejosa, de la agitada
noche de mayo de 1913 sirva para despertar lo que no está muerto, sino dormido o
ensordecido, sofocado por la hojarasca de estos tiempos que es inacabable. Como sea, ahí
está La consagración... Siempre podemos escucharla y pensar que lo consagrado no
debería ser, como es, la nada, el vacío, la gratuidad, sino la pasión por el arte y sus
formas, el riesgo, las polémicas, las ideas. Sentir que lo nuevo aunque no parezca,
ya que todo, absolutamente todo parece resuelto y cerrado todavía es posible.
Desear, razonablemente, que uno de estos días, a partir de las siete de la tarde, un
escritor presente su novela en el ICI y todos, por variados y complejos motivos, se
agarren, de una vez por todas, a las piñas.
|