La
conducción de la Policía Bonaerense parece al borde del colapso después de la tragedia
de Ramallo y otros episodios inquietantes que la sucedieron, entre los que se destaca
por la sombra terrible de la AMIA la profanación de tumbas en el cementerio
judío de La Tablada. La existencia de una feroz interna y de un intento de los comisarios
millonarios por recuperar el control total de la fuerza es algo más que una presunción
de algunos observadores. La potencialidad destructiva de una estructura criminal en
desbandada supone un peligro presente y futuro para el sistema democrático que la clase
política en su conjunto debiera tomar en cuenta. El tema excede largamente al gobernador
Eduardo Duhalde y hace a la calidad y el porvenir de las instituciones de la Nación. Por
lo que debiera ser tomado por todas las fuerzas civiles como una cuestión de Estado.
Sería suicida para la Alianza abordarlo desde la simple perspectiva de la contienda
electoral, porque si ganan en octubre, la granada les estallará en la cara en diciembre.
Es imprescindible y urgente que los dirigentes de todo el arco político saquen el tema de
la agenda proselitista y formen una suerte de comité de crisis que tenga como objetivo
una suerte de Pacto de la Moncloa para someter al poder civil a la única fuerza armada
del país que sigue operando como en tiempos de la dictadura militar y, lejos de aportar
soluciones y eficiencia al tema de la inseguridad, lo multiplica para conservar espacios
oscuros de ganancia. La depuración de la mayor
policía del país va más allá de las buenas o malas intenciones de quienes estén
ocasionalmente en su conducción: se trata del más garantista León Arslanian o el amigo
de los duros Osvaldo Lorenzo. Nadie se ha sentado todavía en la silla vacante de Héctor
Lufrano y es comprensible que muchos tengan miedo de hacerlo. Las presiones a nivel
individual resultan insoportables si no existe un respaldo absoluto de todas las fuerzas
políticas. En Italia ocurrió algo semejante con la mafia, que extorsionó durante años
a la sociedad, protegida por una serie de complicidades en el gobierno y un temible poder
de fuego. Hasta que el asesinato del juez Giovanni Falcone fue la gota que desbordó un
vaso colmado de sangre y obligó al sistema a ponerle coto al desborde. Lo que parecía
imposible ocurrió y Toto Rina y otros mafiosos fueron a la cárcel. La solución no fue
total y perfecta (nunca lo es), pero acotó el peligro y ratificó la voluntad de
preservar las instituciones democráticas. Más sólidas, evidentemente, que las de la
adolescente democracia argentina.
Aquí también enfrentamos a una mafia o una camorra que el
Caso Cabezas dejó a la vista con claridad aterradora. Una mafia que organiza robos,
atrapa a los asaltantes, les arrebata la mayor parte del botín y luego de dos o tres
atracos, cuando chorros y buchones cuentan con demasiada información, los aniquilan en
enfrentamientos fraguados. Una mafia que mantiene una red de silencio, se presta killers y
se reúne para juntar la plata que hay que poner en el sobre de los jueces. Sería injusto
e inconducente afirmar que los 48 mil hombres de la Bonaerense forman parte de esa mafia;
al cabo hubo en sus filas hombres como el subcomisario Jorge Gutiérrez que fueron
asesinados por investigar los delitos que se perpetran en los depósitos fiscales. Pero no
hay dudas de que la corrupción y el gatillo fácil alentados por políticos sin
escrúpulos comprometen ante la sociedad la imagen de la institución en su
conjunto. Algún día habrá que buscar entre hombres como Gutiérrez al uniformado que
conduzca la fuerza bajo una estricta supervisión del Poder Ejecutivo civil y una Justicia
que también necesita una urgente depuración. Sólo que eso será en el mediano o en el
largo plazo, en el marco de medidas de tipo estructural. En el corto plazo
envenenado por Ramallo y la inseguridad real y fabricada es preciso tomar
medidas urgentes, entre las que cabría considerar la intervención de una fuerza nacional
como la Gendarmería en caso de que nuevos hechos lo tornen necesario. Y no como una
intromisión en la provincia, sino como parte de un acuerdo multipartidario que obviamente
debe incluir al gobierno provincial y al propio gobierno nacional. Los políticos en el
poder y los políticos que aspiran areemplazarlos deben tomar el toro por las astas y
producir algo mucho más necesario para la sociedad que el Pacto de Olivos: el pacto para
una seguridad en democracia. Donde la vida humana de los inocentes y los rehenes se cotice
más alto que el dinero de los tesoros bancarios. |