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Por Cecilia Hopkins El director inglés Peter Brook cuenta en su libro Provocaciones que llegó a la actividad teatral porque su primer cortometraje no encontró el eco que esperaba. Así, la indiferencia de los productores hizo que se interesara en un arte que hasta el momento consideraba un mero antecedente del cine. Sin embargo, pronto se dio cuenta de las posibilidades que le ofrecía el escenario, ese "espacio vacío" que buscó poblar del modo más ecléctico posible. Se vengó del cine en 1953 (tenía 28 años) cuando concretó su primer largometraje, La ópera del mendigo, financiado y protagonizado por el mítico Laurence Olivier. Luego vendrían otros films. Radicado en París desde 1970 (allí tiene su teatro, el Buffes-du-Nord), Brook emprendió largos viajes por Asia, Africa y Medio Oriente con el objeto de concretar un teatro intercultural: se nutrió de diferentes tradiciones escénicas e incorporó a su equipo actores de diversos orígenes. La puesta más representativa de su teoría del "drama global" fue Mahabharata, su versión sobre el poema épico hindú del mismo nombre. En los últimos años ha dirigido versiones de autores clásicos como Shakespeare, Beckett o Ionesco, siempre bajo la premisa de orientar sus búsquedas estéticas a partir de lo que orgánicamente demanda cada texto. Estrenada el jueves pasado en el marco del II Festival Internacional de Buenos Aires, The man who... es la primera pieza dirigida por Brook que llega al país, pero no parece muy representativa de la imaginación desbordante que se le atribuye. El espectáculo se inspira directamente en la obra del neurólogo Oliver Sacks El hombre que confundió a su mujer con un sombrero. El curioso título da nombre a una colección de casos clínicos ordenados según su origen, ya sea por el déficit o por la superactividad de una función cerebral, o bien por ciertos arrebatos que sufre el paciente, determinados órganicamente. Así, el científico intenta introducir una concepción alternativa de la neurología, menos rígida y mecánica que la tradicional. Más allá de la terminología científica que utiliza, el estilo de escritura del autor es ameno y tiende a lo anecdótico: describe la personalidad y la conducta de cada paciente como si fueran personajes de una historia literaria. El epígrafe que antecede el texto ("Hablar de enfermedades es una especie de entretenimiento de Las mil y una noches") no deja dudas sobre su intención de acercar el texto científico a la esfera de lo literario. Frente a este material de referencialidad tan específica, Brook ilustra las reflexiones del autor acerca de las carencias y límites de la ciencia, sobre sus aportes a la lucha de estos individuos. Al igual que el libro de Sacks, su espectáculo describe sin solución de continuidad diversas afecciones que alteran la vida de un individuo imponiéndole un sufrimiento a cambio. Desfilan así el hombre que padece disfunciones visuales, el que tiene conciencia de una sola mitad de su cuerpo, aquel que debe concentrarse con el solo objeto de mantenerse parado. Entre otros casos aparece también el del paciente que prefiere preservar su afección a salvo de los medicamentos como medio para conservar su identidad: las súbitas memorias musicales que vienen a su mente lo remontan a su infancia y le devuelven experiencias olvidadas. En el tratamiento de este caso difiere la versión de Brook respecto del original, ya que en el espectáculo el fármaco se impone, y con su ingesta el paciente debe resignarse a cortar su lazo con el pasado. The man who... se desarrolla con fluidez sobre una estructura extremadamente simple y lineal que no tarda en volverla previsible. La exposición detallada --y por momentos didáctica-- de cada caso clínico corre el riesgo de no despertar más que curiosidad: no asume el valor de una metáfora sobre otros mundos privados que puedan existir más allá de las afecciones neurológicas. En concordancia con el espíritu del libro, Brook sostiene una mirada compasiva respecto del paciente: sus actores encarnan personajes afables que colaboran activamente con los médicos que los atienden, aunque, en algunos casos, su asombro inocente o su tímida mansedumbre pueden ser confundidos con falta de inteligencia. En este contexto, el renombrado actor africano Sotigui Kouyaté no lució ninguna habilidad interpretativa destacable. De los cuatro actores que desempeñan alternadamente los roles de médico y paciente (entre los que está David Bennent, quien a la edad de 12 años había protagonizado El tambor, la película que Volker Schlondörff dirigió sobre la novela de Günter Grass), se destacan Bruce Myers y Yoshi Oïda.
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