El País
de Madrid
Por Luis Matías López
Desde Moscú
Rusia vive
otra de esas situaciones críticas de las que Boris Yeltsin suele escapar con decisiones
arriesgadas. El cóctel es explosivo: una guerra en Daguestán, una cadena de atentados
salvajes en Moscú y otras ciudades rusas, acusaciones de corrupción que afectan al
presidente y su familia y especulaciones de cambios en el gobierno e incluso en el
Kremlin. Hay quien pronostica que Yeltsin puede dejar el poder hoy mismo o mañana. Ayer,
sus enemigos de izquierda no lograron reunir en el Consejo de la Federación el apoyo
necesario para pedirle que dimita por el supremo interés de la patria. Diez
senadores redactaron un texto en el que se solicita a Yeltsin que presente la renuncia y
se afirma que su gestión ha provocado el colapso de la economía, el agudo descenso
de la capacidad defensiva, la reducción del nivel de vida y el incremento de las
tensiones interétnicas. Otros 50 miembros de la Cámara apoyaron la propuesta, a la
que faltaron 30 votos para pasar a debate. Mientras tanto, el mismo Consejo de la
Federación que casi puso a Yeltsin en la picota apoyó claramente la respuesta del primer
ministro Vladimir Putin a la cadena de atentados que en tres semanas ha costado la vida a
cerca de 300 personas en Moscú, Daguestán y Volgodonsk. La explosión del jueves por la
noche en San Petersburgo, que causó cuatro muertos, parecía en cambio ajena a esta
ofensiva y de acuerdo con la policía presenta más bien el aspecto de un
ajuste de cuentas mafioso. Los senadores respaldaron el plan del jefe del gobierno de
someter a Chechenia a una cuarentena, es decir, de sellar militarmente los
límites de la república rebelde, independiente de hecho por la fuerza de las armas. Pese
a los problemas de coordinación y a la escasa motivación, las tropas federales han
empujado por segunda vez hacia Chechenia a los invasores del señor de la
guerra Shamil Basáyev, aunque se da por hecho que el repliegue es táctico y
preludia una nueva ofensiva. A Yeltsin no le gusta que elogien a otro, aunque sea uno de
los suyos, y menos si a él lo critican, como ocurrió ayer. Por eso, conociendo los
enfermizos celos de su jefe, Putin no debió sentirse muy cómodo cuando los senadores lo
aplaudieron. Sabe que ni siquiera el poco tiempo que lleva en el cargo (apenas un mes) es
una garantía de continuidad. Su predecesor, Serguéi Stepashin, no llegó al trimestre.
Una de las hipótesis que más circulan estos días es que Yeltsin podría, hoy o mañana,
presentar su renuncia, dejar a Putin de presidente interino y convocar elecciones para el
19 de diciembre, para que coincidiesen con las legislativas. Con ello supuestamente le
movería el piso al alcalde de Moscú Yuri Luzhkov, que en esa fecha piensa optar a la
reelección y que no está dispuesto a garantizar la impunidad de Yeltsin después de que
éste deje el poder. Pero algo suena inverosímil en este engranaje: que la palabra
dimisión no figura en el vocabulario de Yeltsin. En ningún país como Rusia
están los rumores tan cerca de ser noticia. Por eso, nadie se atreve a burlarse de los
que apuntan a que Yeltsin, al que no se cree ya capaz de ganar la presidencia en las
urnas, piensa en jugar otra carta: la del carismático general Alexandr Lébed, gobernador
de la provincia siberiana de Krasnoyarsk. Putin se refirió ayer en el Senado para
descalificarlos como un error a los acuerdos de Jasaviurt, que Lébed
forjó en agosto de 1996 para acabar con la desastrosa guerra de Chechenia. Lébed se
había despachado antes al hacerse eco de amargura de la gente porque las
autoridades no los protegen de las bombas. El espía y el militar cruzaban ya sus espadas,
con el poder en juego.
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