Por Eduardo Fabregat Hay una sola manera de tener
66 años y electrizar un escenario como pocos. Una sola manera de dirigir a una big band
de 25 personas con sólo algunos gestos como casuales, tener en la punta de los dedos un
invisible control remoto que dispara alucinadas dosis de funk, soul, rhythm and blues,
gospel, jazz, blues y todo derivado que pueda imaginarse. Un único modo de incluir en ese
mismo show a una cantante platino de Las Vegas y un mago de trucos archisabidos
disfrazando el ridículo de elegancia. Hay una sola manera de reinar en el riquísimo
panorama de la música afroamericana de la última mitad del siglo XX: llevando el nombre
de James Brown. Y el título de Padrino del soul. Hay tipos que justifican el lugar de
común de la leyenda viviente, pero James Brown no es uno de esos: más bien, el moreno de
South Carolina parece ser la persona en que se pensó a la hora de acuñar el término. En
su segunda visita a la Argentina, el padrino volvió a dar lecciones, al frente de una
banda que incluía (lápiz y papel) tres bajistas, dos guitarristas, dos tecladistas, un
percusionista, dos saxofonistas, un trompetista, cinco coristas (The Bittersweets), tres
bailarinas, otros dos cantantes y un par de presentadores, portadores de capas
relumbrantes y arengadores. Al frente de esa parafernalia musical, Brown baila con sus
célebres pasitos arrastrados, hace acrobacias con el pie de micrófono, suda, dirige,
arenga y pone a prueba a sus músicos. No puede decirse formalmente que cante, porque su
garganta muestra las señales del tiempo transcurrido. Pero a cambio hay muchos de sus
gritos, gemidos y aullidos de guerra, y qué importa al cabo que no se dedique a la
melodía si tiene todo, pero todo el soul en las venas. La estructura del show, ante un
Luna poblado de gente fervorosa, guardó relación con el estilo Las Vegas: el viernes,
luego de una ajustadísima performance de Willy Crook & The Funky Torinos, una
sección de la banda comandada por el Soul General abrió a las 22.50 con una
serie de fragmentos musicales a cual más preciso y caliente. Cinco minutos después
ingresó Tammy Ray, directo de Nevada con un vestido largo azul eléctrico, y el clásico
I Cant Turn You Loose. Recién a las 23.10, cuando ya el grupo había
preparado el ambiente, Mr. Dinamita hizo un ingreso triunfal y empezó a
pasear por el escenario a uno de los saxofonistas (tan grande, que en sus
manos el instrumento parecía un juguete) usando su micrófono de correa. La
leyenda de Brown incluye la certeza de que suele multar a los músicos que pegan un
manazo, y el viernes pudo ser comprobado por partida doble: primero, por la increíble
ductilidad de su banda, capaz de lanzarse en velocidad en un segundo y frenarse en una
baldosa; segundo, por la mirada fulminante que Brown le dedicó a uno de los guitarristas
cuando quedó sonando en falso, nada menos que en la demoledora lectura de Soul
man. Pero eso al menos sirvió para comprobar que los músicos de Brown son
humanos..., que en buena parte del espectáculo no lo parecen. James, canchero, ganador,
dueño de un carisma tan notable como su blanquísima sonrisa, se pasea por el escenario
con la sapiencia del viejo zorro. La lista incluye un par de temas de Im Back, su
disco más reciente, como Cant Stand It. Pero los estallidos más
potentes se producen cuando la leyenda hace uso de su propio libro, e invita a sumarse a
la hoguera con Its a Mans Mans Mans world (con una
bailarina clásica de técnica algo discutible), Get up I Feel Like
Being a Sex Machine revitalizado el año pasado a través del célebre aviso
de un automóvil o el indestructible I Got You (I Feel Good). A esa
altura, el encantamiento del soul ha hecho largo efecto, y ver a semejante maquinaria del
ritmo, liderada por ese duende de pelo batido y con un vestuario completamente rojo
infernal, explica por que la pacata sociedad estadounidense de los 50 señalara a
Brown como el portador de la músicadel demonio. Sólo que este demonio se aleja bastante
de la concepción bíblica. Así, casi como no podía ser de otra manera, el Padrino del
Soul, uno de los músicos más influyentes de la música contemporánea y, lejos, el
más sampleado por los jóvenes inquietos, volvió a Buenos Aires para llenar los
sentidos de un público que respondió sin reservas y al final, vencido, abandonó
definitivamente los asientos. Demasiado virtuosismo bien encarado, demasiada voz femenina
de perfecta afinación, demasiada pirueta del infartante trío de bailarinas como para no
salir con la seguridad de haber vivido un festín. Demasiado cool como para no darle la
derecha a los lugares comunes sobre las leyendas vivientes. Demasiado James Brown.
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