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Por Cecilia Bembibre Michael Moore sube al escenario y se detiene frente al micrófono. Tiene la cara muy blanca y redonda, y el pelo rubio le asoma en mechones bajo la visera de una gorra de béisbol que dice Flint. Es un norteamericano genuino, vestido de jean de pies a cabeza, el que en pocos segundos dará comienzo a un programa de televisión que destripa el sueño americano con la mayor de las crueldades. El gran hallazgo de La cruel verdad (The awful truth, el ciclo que Film & Arts estrena el 6 de octubre a las 22) -y su diferencia con los cientos de cínicos sobre el american way of life-, es que Moore no sólo construye su crítica a través de diálogos ingeniosos o estereotipos: el conductor sale a la calle y confronta, con un impresionante sentido del espectáculo, las realidades sobre las que opina. La película que hizo conocido a Moore fue un documental titulado Roger and Me, que en la Argentina emitió HBO hace un par de años, y que no llegó a los cines. Allí el realizador daba cuenta de sus infructuosas negociaciones para dialogar con Roger Smith, el presidente de General Motors. Moore quería convencerlo de que regresara a Flint, Michigan (el pueblo natal del director) a ver el deterioro causado por el cierre de las fábricas de GM en esa localidad. Las imágenes se fundían con las del concurso de belleza Miss America, en el que el equipo de producción entrevistaba a la señorita Michigan, y le preguntaba qué pensaba hacer para ayudar al estado que representaba. La corrección política del discurso de la rubia no era muy distinta, por cierto, de las ambiguas declaraciones del empresario industrial. Cuando presenta su programa televisivo, Moore aplica la misma fórmula. El primer episodio de la serie (el del 6 de octubre), por ejemplo, fue filmado hace seis meses, en pleno apogeo del caso Lewinsky. Para registrar la fiebre puritana que exhibían los políticos norteamericanos, Moore se encaminó al Congreso acompañado de una legión de actores ataviados como los habitantes del pueblo de Salem. El grupo entraba en trance religioso cuando uno de los pretendidos inquisidores recitaba, en los pasillos de la cámara, los párrafos más escabrosos del informe del fiscal Kenneth Starr. La caza de brujas que costó 560 dólares, destaca Moore, en oposición a los 50 millones que gastó Starr continuó con el conductor enumerando los escándalos sexuales que algunos políticos habían admitido en el pasado. ¿Es cierto, senador, que usted lamió crema batida de los senos de una mujer que no era su esposa?, preguntó, parodiando el estilo del fiscal especial, a un incómodo representante del pueblo. Una cobertura médica rehúsa pagar un trasplante de páncreas a un afiliado diabético. ¿Qué hace Michael Moore? Organiza un ensayo de funeral para el enfermo frente a las oficinas de la empresa. ¿Cómo interrumpe la sarta de promesas y explicaciones con que lo abruma un ejecutivo de la firma, para evitar el escándalo? Le lleva un catálogo de ataúdes para que elijan juntos (¿El roble le parece bien?, le pregunta Moore, en presencia del moribundo, al mismo ejecutivo, que transpira y mira a la cámara aterrado). ¿Cómo denuncia la hipocresía de la industria del cigarrillo, en un país en el que el tema es una obsesión nacional? Conduce al coro de los sin laringe, un grupo de fumadores que perdieron la voz, a cantar villancicos frente a las oficinas de una empresa tabacalera. Si el sueño americano tiene en la televisión uno de sus aliados, la presencia de Moore es molesta, porque convierte la caja boba en un arma útil, capaz de sublevar. Desde el cine critica a Hollywood, desde la pantalla chica, a los escándalos mediatizados (y a la vez irrumpe en la Casa Blanca ofreciéndose a ayudar a Hillary a encontrar un nuevo marido, uno que no la avergüence). Desde abajode su gorra de béisbol, demuestra cómo hacer una televisión que no implique del otro lado, por definición, una legión de Homeros Simpson.
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