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Por Martín Pérez Aunque para su estreno local lo hayan rebautizado Prisionero del peligro, una rigurosa traducción título original de este celebrado quinto film como realizador del prestigioso guionista David Mamet sería La prisionera española, un enigmático nombre que remite a una información revelada al promediar su metraje. Según este dato, La Prisionera Española sería el nombre de la estafa más vieja que existe. En ella, un supuesto noble español se acerca al adinerado incauto presentándose como un millonario en el exilio que ha logrado escapar de su país, pero dejando allá su fortuna y su hermana. Al tiempo que muestra un retrato de ella, el hombre pide ayuda monetaria para rescatar ambas cosas. Ayuda que, por supuesto, será debidamente recompensada. Es un truco que generalmente funciona, porque juega con la vanidad y la avaricia, precisa el agente secreto que explica la estratagema, revelando en su presentación el tema también del film de Mamet. Vanidad y avaricia, paranoia y dinero, todas cuestiones que comienzan para Joe Ross (Campbell Scott) a partir del McGuffin término inventado por Hitchcock para denominar aquello que no es necesario revelar, pero debe ser lo suficientemente intrigante como para motorizar una trama más vacío de todos. Orgulloso inventor de un proceso para controlar el mercado global (sic), Ross comienza el film en un resort de la Isla de San Esteban, donde ha sido invitado por su empresa para acariciar su ego de inventor, fumando cigarros cubanos y agregándoles sombrillas de plástico a sus tragos. Claro que eso no le alcanza a Ross, que pese a su logro es apenas un simple empleado, y comienza a sospechar que no le darán por la buenas la parte que le corresponde de semejante invento. En particular por las evasivas en las que su jefe (Ben Gazzara) lo enreda cada vez que pretende hablar del asunto.Acosado (y adulado) por una secretaria que lo venera, Ross se topa casualmente en el resort con un millonario que alimenta sus dudas. Siempre hay que hacer negocios suponiendo que a uno lo van a estafar, le cuenta. De esta manera, uno esta preparado para lo peor. Y, en el caso contrario, uno se encuentra con una grata sorpresa. Jimmy Dell -encarnado por un apropiado Steve Martin también le advierte que, según su experiencia, nadie quiere pagar cuando llega el momento. Y su experiencia parece ser mucha, a juzgar por su seguridad y su generosidad. Por eso, antes de regresar de su viaje, Ross intercambia tarjetas con él, e incluso arregla una cena a la que se sumará la hermana de Dell. Desconfía de cualquier empresa que requiera nuevas ropas, le advierte sin embargo su amigo George Lang, una máquina de decir frases astutas y tomar martinis. Vanidoso y ambicioso en su humildad de empleado que, según la secretaria, está en busca de cosas mejores y más grandes, Dell se encaminará lentamente hacia su destino, guiado con precisión de la mismamanera en que Mamet recurriendo a las mismas debilidades pretende llevar al público por el mismo camino. Después de todo, como apunta Dell, es fácil presumir ante los amigos abriendo una cuenta en Suiza. Porque, aun cuando esté vacía, las leyes de Ginebra impiden dar a conocer los saldos, por lo que todas las cuentas y por lo tanto todos los hombres son iguales ante aquella ley. Armado como una puntillosa obra de teatro preparada tanto para el espectador como para Joe Ross, cabe señalar que Prisionero del peligro es a su vez, y pese a todos sus reparos, un film vanidoso y ambicioso que requiere ponerse de ese lado del mostrador para poder disfrutar de todos sus trucos. Pensada a la manera de Hitchcock, la maestría de su construcción se ve opacada por un cierto desprecio por el espectador más generoso y entregado, ese que nunca olvidaba Hitchcock al enhebrar incluso sus tramas más rebuscadas y cretinas. Con el ojo puesto en paranoias y, especialmente, en esas grandes y vacías cosas que siempre están en la mira de las cámaras de los turistas japoneses, el film de Mamet bien podría ser un estudio sobre el noble salvaje educado bajo la tutela moral del Hollywood más clásico.Ese que le cede el asiento a las damas aún guarda su cuchillo de explorador y sueña con la posición social que cree merecer; un hombre que vive en un mundo que a veces pareciera sólo existir en la pantalla, y que como bien demuestra Mamet incluso ni siquiera eso. Y que sólo parece existir para (y sobrevivir gracias a) la veneración de sus admiradores incondicionales, como lo son sin dudas esos japoneses que no dejan de sacarle fotos a sus recuerdos de un mundo en el que nunca vivieron.
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