Por Luciano Monteagudo Desde Toronto El centro y la periferia
están en juego en varios de los mejores films que tiene este año el Festival de Toronto,
empezando por Mundo grúa, la película de Pablo Trapero, que con la entrañable historia
del Rulo poco a poco se va abriendo camino en la enorme muestra canadiense,
después de su exitoso paso por Venecia. Y la lucha por asirse desesperadamente al centro,
por no ser expulsada a la periferia, es también la de la protagonista de Rosetta, la
magnífica película de los hermanos Luc y Jean-Pierre Dardenne, que obtuvo la Palma de
Oro en último Festival de Cannes y ahora deslumbra con su verdad, con su nobleza a
Toronto. Nada de miserabilismo hay en el film de estos hermanos belgas, desconocidos fuera
de su país hasta que el premio de Cannes los colocó de pronto en el ojo de la tormenta.
Desde la primera toma de la película que comienza con una violencia y una intensidad poco
común, cuando echan a Rosetta de su trabajo y la tienen que sacar por la fuerza entre
varios hombres, el espectador ya sabe que la cámara de los Dardenne nunca la va a
abandonar, que siempre va a estar con ella, a su lado, acompañando a esa chica de 18
años, pase lo que le pase, haga lo que haga.Si, como decía Godard, el travelling
es una cuestión moral, en Rosetta los Dardenne se han impuesto como un imperativo
categórico ver el mundo solamente con los ojos de Rosetta: con rabia, con impotencia,
pero también con una obstinación que no sabe de flaquezas ni desmayos. Rosetta camina
siempre a marcha forzada, furiosa, con la cabeza gacha como un animal a punto de embestir.
Ella sólo quiere trabajar, llevar una vida normal, aunque ni siquiera sepa
demasiado bien qué significa eso. Sólo sabe, en todo caso, que siempre la expulsan, una
y otra vez, que siempre tiene que volver todas las tardes, con los puños cerrados a la
periferia, a uno de esos campings para desterrados que en la organizada sociedad europea
funcionan a la manera de villas miseria.Ese movimiento constante de atracción y
expulsión sobre el cual va creciendo dramáticamente la película le exige al espectador
un estado casi atlético, lo compromete también a él a acompañar a Rosetta (la
maravillosa Emilie Dequenne, ganadora del premio a la mejor actriz en Cannes) como quieren
los hermanos Dardenne: siempre a su lado, jadeando, casi sin poder seguirle el paso, casi
sin poder ver nada de lo poco que hay para ver a su alrededor, solamente sintiendo en la
conciencia los golpes cada vez más duros de la realidad.Los hermanos Dardenne no son, por
suerte, los únicos cineastas a los que les duele el mundo. En Toronto también está el
francés Erick Zonca, el realizador de la excelente La vida soñada, que ahora con Le
petit voleur (El ladronzuelo) vuelve a posar su mirada sobre una generación que no parece
tener muchas salidas. Filmada especialmente para la cadena de televisión francoalemana
ARTE (¿cuándo alguna empresa de cable argentina incluirá en su grilla esta señal?), Le
petit voleur es un pequeño gran film, un retrato al paso, de apenas 65 minutos, de un
muchacho tan abandonado como Rosetta. El sí tiene algo que se parece a un trabajo es
aprendiz de panadero, pero siente que todo va demasiado lento, que el futuro es ya, ahora,
y que él no puede esperar. Perdido como un perro callejero, en Marsella encuentra su
núcleo de pertenencia en una banda de mafiosos de barrio, pero no se llega a dar cuenta y
la cámara de Zonca simplemente expone, nunca pontifica de que se trata de seguir viviendo
siempre al margen, en las orillas de un mundo cada vez más ancho y más ajeno.
EL MISMO AMOR, LA MISMA LLUVIA, DE
JUAN JOSE CAMPANELLA
Nos habíamos amado tanto, pero de acá
Por Horacio Bernades
Prefiero un relato clásico y sólido; dejemos que los genios jueguen con las
formas, dice en off el protagonista de El mismo amor, la misma lluvia, en lo que
suena a clara declaración de intenciones por parte de su realizador. Tras una larga
década en Estados Unidos, que incluyó varios trabajos para televisión y dos
largometrajes (The Boy Who Cried Bitch, 1991, y Love Walked In/Ni el tiro del final, 1997,
conocida aquí el año pasado), el debut local de Juan José Campanella resulta ser,
paradójicamente, la primera película argentina que cuenta con distribución
internacional de la Warner Brothers. Aquella declaración de clasicismo admite no un
modelo, sino dos. El más visible es el de la comedia romántica estadounidense, con su
esquema de encuentros y desencuentros de la pareja protagónica, sus réplicas ingeniosas
y coloridos personajes secundarios, todo ello a partir de un guión escrito por el
realizador y su frecuente colaborador Fernando Castets. Pero el hecho de situar la acción
en un marco histórico y político concreto conduce a un modelo bien distinto, el de
cierta commedia dramática alla italiana, con Nos habíamos amado tanto como paradigma.
Quizá sea esa la segunda lectura que el film de Campanella solicita de sus
espectadores y a la que alude en un par de diálogos. Apoyado en las actuaciones de
Ricardo Darín y Soledad Villamil, ambos creíbles y precisos, y en el buen oído de
Campanella/Castets para los diálogos, el film alcanza la naturalidad buscada, rompiendo
así con el tradicional acartonamiento argentino. Entre los secundarios, Alfonso de Grazia
se entrega conmovedoramente a su papel de proscripto, pero otros (Graciela Tenenbaum, como
la amiga graciosa de la protagonista) tiran a un grotesco demasiado transpirado. Desborde
que nunca alcanza a los rubros técnicos (fotografía, música, montaje, encuadres), que
logran mantener la sencillez que el género pide y el clasicismo exige.Donde el film no
logra diferenciarse de prototípicos vicios nacionales es en la pintura de los personajes
femeninos y en aquel viejo mal de la tipificación histórica. Narrada por Jorge (Darín),
que es escritor y se gana la vida publicando cuentos en un semanario amarillista, el dúo
Campanella/Castets parece tener claros los contornos de su figura. Aun al reservarle un
destino de traidor que recuerda al de Gassman en aquel film de Scola y tiñe de amargura
los tramos finales del film. Menos claro resulta el personaje de Laura (Villamil), a quien
Jorge conoce en el papel de actriz, pero cuya verdadera vocación parecería ser la
pintura, aunque empezó y dejó la carrera de contadora y se gana la vida como camarera.
Así como la propensión a las artes plásticas de Laura se devela producto del noviazgo
con un escultor, ella terminará funcionando como apéndice de Jorge, abocada a corregir y
editar sus cuentos no publicados. Su latiguillo (Cuando yo me propongo algo, lo
consigo) queda como un comentario sarcástico de los guionistas, contra quienes
parece luchar Soledad Villamil, que igual se las arregla para ennoblecer a su personaje.
Es en la vinculación de las historias privadas con la Historia grande donde el film no se
muestra a la altura de sus modelos y cae en el lugar común consensual. La guerra de
Malvinas se sintetiza en la imagen de Galtieri a través de una botella de vino, y luego
desfilan el alfonsinismo, el menemismo y los 90, así, en general, significados por la
traición a los ideales y la sobreutilización de celulares. Allí, la palabra naturalismo
se acerca peligrosamente a estereotipo y la película termina oliendo demasiado a Flores
robadas en los jardines de Quilmes.
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