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Por Horacio Cecchi Desde Villa Ramallo Señor, ¿de quién es ese cuerpo? preguntó el chiquito, de menos de 10 años, señalando una de las tres figuras marcadas con tiza sobre la calle. El y cuatro amigos trataban de descifrar en los dibujos la idea que los 11 mil habitantes de Villa Ramallo difícilmente puedan digerir. Los trazos de tiza señalaban los contornos que horas antes habían ocupado los cuerpos del gerente de la sucursal del Banco Nación, Carlos Chávez; del contador de la entidad, Carlos Santillán, y de uno de los asaltantes, en el mismo lugar y en la misma posición en que los había arrojado una inexplicable lluvia de balas policiales. A las cuatro de la mañana de ayer, montados en el Polo verde de Chávez, los tres asaltantes escaparon hacia sus marcas de tiza, arrastrando con ellos al gerente como conductor, al contador como escudo humano, sentado en el asiento delantero sobre las rodillas de Miguel Benedetti, líder de la banda, y a Flora, la esposa de Chávez, en el medio del asiento trasero, entre los otros dos. La fuga llevó unos 20 segundos, pero desde el primero ya tenía su final escrito. En el medio, más de 60 disparos de un ejército de policías impactaron sobre el Polo verde, la mayor parte a la altura de los cuerpos. A 50 metros de iniciada la carrera, el auto perdió el control para terminar encastrado contra un árbol, a una cuadra del banco. Chávez, Santillán y Benedetti murieron en el inexistente tiroteo. La mujer y Carlos Martínez, otro de los delincuentes, resultaron heridos, y Martín René Saldaña, el tercer asaltante, fue detenido, ileso por milagro, pero brevemente.A la una de la madrugada, Villa Ramallo había entrado en una bisagra. Después de la tensa expectativa del día anterior, la liberación de los dos primeros rehenes, Diego Serra y Fernando Vilches, a las 9 de la noche descomprimió la espera. Alrededor de la una el horizonte aparecía despejado: Ricardo Pascualli, jefe de área de la sucursal, se transformó en el tercer rehén que abandonaron sus captores. Empezaban las primeras horas de sosiego para el pueblo. Todo parecía encarrilado. Muchos aprovecharon para descansar sin poder despegarse de radios y televisores. Algunos prefirieron distenderse en las mesas de pool del café del Club S. y D. Los Andes, ubicado apenas a cien metros del banco, sobre la misma avenida, intercambiando hipótesis sobre un final anticipado y feliz que nunca llegaría.Ninguna de esas hipótesis logró asomarse al infierno que se desató más tarde. Dos o tres minutos antes de las 4, sobre la esquina de Sarmiento y Ginocchio, los reflectores de los equipos de televisión iluminaban una aislada camioneta del GEOF, mientras un grupo de periodistas conversaba a unos metros. Un policía completamente de negro, casco y chaleco antibalas del mismo color, se acercó a una periodista y le dijo: Preparate, que a las 4 se arma. Una ambulancia ubicada junto a la puerta del Club Los Andes encendió su motor. Entre las sombras se notaban movimientos.Dos minutos después, el presagio se transformó en hechos. La puerta lateral del garaje del banco, donde guardaba su auto el gerente, se abrió y asomó su trompa el Polo verde de Chávez con sus seis ocupantes. Con el paragolpes empujó lentamente una camioneta que extrañamente no tenía freno de mano, hasta abrirse paso sobre la vereda. Apenas tuvo su espacio libre y enderezó hacia el sur, Chávez aceleró, pero dudoso. Después pisó el pedal, avanzando por la vereda y con el camino sorpresivamente abierto. El Polo rompió la corteza de un árbol y bajó a la calzada. Al fondo los esperaba la camioneta del GEOF cerrando Sarmiento y Ginocchio. En el camino, parapetados entre los vehículos, apostados en los techos y casas, los grupos especiales comenzaron a jalar del gatillo a discreción.Se pudo oír una sucesión de estampidos, gritos, una explosión que conmovió las paredes, caos de corridas de periodistas y policías, lafotógrafa Paula Pampín fue herida por una munición de Itaka en la mano. Se escuchó un último sonido de un disparo aislado. Después silencio. Chávez había avanzado, hasta que una bala dio en el foco izquierdo, a mitad de cuadra. Simultáneamente, el conductor recibió un disparo y quedó reclinado sobre el volante. El auto cordoneó sobre su derecha, y avanzó en diagonal, sobre la calzada, sacando chispas en una de sus ruedas sin neumático, hasta concluir en la esquina. Alguien gritó por una ambulancia. Grupos de policías deambulaban desorientados. ¡Hey!, gritó uno. ¡Que algunos vuelvan al banco, que los otros se están escapando!. No era así. Uno de los grupos especiales había volado la puerta de vidrio del cajero y por el hueco entraron en misión de rescate decenas de policías. No había nadie, confesó un GEO a este diario. Era cierto, rehenes y delincuentes estaban atrapados entre los fierros del Polo.Se me vinieron encima, aseguró a Página/12 Edgardo Croce, de Defensa Civil de San Nicolás, que había sido convocado para proveer de energía a los focos que iluminaban al Banco a oscuras, con un generador, y descansaba en su Saveiro sobre Sarmiento. En su carrera, el Polo pasó a 20 centímetros. Estaba en mi camioneta y empezaron los tiros. Nunca pasé por algo así. Me recliné sobre el asiento. Escuchaba las balas encima de mi cabeza. Una dio en el farolito trasero. La calle Sarmiento era un reguero de vainas de proyectiles y vidrios que abrían camino hasta el árbol fatídico de Ginocchio y Sarmiento. Sobre Sarmiento y San Martín, en la esquina principal del banco, un perdigón había cortado el cable del teléfono a 20 metros de altura, dejando sin línea a 300 vecinos. Poco a poco, las calles volvían a poblarse de vecinos y amigos de los sufridos rehenes. Llegaban enardecidos. ¡Fue un crimen, un homicidio!, gritaba un amigo del gerente fallecido. ¿Dónde está Ruckauf? ¡Que venga a dar la cara!, repetía delante de las cámaras otro vecino enardecido. Eran las cinco de la mañana del día más largo y oscuro de Villa Ramallo.
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