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Por Sandra Russo Estaba todo dispuesto para que Sorpresa y 1/2 deslumbrara nuevamente con su despliegue de producción y sus golpes de efecto. La 9 de Julio con el tránsito cortado y alfombrada de verde, dos equipos completos de amigos que habían jugado al fútbol hace veinte años reunidos y esperando en una suerte de manga improvisada con sus viejas pero relucientes camisetas, Julián Weich trasladado de apuro al móvil y listo para sorprender él en persona a Falucho, el protagonista del sueño que no fue, en la víspera de su cumpleaños número 50. Una cámara mostraba el espectáculo de la 9 de Julio mientras otra permitía ver a Falucho charlando con su jefe en un hotel de esa misma cuadra, sin saber lo que vendría. Pero el público ya conocía a Falucho: con la sempiterna excusa de un video sobre cualquier cosa, el hombre había desgranado sus recuerdos intactos y su afecto intocado por aquellos compañeros de juventud con los que había compartido sus mejores años, sus andanzas más intrépidas, sus éxitos más concretos que, mostraba Falucho a la cámara, se traducían en trofeos y trofeítos a los que él sigue profesando un amor incalculable. Pero cuando Weich entró en el hotel, hablando por un celular y farfullando cualquier cosa, cuando el público preparaba pañuelos y era inminente la sorpresa de tamaña gesta preparada en su honor y era visible aun antes de que ocurriera la emoción desbordante y paralizante de Falucho, Falucho se dio cuenta de todo y salió corriendo. Corrió y corrió y fue corrido por Weich, pero corrió más rápido, alcanzó a gritar no quiero, y desapareció. Weich, ese yerno ideal hasta para las madres de varones, manejó la situación con toda la soltura de la que fue capaz, que nunca es poca. En un rapto de sentido común y de delicadeza virtudes que hacen de él el conductor a medida de un programa que, manejado sin tino, podría ser un festival de golpes bajos, Weich admitió que tal vez lo que Falucho sospechó es que la emoción que se venía le hubiese resultado insoportable, admitió también que el sueño había fracasado, que el final del programa era distinto de todo lo que habían imaginado, y que no sabía muy bien qué decir.Para hacer realidad las sorpresas de Sorpresa y 1/2, el programa cuenta cada domingo al menos una historia interesante. Dejando de lado los sueños que consisten en conocer a la estrella favorita, que suele ser alguna del 13, los demás anclan en desajustes de la vida o en ilusiones que no están al alcance de la mano. Pero casi siempre, a veces más invisible que otras, aparece la negociación entre cumplir el propio sueño y convertir la propia emoción en televisable. Si hay algo personal y privado, es eso a lo que se le llama sueño: esa utopía biográfica que por definición está instalada más allá de lo posible. Lo que gesta el programa del 13, sin escatimar recursos ni creatividad, es un equivalente a ese sueño original, algo muy parecido, pero con cámaras y millones de testigos de lo que la concreción del sueño provoca en cada sorprendido. Hay exclamaciones, lágrimas, abrazos, latiguillos no lo puedo creer, esto no me puede estar pasando a mí, risas y congojas de variada intensidad, y nada de eso, una vez que transcurre en el interior de la trama elegida por la producción del programa, es del todo inocente, porque ya no es personal ni privado, sino un hecho mediático. No cualquiera tiene un sueño, pero son muchos menos los que tienen sueños televisables y menos aun los que están en condiciones de aceptar esas reglas del juego.Acaso la emoción de Falucho, ese amor íntimo y del alma que siente por sus antiguos compañeros de la cancha, haya sido una de las más auténticas y preciosas sorpresas con las que dio el programa. Si la televisión pudiera bancarse sus propias paradojas, Weich no tendría que atribularse. Se podría decir del desconcertante final del último domingo que en esa inagotable lista de soñadores, apareció uno que optó por reservarse susueño su historia, sus recuerdos para sí. Una cosa es la tele, y otra cosa es lo humano.
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