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Por Diego Fischerman Algunos dicen que la tristeza por la muerte de su esposa, hace dos años, fue demasiada. Otros, que el mundo ya no era para él. Alfredo Kraus, sobreviviente hasta ayer de una dinastía casi extinguida, murió en Madrid a los 71 años. Tenía cáncer y estaba prácticamente retirado, aunque a principios del año pasado hizo una breve reaparición en público y el Teatro Colón lo había programado para representar, el próximo noviembre, al juvenil protagonista de Lucia di Lammermoor, de Donizetti. Kraus ya casi no cantaba y hacía tiempo que no era contratado para ningún papel protagónico en los teatros de importancia. Pero había conseguido algo virtualmente imposible en el universo del espectáculo operístico. Su voz, hasta último momento, había conservado una frescura y una pureza de línea únicas. La razón fue una paradoja. Su estética firmemente conservadora lo defendió de los usos y costumbres del mercado y terminó convirtiéndolo en un rebelde. Kraus no cantaba lo que querían los teatros (ni los títulos ni la cantidad) ni la industria discográfica, sino lo que a él le parecía que debía cantar. De hecho, es uno de los grandes tenores del siglo del que menos grabaciones existen. Purista, reacio a los conciertos masivos e incluso a los recitales de arias, su carrera se construyó exclusivamente con óperas y, dentro de ellas, particularmente las asimilables a la estética del bel canto o al romanticismo francés. Donizetti, Gounod, los papeles más líricos de Verdi y Massenet fueron sus preferidos. Pero, sobre ellos, lo que primaba en sus elecciones era una idea acerca de la voz humana. Y una idea acerca del repertorio que, según él, la cuidaba o la maltrataba. Frente a una industria voraz, en la que cantar muchas obras de muchos estilos diferentes, muchas veces y en muchos lugares pasó a ser un bien preciado, Kraus se mantuvo firme en los pocos títulos que eran su especialidad y que disfrutaba. Anacrónico en muchos aspectos, esta especie de caballero aristocrático del canto terminó enfrentándose solo y sin armadura a monstruos de las dimensiones de la Sociedad Comercial Pavarotti y Compañía. Su oposición, en 1992, a la aparición de los tres Tenores en el Mundial de Fútbol del 90 lo hizo quedar frente a cierta opinión pública como un resentido. Los argumentos de Kraus eran otros, que nada tenían que ver con exclusión: Yo no vendo mi imagen había dicho. Vendo mi arte. Por eso tampoco vendo mi cara para hacer payasadas en la televisión. No obstante, dos de las megaestrellas hicieron con él las paces y lo llamaron para darle el pésame luego de la muerte de Rosa, su mujer.Nacido en Las Palmas de Gran Canaria el 24 de noviembre de 1927, su debut fue en 1956 con Rigoletto, en El Cairo. Pero el gran salto lo dio dos años después, en Lisboa y gracias al espaldarazo de Maria Callas. El hombre que pensaba que el canto es una ciencia exacta, había decidido, a pesar de su enfermedad, volver a actuar en público. Si no lo logro, me dedicaré a enseñar, había dicho. El cáncer no le dio tiempo.
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