|
Por Cristian Alarcón Desde Villa Ramallo Ricardo Pasquali se previene de las emociones como se prevenirá el resto de sus días de las sombras diurnas, esas que pueden asaltarlo a uno hasta cuando va a entrar a su trabajo por milésima vez, después de haberlo hecho igual durante veintiséis años. La diferencia de la jornada comenzó por la dureza de una pistola presionando sus costillas. Y se extendió por dieciséis horas de encierro, durante las que estuvo junto a otros cuatro rehenes encerrado en la contaduría del banco, primero atado y tirado en el piso, luego sentado a un escritorio, con los ojos tras el pegamento de una "cinta de embalar que no apretaba con demasiada violencia". Y a pesar de que se niega a hablar de "sentimientos, porque lo deja a uno demasiado destruido" cuando tiene que describir ese tiempo muerto, insiste una y otra vez en que las frases de los asaltantes eran siempre conciliatorias. "Ellos estaban muy preocupados por no lastimarnos. Todo el tiempo nos decían y le decían al gerente que no querían lastimar a nadie. Nos trataron correctamente. No estaban nerviosos. Mientras estuve, mantuvieron la calma." Pasquali es de los rehenes que dicen nunca haber visto nada dentro de su encierro. Insiste en que no posee ninguna información que agregue algún sentido a un final difícil de explicar. Cree que los ladrones que pudo escuchar conversando, pasando a su lado, acercándole agua o una gaseosa, custodàndolo hasta el baño, eran no más de tres. Aunque "la señora del gerente y él, que estaban más con los chorros porque eran los lazos con el mediador que puso la policía, nos decían a nosotros que eran seis en total". --¿Usted cree que ellos vieron a los otros, que esas personas estaban en otros lugares del banco? --Yo no podría asegurar nada, porque yo no vi nada, pero el banco es muy grande --dice y no quiere entrar en los razonamientos de qué roles jugaban esos otros, o cómo pueden haber escapado del cerco policial. Pasquali concede una entrevista en la puerta de su casa en Villa Ramallo y trata en lo posible de evitar las grandes afirmaciones, las precisiones sobre los diálogos de los ladrones que negociaban muy cerca de sus oídos. El hombre llegó apenas diez minutos después de las ocho al banco, lo suficientemente temprano como para ser el último de los que pudo ser atrapado para ser utilizado como moneda de cambio. "Yo quise entrar por la puerta del costado, una de las que da a la calle Sarmiento, por donde ingresa el personal, pero cuando la quise abrir no pude, ya la habían cerrado ellos. Intenté por la de la casa del gerente (Carlos Chávez). Y cuando estaba en eso una persona me puso la pistola a un costado", le contó a Página/12. La sombra negra lo interceptó silenciosamente desde su costado derecho. "Apenas vi que estaba encapuchado y me hizo entrar, caminar enseguida por un pasillo hacia la contaduría". El hombre que lo apuntaba lo apuró de entrada con el objetivo número uno: la llave. "Me decía 'dame la llave, dame la llave', repetía eso y yo le intentaba explicar que yo no era el tesorero, que no la tenía." Cuando lo obligaron a entrar en esa oficina llena de escritorios viejos y papeles sin valor, vio a los demás, tirados uno al lado del otro, en el costado izquierdo de la gran oficina, casi enfrente de la antesala del tesoro. Los habían atado. Lo hicieron también con él. "Enseguida me vendaron los ojos", cuenta. Para amarrarlo usaron "esa cinta plástica dura", explica. "Era esa cinta de embalar, pero no apretaba con demasiada violencia." El carácter de los ladrones no le pareció el de los protagonistas de Tarde de perros. Ni vio "algo que los hiciera parecer drogados". "Ellos estaban muy preocupados por no lastimarnos --asegura Pasquali--. Todo el tiempo nos decían y le decían al gerente que no querían lastimar a nadie. Nos trataron correctamente. No estaban nerviosos. Mientras estuve mantuvieron la calma." Luego los ladrones permitieron que se sentaran y les sacaron las cintas de las piernas y de las manos. Solo les dejaron las vendas en los ojos. "Nos preguntaban si teníamos sed, si queríamos agua o Coca, y para ir al baño pedíamos permiso. Entre nosotros podíamos hablar, pero estábamos muy callados porque igual teníamos miedo." Pasquali, un hombre de canas y cara alargada, con dos hijos, cansado y lloroso, no quiere hablar del trágico final. Tampoco habla de la identidad de los ladrones, de sus códigos, de si hubo hechos o conversaciones que le extrañaron. "Ellos hablaban en la misma pieza, o el gerente llamaba a la comisaría, pero yo no quería escuchar, no prestaba atención, solamente quería estar en otra parte." Lo consiguió despues de la 0.15 del viernes. Cuatro horas antes de la operación masacre. Ahora se despide, corta el diálogo, vuelve a entrar a su casa con antejardín y paredes de piedra. "Estoy muy shockeado, mañana hacemos paro en el banco y yo voy a ver si me tomo unos días."
Por C. A. Daniela, de 22 años, Cecilia, de 23, y Betina, de 30, llegaron a la esquina de San Martín y Sarmiento cuando eran más de las cuatro de la tarde. Se habían levantado temprano, en el departamento en el que viven en Buenos Aires. No pasó mucho hasta que detuvieron el normal correr de la mañana ante una noticia que venía de ese pueblo donde no suele haber sobresaltos y donde su padre hacía un año que trabajaba como gerente de la sucursal del Banco Nación. En el camino, seguían los detalles a través de la radio. Allí escuchaban a su padre diciendo que querían la llave y la clave, y allí su madre, desde su propia casa, que sin nombrarlas ni decirles como en las películas que se quedasen tranquilas, sin ese recurso, les daba ánimo al decir de otra manera que los ladrones no estaban locos, que no los maltrataban, que podían salvarse. Estuvieron un rato sentadas en un cerco de cemento frente a la radio en la calle Rivadavia. Temían el abordaje de la prensa, las luces y las preguntas. "Me pidieron quedarse en el estudio. Querían un lugar donde pudiesen estar protegidas y con acceso a cierta información, sin exponerse", confía Mirta Pesci, directora de la FM Acero. Y así sobrevino la paradoja del bunker en un estudio de radio, alrededor de la mesa y del micrófono desde donde el conductor iba contando lo que pasaba mientras ellas callaban para no delatarse. El hombre que hablaba, y que en los cortes iba dándoles ánimo, se llama Ariel Ribalk, y estuvo allí sentado más de cuarenta horas sin dormir. "Fuimos entreteniéndolas, tratando de crear un clima medianamente optimista. Al principio lloraban y no podían salir de la desesperación, después se relajaron un poco", cuenta. "Podríamos haberles pedido que hablasen con sus padres o con los secuestradores --dice Pesci--, pero preferimos relegar la ansiedad periodística." A media tarde llegó el hermano, con su mujer y su hijo, desde Los Toldos. El fue el enlace con la oficina donde supuestamente se coordinaban las tareas para recuperar a los rehenes. Iba y venía trayendo consuelo, haciendo mimos. A las 21.45, con la liberación del primer rehén, comenzó a "correr una dosis de optimismo", cuenta Ribalk. La misma que distendía los nervios de punta del resto del pueblo, que tenía puesta FM Acero y alguno de los canales que transmitían en directo. A la 0.15, cuando fue liberado Ricardo Pasquali, "una de ellas dijo que eso era algo así como si comenzara a liberar a su padre". Después, aprovechando el caos, los móviles, los curiosos, las parabólicas, Cecilia y Andrea, de a una, también se fueron caminando entre la gente, hasta la escuela. En el estudio quedó Betina. "Tomaba mate con los chicos de la radio y con el paso de las horas volvió la desesperanza", recuerda el periodista. A las 4.10 de la mañana, cuando sonó el motor del auto acelerando y, enseguida, el tiroteo, Betina supo con certeza lo que pasaba. Los tiros sonaron muy cerca, la radio no estaba transmitiendo en directo, eran los tiros reales los que escuchaba. "¡Esos son los tiros que están matando a mi papá!", dijo ella, y rompió en llanto mientras se tapaba los oídos para evitar la evidencia de la noticia allá afuera. SEPELIO DE HERNANDEZ EN ROSARIO El cuerpo llegó a Rosario en una camioneta de la Municipalidad de San Nicolás. El velorio fue breve, a cajón cerrado. A media mañana, en la parcela 195 del cementerio rosarino, fue sepultado Javier Hernández --uno de los cabecillas del asalto al Banco Nación de Ramallo-- o Sergio Miguel Benedetti, como lo identificó el Servicio Penitenciario santafesino cuando estuvo preso, hasta diciembre último. Al sepelio concurrieron numerosos familiares y amigos. Pero sobre la tumba sólo hubo una corona, enviada por el hermano de Hernández. Hernández tenía 29 años y tres hijos. Había ganado fama cuando protagonizó un espectacular asalto a la sucursal Arroyito del Banco de Santa Fe, en Rosario, el 6 de octubre de 1995. En aquella ocasión, junto a otros dos cómplices, llegó al banco a través de un entubamiento del arroyo Ludueña, a bordo de una balsa casera y con armas de grueso calibre. También llevaban picos y cortafierros, con los que abrieron un boquete en la pared del banco. Por eso, a la banda se la conoció como la de los "boqueteros-balseros". Ingresaron a las 4.10 de la madrugada, redujeron a cuatro empleados y esperaron la llegada del camión de caudales. A las 6.35, cuando el llegó el vehículo, se apoderaron de 515.000 pesos y lograron escapar. Por ese hecho, Hernández --alias "Pata"-- fue detenido y estuvo en la cárcel de Coronda desde el 1º de enero de 1997 hasta diciembre de 1998. Pero en los legajos del Servicio Penitenciario figuró siempre con su identidad falsa: Sergio Miguel Benedetti. El jueves último, cuando ingresó en la sucursal de Villa Ramallo, llevaba en el bolsillo un DNI con ese nombre. Fue uno de los voceros del grupo y su voz se escuchó por radio y televisión. Fue así como lo identificó su padre, Mario Hernández, quien se fue de inmediato hasta Ramallo. Después tuvo que reconocer el cadáver de su hijo en la morgue. Ni quien había sido su abogado, Carlos Varela, conocía su verdadera identidad.
|