OPINION
Bananas y bananitas
Por J. M. Pasquini Durán |
Cada
semana hay nuevos elementos para el rompecabezas nacional. La trama viciosa expone
fragmentos, algunos viejos, como los casinos ilegales, y otros más recientes, como las
coimas cobradas por el desguace del Estado, eslabonados por ristras de complicidades y
encubrimientos que cuelgan del tejido institucional en diversas direcciones. Los hallazgos
y las revelaciones, aunque provoquen asco, pueden ser de buen augurio, siempre y cuando
sean algo más que destellos, luces de relámpagos en la noche oscura (nunca más
obscura). En el destape, uno de los mayores riesgos consiste en conformarse con la pura
apariencia, cuando en realidad podría tratarse de cambios de guardia, reemplazo de piezas
gastadas, disputas entre bandoleros por el botín o por
el vuelto.Después de la tragedia de Aeroparque, la semana pasada, el gobierno nacional
aprovechó para reivindicar el negocio de la aeroísla, un proyecto piloteado por Alvaro
Alsogaray que nunca consiguió pista. Esta semana, con la aparición pública de cuatro
casinos ilegales, tres a la vista de la Casa Rosada y uno al costado del Congreso
nacional, los funcionarios, incluido el gobernador bonaerense, podrán recordar sus
iniciativas, también frustradas hasta ahora, de legalizar casas de juego, de propiedad
privada con inversores extranjeros, para terminar con esta veta de la corrupción
estructural. El bando de los legales se encargaría de liquidar a la competencia
ilegal, imaginan, mediante el simple trámite de acabar con el monopolio estatal sobre
loterías y casinos. Algo semejante, quizá, pensó el flamante ministro de Justicia de
Buenos Aires, Osvaldo Lorenzo, cuando nombró en vano al penalista Héctor Lufrano para la
Secretaría de Seguridad, sin tomar en cuenta el valor negativo de la designación debido
a la repulsa que provocó apenas su supo que el designado era, hasta dos días antes,
abogado de un famoso ladrón. Errar es humano, invocó Lorenzo, aunque la
frase remanida sirvió de escaso consuelo para su jefe, el Gobernador, que pisó esa
cáscara de banana en plena campaña electoral. La política y el delito sólo pueden
llevarse bien en la ilegalidad, donde conviven ñoquis, fondos negros, sobornos y
protectorados.Durante la primera mitad de esta década, el discurso contra la corrupción
pudo sonar como la mera algarabía de minorías trashumantes de la izquierda que
pretendían reemplazar la política por la moralidad, como sacerdotes de una religión
desquiciada. Fue campana de palo para la mayoría electoral de la reelección presidencial
en 1995, pero ya en 1997 había erigido una novedad política, el Frente Grande, y el
ministro Domingo Cavallo, fiel escudero hasta entonces de este mismo gobierno, empleaba
horas en todos los escenarios posibles para descubrir que las mafias ocupaban nichos del
poder. Hasta Gustavo Beliz, otrora niño dorado del menemismo, hizo carrera política
después de comparar la carroza oficial con un nido de víboras.Hoy en día, el mismo
discurso es lugar común y patrimonio de todos, no importan los antecedentes ni el sentido
de oportunidad de los denunciantes. En la nómina de los escrachados hay hombres y mujeres
de los tres poderes de la república, de los tres niveles del Estado (nacional, provincial
y municipal) y de varias fuerzas políticas. En el recuento no es poco decir, aunque
sobrevive la sensación generalizada de tener solo la punta del ovillo. En el imaginario
colectivo hay más para arriba y para abajo y escasean los pares privados de tantos
agentes públicos corrompidos. Faltan, sobre todo, castigos ejemplares suficientes en
todas las puntas de los negocios perversos. Llegarán, así como va llegando la punición
a los jerarcas del terrorismo de Estado. La prisión de Videla, Massera, Pinochet y otros
pocos, es la representación simbólica, pero cierta, de ese anhelo de verdad y justicia.
Mientras tanto, las sospechas y las certezas insatisfechas seguirán infectando la salud
institucional del país. No hay gesto ni proyecto del gobierno que no se empañe con ese
mal aliento. Así sucede con la irrestricta defensa del asilo para el paraguayo Lino
Oviedo, que más de uno vincula con amistades trenzadas a la sombra de Yaciretá, ese
emprendimiento que fue definido alguna vez como el monumento a la corrupción.
Desde ya, es notable que para el gobierno el principio de la territorialidad jurídica sea
palabra santa cuando se trata de Pinochet en Londres y motivo de desdén cuando se trata
de otro amigo en Buenos Aires, ambos acusados por crímenes comunes, entre otros.Sin
descartar nada, hay que cuidarse de la fácil tentación de reducir todo a la escala de
los negocios, privados o públicos, legales o ilegales, como suelen hacer los
devotos de la sociedad de mercado. Las políticas públicas son condimentos infaltables,
casi siempre. La despreocupación con que maneja el gobierno los intereses del país y de
la integración en el Mercosur tiene raíces en la evolución económica, en los negocios
y también en las ideas. ¿Cómo imaginar la defensa gubernamental de la empresa nacional
cuando los datos indican que el modelo oficial contribuyó a transnacionalizar
siete de cada diez industrias argentinas? En la actualidad, más de la mitad del Producto
Bruto Interno (PBI) es producido por corporaciones transnacionales, que remesan utilidades
a sus casas centrales en el exterior y definen sus estrategias sin compromisos mayores con
el destino argentino. Son esos núcleos los que hoy presionan con energía para conseguir
compromisos de futuro sobre lo que llaman flexibilización laboral, que
incluye la anulación completa del régimen de indemnizaciones por despido y de la
negociación única del convenio colectivo de trabajo y que se refieren al gasto público
sin ninguna coparticipación federal, de modo que cada trabajador y cada provincia queden
librados a su suerte, desconectados del conjunto. La desintegración de la comunidad, por
la impunidad del delito o por la injusticia social, actúa como un disolvente de la
convivencia y genera violencia de unos contra otros. La banda de bananitas
ocupó esta semana un lugar destacado en la crónica policial por la adolescencia de sus
miembros, el calibre de las armas exhibidas, el trato con los rehenes y las relaciones con
sus madres. En el episodio hubo mucho más que esas características, frecuentes hoy en
otros casos similares. Fue llamativo el argumento con que justificaron sus actos, al
calificarlos como recurso extremo contra la miseria. Esa razón de la violencia delictiva
ha perdido la razón esencial de la vida en común entre desiguales y ya rompió los
vínculos entre honestidad y supervivencia. Aún así, puede ser un mensaje justificatorio
y además tentador, por lo comprensible, para otros desesperados, sobre todo
en capas de jóvenes sin sentido de la vida ni sueños redentores. La falla sustancial,
sin embargo, no radica en la discusión sobre la moralidad de las acciones, sino en su
incapacidad para modificar la realidad que los oprime. El derecho es necesario para los
débiles, por eso cuando desaparece se benefician los más fuertes. En esas condiciones,
¿qué otra ilusión podría tener un bananita sino convertirse en otro
banana que roba con los guantes puestos, cuyas riquezas son tan mal habidas
como los magros botines del asalto peatonal o domiciliario? No hay manera de afrontar el
desafío de cada eslabón desde el que llenó las alforjas con la obra pública o la
privatización salvaje hasta estos muchachos que matan o mueren por un par de zapatillas
de marca, sin pensar en toda la cadena, sin relacionar unos con otros, hasta
comprender que el verdadero reto no es un problema de seguridad en las calles o de
confianza de los inversores. Está en la capacidad para construir la autoridad política
que pueda organizar una base solidaria amplia, neutralizar las presiones facciosas de
intereses particulares sintenerle miedo al conflicto social en libertad, convencer a las
mayorías de un proyecto compartido y defenderlo con honestidad y decisión. Es mucho más
que un acuerdo social de circunstancias y menos que una revolución. Es la organización
de una sociedad a escala humana, sin bananas que prohíjan
bananitas. No es fácil, pero debería ser inevitable. |
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