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Por Hilda Cabrera Algunos vanguardistas teatrales de la década del 70 descubrieron que el movimiento lento, utilizado sabiamente en la escena, podía dar resultados interesantes al multiplicar aún más las miradas sobre un arte que se caracteriza por la posibilidad de concentrar en forma simultánea una gran variedad de enfoques (no es la mirada única del cine, la cámara del realizador). Murx. Una velada patriótica toma elementos de aquellos experimentos, imprimiéndoles identidad. En realidad, más que un teatro que apela a la lentitud, cuando no a la inmovilidad, el montaje del suizo Cristoph Marthaler es recreación de una pausa, de un imprevisto entreacto de la historia germana, y de la conexión de ésta con el devenir europeo. Esto es lo que sugiere en principio el título, y la significación de la palabra Murx, término del slang que podría traducirse como estrangular, y que al parecer proviene de unos viejos versos: Murx den Europäer! Murx Ihn! Murx Inh! Murx Ihn Ab! (¡Estrangula al europeo! ¡Estrangúlalo! ¡Estrangúlalo ya!). En esta velada patriótica se recurre además a símbolos que enlazan de alguna manera con la historia. Estos son cómicos o dramáticos: trozos de mampostería que caen sin que a nadie le importe, papeles que cada uno de los personajes deposita disciplinadamente sobre una mesa y son poco después barridos por el viento de unos ventiladores, y cantos que surgen de una caldera, un infierno doméstico alimentado por un fogonero sui generis, puesto que es también músico. La pregunta que surge es qué pudo haber sucedido antes de este presente inmóvil. La respuesta corre por cuenta del espectador. Marthaler nada dice sobre esto: simplemente, muestra a once personajes, hombres y mujeres, sentados ante sus mesas en una desangelada sala, solitarios y aturdidos, contagiados de tanto en tanto de un raro entusiasmo. Son los momentos en que corean himnos, viejas canciones sentimentales y melodías de éxito. Cuando se desplazan lo hacen mecánicamente, respondiendo a una voluntad que no parece ser la propia. Expresan sus pensamientos de manera abrupta, en voz alta o con un gesto significativo. Conforman un grupo de excluidos, de gente defraudada. Alguien dice de pronto cosas horrorosas, sin inmutarse, y otro muestra impúdicamente sus defectos físicos, sus carencias. Son fracasados o tontos, gente deshecha y perdida.La desoladora imagen que producen es el reverso del slogan impreso sobre la pared que hace de fondo del escenario. Allí, junto a un reloj de agujas inmóviles, se lee: Para que el tiempo no se detenga. Aunque para la sociedad el tiempo sea oro, estos desahuciados ni se enteran, parece decir Marthaler, autor de la obra, su director y músico. Este artista, que divide su actividad entre la Volksbühne de Berlín y la Schauspielhaus de Hamburgo, demuestra un humor pertinaz, incisivo y clownesco (como en las malévolas zancadillas que le tiende una joven al grandote que quiere volar), capaz, junto al dramaturgista Mathias Lilienthal (alemán delEste), de practicarle un fiero corte a la historia y dejarle al espectador la tarea de recomponerla, si es que lo desea. Estrenada en 1992 en la Volksbühne, Murx..., aunque algo reiterativa en sus 130 minutos de duración, sobresalió por la excelencia de los intérpretes, la riqueza expresiva lograda en la conjunción música-teatro, y el visceral enlace de la realidad cotidiana con los fantasmas de la historia. Los silencios de Murx... indican que no se puede eludir el pasado, fingir que no existe, ni dejar de preguntarse quién o quiénes se sirven de la muerte.
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