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OPINION

Disparos en la noche

Por J. M. Pasquini Durán

t.gif (862 bytes) Cada vez que la campaña toca temas que requieren algo más que consignas rápidas, los discursos de los partidos mayores suelen caer en ambigüedades, confusiones y recriminaciones cruzadas. Es que las competencias electorales no son utilizadas como escenarios para la reflexión y, en estos casos, el lenguaje de la política recurre a los artificios de la propaganda comercial para vender carne humana. Pueden actuar publicistas de Estados Unidos, de Brasil o de cualquier país, porque no se trata de debatir ideas relacionadas con la situación nacional, que ellos no conocen, sino de promocionar la venta de candidatos-productos. Buscan que los votantes “compren” con la ilusión de que están eligiendo.
Las consignas promocionales, a veces, producen efecto de “boomerang”. Acaba de suceder con el tema del aborto. Las tres variantes del oficialismo –Menem, Duhalde y Ruckauf– quisieron usarlo con un doble propósito: 1) Exigir réplicas de la Alianza que mostrarían, sin duda, discrepancias internas, y 2) exhibir la incondicional fidelidad de ellos al pensamiento de la Iglesia Católica en la materia, a la espera de reciprocidad de curas y obispos. Ninguna consideración humana por todas las mujeres (cerca de medio millón por año, según estadísticas provisionales pero confiables) que sufren esa desgarradora experiencia física y emocional; hostilidad o indiferencia de sus gobiernos por la educación sexual, la planificación familiar y la paternidad responsable; una sociedad llagada por la injusticia social; la libertad personal de elección de vida; el derecho de la mujer a su propio cuerpo... Nada los detuvo, obsesionados por los votos que se escurren como arena entre los dedos.Cosecharon bochornos. La Iglesia Católica no se dejó usar con fines electorales, no dividieron a la Alianza en bandos irreconciliables y, para peor, la señora Zulema Yoma reveló que había abortado con el consentimiento y la cooperación de su marido, el actual Presidente. Tuvieron que llamarse a silencio y Menem invocó el derecho a la privacidad para callar, el mismo derecho que no quería reconocer para los ciudadanos. En vez de encabezar una cruzada moral, quedaron fijados al estigma de la hipocresía. Cuando la política se deshumaniza, quedan a la vista los trucos publicitarios y se desmoronan las construcciones de la ingeniería electoralista. No habían terminado los ecos de la trastada, cuando sobrevino la masacre de Villa Ramallo. Otra vez la caza de votos, la ejecución infame y el silencio de los responsables se combinaron para el diablo.
Para entender lo que ocurrió en ese tranquilo pueblo bonaerense, cuyos habitantes ayer bramaban de indignación, hay que retroceder un poco en el tiempo, hasta el momento en que las encuestas empezaron a detectar que crecía la intención de voto para el ex policía Patti, defensor a ultranza de la “mano dura”. Eran votantes que huían de las trincheras peronistas, sin ninguna esperanza en Duhalde y Ruckauf. Intoxicados por las encuestas, la conclusión fue obvia y también dúplice: A) cooptar a Patti, y B) ser más duro que cualquiera. Las ofertas lloviznaron sobre el ahora intendente: que la vicegobernación, que una diputación nacional, que por lo menos auspicie la fórmula presidencial, que ponga el precio de una vez. Convertido en objeto del deseo, Patti rechazó todo mientras subía su porcentaje en las encuestas. En lugar de las ofertas de liquidación, prefirió invertir a plazo fijo.
Había que aplicar el plan B. Hasta principios de este año, Ruckauf hablaba de sí mismo como ejemplar del “peronismo civilizado”, interlocutor necesario para la oposición, dentro y fuera del poder. De pronto, tuvo el ataque agresivo (plan B) y pidió una bala para cada delincuente, empujó hasta tumbar al ministro de Justicia León Arslanian, aceptó al sucesor Lorenzo, justificó la reincorporación de policías bonaerenses que habían sido separados de esas funciones y calló cuando el nuevo ministro quiso llevar a la Secretaría de Seguridad a un hombre de su confianza, el penalista Lufrano, vinculado a la banda del “Gordo” Valor, una de las más pesadas aun entre los asaltantes de bancos. “Rucucu”, como lo llaman sus amigos, era Rambo en acción. En la comparación, el veleidoso Patti quedaría como un matasiete y su curva ascendente en los gráficos preelectorales caería en picada.
La movida era por votos, pero dejó en el aire olor a sangre. La “mano dura” no tardaría en golpear y, como sucede en las tragedias reales, en el lugar y a los personajes que nadie podía imaginar. Los sucesos pudieron ser vistos en vivo y en directo, hasta el desenlace. En plena noche, con el vecindario a oscuras por orden policial, por la única puerta que podían salir con auto y que nadie había bloqueado, con los rehenes a cuestas como sucede hasta en las películas de clase “C”, los asaltantes emprendieron la retirada. Y se cumplió la consigna: les metieron bala a mansalva y al cuerpo. “Fue una masacre”, declamó el gobernador Duhalde, ocho horas después de consumada, sin aceptar preguntas de la prensa, sin ninguna explicación por lo sucedido, sin identificar a ningún responsable. Ni siquiera quedó en claro el número de los bandidos. ¿También aquí toda la culpa será del piloto? Las sospechas salieron a la calle, multiplicadas hasta el infinito apenas se supo que el único asaltante ileso, entre los del auto ametrallado, apareció suicidado en la celda policial.
“Es la primera vez que perdemos rehenes”, aclaró el candidato menemista. Puede ser, pero en todo caso era un riesgo latente desde que la doctrina Patti se convirtió en política pública por cálculo electoral. El ex policía, que copia los gestos de “Boogie, el aceitoso”, con cara impasible dio su veredicto: “Faltó profesionalidad”. Lo mismo opinó el candidato Fernando de la Rúa, quien también hace hincapié cada vez que puede, incluso con un afiche donde aparece rodeado de un comando de elite, al “cambio más seguro”, una imagen y un juego de palabras donde asoma uno de los fantasmas que martiriza a la gente de cualquier condición social, la inseguridad urbana. Patti y De la Rúa descalificaban con sus referencias a los comandos de elite de las policías Federal y Bonaerense que actuaron en Villa Ramallo. De Ruckauf no se conoció palabra.
Esa “maldita policía”, puntualizó el documento surgido de la Carpa contra la Impunidad emplazada en el Obelisco, es una “siniestra corporación que con el último movimiento político de relevamiento del ministro de Justicia bonaerense, hoy vuelve a resurgir”. [El Gobernador], agregaba el mismo texto del 1º de setiembre, “impulsó prepotentemente una reforma al Código de Procedimiento Penal, impropia de cambios de tal magnitud. Imprudente e irresponsablemente, no evaluó que dicha reforma se cruzaba con la más amplia reestructuración policial impulsada en la provincia, resistida por muchos policías y por los partidarios de la mano dura. Como resultado, hoy en día, los cargos, funciones y responsabilidades se superponen, creando un pantano de inercia y de ineficacia, que alimenta la injusticia y la inseguridad”.
Son opiniones a tener en cuenta, aunque ningún político se hizo eco de ellas, porque desde ayer los estrategas del duhaldismo intentan responsabilizar a la “maldita policía” por la masacre, cometida en venganza contra el gobernador, según esas versiones. Olvidan que la reestructuración fue abortada por el mismo Duhalde desde que aceptó la renuncia de Arslanian y entronizó a Osvaldo Lorenzo, quien ayer presentó la renuncia para hacerse cargo del mochuelo completo. El clientelismo electoral, cuando fracasa, puede pasar facturas muy altas y crueles porque pone en evidencia la trastienda de ese show interminable en que se han convertido las competencias políticas sujetas a las normas espectaculares de la televisión. A eso se suma que los candidatos se convierten en analistas de encuestas, en las que las personas son meros porcentajes, y dejan de escuchar a la gente, con la ilusión, vana más de una vez, de que las estadísticas pueden penetrar la inteligencia y el corazón de las personas.
Los dos reveses de esta semana –el aborto y la masacre– explotaron en los pies del candidato Duhalde, que estaba tratando de remontar un pronóstico de escrutinio que no lo favorecía. Nadie hoy, a cinco semanas de la elección nacional, podría asegurar que la adversidad no se tragó ya las chances que buscaba. El impacto negativo en el electorado de Buenos Aires, ciudad y provincia, ha sido demasiado fuerte, sobre todo porque golpea sobre un estado de ánimo popular escarnecido, desalentado y escéptico. Es un momento de inflexión, muy delicado y de pronóstico reservado. También lo es para la Alianza, porque el beneficio no es automático ni proporcional al perjuicio del adversario y dependerá de su conducta. La anticipación de la victoria, que sólo corresponde a las urnas, o una sobreactuación de los sentimientos populares que pueda ser sospechada de oportunismo, estará expuesta a la hipersensibilidad social y a la desconfianza pública. Con tantas heridas abiertas, no es hora de andar sacudiendo el salero.

 

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