Reagan,
en los ochenta, sacrificó a los pasajeros de un avión secuestrado antes de negociar con
terroristas. En 1985, con igual argumento, el ejército colombiano quemó el Palacio de
Justicia, con la Corte Suprema y el público dentro. Recuerdo la voz grabada de su
presidente, Alfonso Reyes Echandía --con quien me unía una amistad de más de veinte
años--, ordenando a las tropas que se retiren. Ahora la policía de la provincia de
Buenos Aires hizo lo mismo, sólo que ni siquiera son terroristas sino simples asaltantes. Estos homicidios se cometen partiendo de la premisa de que es más importante
la autoridad que la vida. Los ciudadanos pasamos a ser súbditos, dejamos de vivir en una
república para pasar a un cesarismo: a partir de este momento sabemos que estamos en un
Estado donde habrá una autoridad fuerte, que se impondrá aún a costa de nuestras vidas.
Todo el derecho dice que la legítima defensa puede ejercerse a costa de la vida de los
agresores, pero nunca se admitió que pueda ejercerse contra terceros ajenos a la
agresión. Nunca se justificó el sacrificio de terceros inocentes. Este principio se
mantuvo incluso cuando los médicos nazis alegaron que elegían algunos pacientes para
evitar que los mataran a todos.
Quienes dispararon matando a los rehenes de Ramallo son
homicidas calificados; los que impartieron las órdenes son instigadores o autores
mediatos; los que no lo evitaron, teniendo el deber de hacerlo, son homicidas por
omisión. Esto no es lenguaje metafórico, sino derecho penal vigente. Se trata de
responsabilidad penal en sentido estricto.
La (ir)responsabilidad política es otra cosa. Esta comienza
cuando, en lugar de reconocer que los ladrones pueden ser detenidos luego y el dinero
recuperarse o ser pagado por el seguro, pero que la vida no se puede restituir, se opta
por condenar públicamente a una jueza que actuó como manda la ley suprema. A esto sigue
el demagógico cultivo de la bravata y la baladronada en lugar de la razón. Culmina
cuando el vicepresidente de la República pide balas, aunque en realidad sólo quiere el
apoyo de los intendentes y, para ello, debe devolverles sus comisarios de confianza, que
son los mismos que comandaron la mejor policía del mundo, en la que fueron entrenados los
propios asaltantes, y también los asesinos de Cabezas y, como si fuese poco, también
quienes constituyeron el apoyo local a los terroristas de AMIA.
Desde muy lejos nos llegan las noticias de Rusia que, aunque
muchos se resistan a creerlo, constituyen un punto de inflexión para todo el mundo. La
pista chechenia es creíble, pero la policía rusa reconoce que los ejecutores no son
chechenos, y algún funcionario declaró que saben que son contratados al precio de 50.000
dólares por atentado. ¿También habrá tenido Rusia la mejor policía del mundo?
Hace mucho que venimos advirtiendo que la vulgarización del
conocimiento sobre medios destructivos masivos requiere nuevas y urgentes medidas. No
pueden caber dudas de que en esos crímenes hay que llegar antes del atentado, y que para
eso es necesario conceder algunas facultades de investigación que importan un margen de
arbitrio policial que elastiza al máximo las garantías constitucionales.
Pero sería absolutamente suicida copiar leyes de países con
muy fuertes controles constitucionales y legales, y con sus mismas policías constituidas
sobre sólidas tradiciones de respeto, racionalidad y prudencia, como si tuviésemos en
nuestros países esas instituciones y tradiciones.
La paradoja terrible es que, en las actuales condiciones,
estas leyes no harían más que ampliar las facultades de organizaciones que entrenan a
los propios criminales y que, además, serían impulsadas por políticos que fomentan el
fenómeno de destrucción institucional de las policías con demagogias vindicativas que
ocultan concretos y detestables intereses coyunturales.
Ha llegado la hora de la responsabilidad, en que los
políticos deben dejar de corromper a las policías para rasgarse las vestiduras y
asombrarse de su propia obra ante la tragedia evitable. No hay sociedad sin policía, pero
ésta debe ser pensada a la altura de las circunstancias y no como mecanismo de
recaudación ilícita y de control de marginados. No es el futuro de la policía lo que
está en juego, sino el de la democracia y el de la sociedad. Son demasiados los muertos
(incluyendo, por supuesto, a policías) causados por la superficialidad y la falta de
seriedad, la demagogia, la bravuconada y la preservación de fuentes de financiación.
* Director del Departamento de Derecho Penal y Criminología de la UBA.
Legislador Frepaso-Alianza. |