Por Diego Fischerman
La ópera La
ciudad muerta, de Erich Wolfgang Korngold, tiene virtudes y defectos propios. La versión
estrenada en el Colón aporta elementos en ambas categorías. Una dirección orquestal
precisa y musical por parte de Lano, la escenografía detallista hasta la obsesividad de
Oswald, una protagonista femenina escénicamente convincente, la solidez vocal de
Pittman-Jennings y la parte del Pierrot, cantada con gran calidad por el argentino Marcelo
Lombardero están entre lo positivo. En el otro rubro deben contabilizarse una orquesta
con serias dificultades para responder a cualquier conductor que pida sutilezas y un tenor
Carlos Bengolea que para cubrir una cancelación salió con valentía al cruce
de un papel dificilísimo y para el cual no tiene el registro adecuado.Compuesta cuando
su autor tenía 23 años, esta ópera en muchos aspectos brillante declara a los gritos la
condición de niño prodigio de quien la escribió: no hay momento en que no aparezca en
primer plano todo lo que Korngold era capaz de hacer. Y ese virtuosismo, sobre todo en lo
orquestal, a veces se vuelve en contra. Las reminiscencias de Richard Strauss y, por
supuesto, el anticipo del lenguaje hollywoodense que el compositor contribuyó a inventar
durante su posterior exilio estadounidense, conforman al mismo tiempo lo mejor y lo peor
de la obra. Por momentos la inspiración es avasallante; en ocasiones, los lugares comunes
y la cursilería son abrumadores. El otro tema es el libreto, con debilidades insalvables
y, también, rasgos de inteligencia. Sin las innecesarias repeticiones de la mención a
la ciudad muerta (un simbolismo que queda bastante claro desde el principio) y
sin los inexplicables diez minutos finales, ésta podría ser la gran ópera del siglo
sobre el deseo y el amor fatal. La ciudad muerta debería terminar con el grito de
Marietta al ser asesinada por Paul, luego de haberse apoderado de los lugares y las cosas
de la mujer muerta a la que el protagonista venera. Pero no. Paul despierta y, como en una
redacción escolar mal escrita, descubre que todo ha sido un sueño.
En ese contexto, Oswald y Lapiz juegan a la evocación de un film en blanco y
negro de la década del 30, con un detalle y una precisión pasmosa. Los cuadros que
cuelgan del techo, las irrupciones de la ciudad de Brujas en el segundo acto (dando la
idea onírica de los cambios repentinos de escenario) y una monumentalidad en la que no se
resiente la sutileza, son verdaderamente impactantes. En cambio, las tensiones entre los
personajes no aparecen trabajadas con la misma profundidad e, incluso, cierta
caracterización plana de Marietta (más como prostituta que como mujer que defiende su
lugar la vida en contra del de la muerta) debilitan la trama. Cynthia Makris,
a pesar de sus imprecisiones en la afinación, logra convencer en su papel, sobre todo
gracias a su presencia escénica. A quien le tocó bailar con la más fea fue a Carlos
Bengolea. Con bello timbre y buen fraseo en el registro medio, durante toda la función
del estreno mostró dificultades espantosas con los agudos. Lombardero, en su breve
aparición como Pierrot (en el cuadro del sueño en que aparecenlos artistas de la comedia
del arte) logró, por su parte, que su canción fuera uno de los pasajes más bellos de
toda la ópera.
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