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LA INDIGNACION DEL PUEBLO CON LA POLICIA Y EL JUEZ
Entre la bronca y el dolor

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Cerca del mediodía, casi todo el pueblo se juntó frente al Banco Nación en duelo por los muertos y repudio por la actuación policial. Los empleados se turnaron en vigilia para proteger el contenido de la bóveda: temían más irregularidades. Crónica de la bronca en Ramallo.


Por Cristian Alarcón
Desde Villa Ramallo

t.gif (862 bytes)  Así como la puerta del banco y esas rejas altísimas son la escenografía de la nueva tragedia argentina en vivo, cada esquina de este pueblo de cuadrícula provinciana y clubes sociales con vermouth al atardecer es en sí mismo una especie de barricada donde la indignación de los ramallenses se deja salir entre el vil cotilleo y los gritos más políticos. A la mañana, la protesta a la que se convocaron los vecinos después de haber escuchado los tiros del final era un amasijo de gente simple que en el intento de entender iba dejando que pasara la rabia hasta volverla insultos por "tanto aparataje para terminar matando", o contra "un juez pusilánime que sabíamos que los iba a dejar morir", tal como podía irse escuchando por la calle casi sin necesidad de preguntas. Peleándose con el estupor, Oscar Otero, cajero del banco, lagrimeaba al mediodía y farfullaba "contra los inútiles" bajo una boina campechana, frente al lugar donde hace 26 años cuenta dinero, sombrío bajo la luz de una impertinente primavera. El y sus compañeros de trabajo serían luego los partisanos que decidieron montar una "guardia" en el banco, "para cuidar todas las evidencias" de las torpes manos bonaerenses.

Así seguían anoche la mayoría de los empleados del Nación de Ramallo, en una especie de toma de su lugar de trabajo, entre los policías bonaerenses, los peritos de la Suprema Corte de la provincia, y hasta con la ex primera dama Zulema Yoma, que por la tarde llegó al lugar para sembrar la sospecha sobre el móvil del asalto. "Todo lo que vamos sabiendo y lo que va pasando hace que nosotros tengamos más cuidado y continuemos aquí", le dijo a este cronista uno de los hombres de guardia, en voz muy baja, cuando ya tenían prohibido hablar por teléfono sobre los motivos de su vigilia. Lo cierto es que decidían a último momento quiénes eran los que podían asumir el siguiente turno. Era difícil: la mayoría estaba sin dormir más de cuarenta horas.

La gente comenzó a salir temprano de sus casas. Hasta las cuatro de la mañana, los que vivían en las manzanas más cercanas estuvieron encerrados, pendientes de posibles ruidos de guerra. Carmen Gloria, una señora rolliza ayer rodeada de nietos, que vive en la parte trasera del banco, contaba cómo se tiraron ella y su marido de la cama al piso, "por si las balas perdidas", cuando escucharon tan cerca los estallidos. Y habla del juez ahora como del "demonio", usa palabras feroces para su impostura maternal --"a estos asquerosos asesinos les queda chico"--, deja entrever miedos argentinos: "Me empecé a asustar cuando supe que los ladrones eran unos sidosos", dice entre tanto jalaneo. "¡Qué tendrá que ver!", la interrumpe un señor que debe haberla cabeceado para bailar en el club allá por los cincuenta. "A mí me daba miedo tanto policía junto, tanto aparataje para terminar matando", tercia el entrecano.

Beatriz Nieto y los suyos llevan unas ojeras de tristeza y tienen arrebatos de odio porque la vida de sus amigos "al juez le importó un carajo". La familia del contador acribillado, los Santillán, vivieron mucho tiempo frente a la casa de su madre, doña Ñata. La mujer compartía secretos de cocina con Liliana, esposa del contador, y era la que solía aportar con los petates que faltaban cuando para las Fiestas caía la parentela, venida en este caso de Córdoba. "Como ni los Chávez ni los Santillán eran oriundos, los pobres estaban medio solitos de familia y por eso íbamos dándonos con ellos", cuenta Beatriz. Su hijo Eduardo Nieti, un profesor de física, les dio clases particulares a hijos de las dos familias. En el caso de los Chávez a Cecilia, una de las tres mujeres, de 23 años. La chica prefirió estudiar en el pueblo el ingreso a la UBA para quedarse con sus padres. Dos veces por semana iba a casa de los Nieto a aprender análisis matemático. "Se venía con su tejido, que a ella le encantaba, y como yo compro revistas le iba prestando y le pasaba modelitos --cuenta Beatriz--, mientras tomábamos mate y hablábamos de los hijos".

Flora y Carlos Chávez tienen cuatro. Tres mujeres, y un varón que vive en Los Toldos con su esposa y un bebé. Las chicas son estudiantes de la UBA. Por ellas sufría la madre. "Pensaba que les podía pasar algo --dice Beatriz--, tenía miedo de la violencia de Buenos Aires y mire lo que es la vida, ver morir a su esposo acribillado, acá, en el centro de Ramallo..." Los Chávez siempre vivieron en lugares tranquilos. Eran de Lincoln, y pasaron a La Plata, luego a Los Toldos, el último destino de Carlos fue el Nación en Villa Cañás. Hacía alrededor de un año que vivían en el pueblo. "El último verano estaban felices con auto nuevo --cuenta Eduardo--. Se iban a ver a unos familiares al sur, a Neuquén. Era el Polo, el mismo auto verde en que se los llevaron del banco".

Anoche las calles de Ramallo eran una romería hacia el velorio de Carlos Santillán, a una cuadra y media del Nación. Los lamentos del duelo se escuchaban viscosos, entre los chicos que jugaban con la novedad de la tele, y las bicicletas, que aquí abundan. Allí, los empleados seguían firmes, incluido el que nunca durmió, Primitivo "Pirucho" Cardinal, el otro cajero. El hombre siente que se salvó por el milagro de su hija, una maestra jardinera que el jueves lo llamó minutos después de comenzado el asalto para advertirlo. Y él quedó allí, camino a su trabajo en su pueblo tranquilo, con esa corbata y esa camisa de siempre, puestas para contar dinero. Anoche era otro de los centauros que se resistía a abandonar su lugar de trabajo, aunque las horas de vigilia le minaban los ojos, a él y al resto. Tenían la misión, según dijeron dos fuentes a este diario, de esperar, como vigías, a que llegase un cerrajero especializado de Buenos Aires. Se iría a abrir la bóveda. Había sido un imposible porque después de la tragedia nunca apareció una de las tres llaves que habían sido celosamente guardada por el juez la noche de perros en que los tiros dejaron triste y furioso a Ramallo.

 

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