El País
de Madrid
Por Luis Matías López
Desde Moscú
A
Irina Kuznetsova, de unos 35 años, la salvó, como a los suyos, que pasó el fin de
semana en su dacha de los alrededores de Moscú. Una vecina y amiga está también viva
porque se encontraba trabajando a las cinco de la madrugada de ayer, cuando el mundo se
vino abajo en el número 6 de la calle Kashira, al sur de la ciudad. Pero su marido y su
hijo dormían. Hoy están muertos. El terrorismo volvió a golpear ayer a la capital rusa.
Una bomba convirtió un edificio de ocho pisos y más de 60 viviendas en escombros que
sepultaban a decenas de personas. Al caer la noche se habían recuperado más de 50
cadáveres y se calculaban más de 100 muertos. El atentado de ayer despejó las escasas
dudas de que también lo fuese la explosión que, la medianoche del pasado miércoles, se
cobró 94 vidas en el número 19 de la calle Gurianov. El mismo olor a pólvora y azufre.
Los mismos restos de ciclonita. El mismo efecto devastador, que recuerda la destrucción,
el día 4, de un edificio de viviendas de militares rusos en la localidad daguestana de
Buinaksk (más de 70 muertos). No hay pruebas definitivas, y tanto el gobierno checheno
como el jefe guerrillero Shamil Basayev dicen que no tienen nada que ver con esta
barbarie, pero la hipótesis de que se sufre la revancha de los enemigos caucásicos de
Rusia se ha convertido para los líderes políticos en artículo de fe. El principal
sospechoso, del que se ha facilitado un identikit, es un individuo de unos 30 años que
utilizaba un pasaporte a nombre de Mujit Laipanov, ciudadano de la república caucásica
rusa de Karachai-Cherkasia (en plena turbulencia) que murió en febrero a causa de un
accidente de automóvil. Al parecer, el sospechoso alquiló los dos locales en los que se
produjeron las explosiones que han causado las dos últimas matanzas. Desde hace meses, se
especulaba con que el presidente Boris Yeltsin podría aprovechar una crisis en el
Cáucaso para proclamar el estado de emergencia, suspender el proceso electoral y
mantenerse indefinidamente en el poder. Sin embargo, al menos de momento, no irá tan
lejos. Ayer, tras reunirse con el alcalde de Moscú, Yuri Luzhkov, y con colaboradores
clave como el ministro del Interior y el jefe del Servicio Federal de Seguridad (FSB),
afirmó que nada de cuanto se haga para combatir la oleada de atentados se saldrá de los
márgenes que fija le ley. El terrorismo ha declarado la guerra al pueblo de
Rusia, aseguró en un mensaje televisado a la nación. Es una amenaza que no
tiene cara, ni nacionalidad, ni religión. Para combatirla, añadió, no basta
con el esfuerzo de la policía y los servicios especiales, sino que es necesaria
la unidad de todas las fuerzas de la sociedad. El primer ministro, Vladimir
Putin, que viajó tras la explosión de la pasada semana a Nueva Zelanda para participar
en la cumbre de la APEC (de países de Asia y el Pacífico) adelantó ayer su regreso tras
el nuevo atentado. Antes de subir a su avión: Es difícil llamar animales a estos
terroristas. Y si lo son, están rabiosos. Putin se había entrevistado con el
presidente norteamericano Bill Clinton, con quien hablaron sobre el terrorista islámico
Osama bin Laden, asociado con los atentados que el año pasado destruyeron las embajadas
estadounidenses en Kenia y Tanzania. Las explosiones de ayer y del pasado miércoles hacen
inútil concentrar el esfuerzo de protección en los objetivos lógicos de las
acciones terroristas: edificios oficiales, cuarteles, e incluso lugares emblemáticos como
el Kremlin o el teatro Bolshoi. El terrorismo a gran escala es un fenómeno casi
desconocido en esta megalópolis de 30.000 edificios. Lograr que se desvanezca el peligro
de un nuevo atentado roza la utopía. Porque las bombas pueden estar en viviendas, o en
cualquier sitio.
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