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“TREN DE LA VIDA”, UN NOTABLE FILM DE RUMANO RADU MIHAILEANU
Cuando la vida no siempre es bella

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Para “Tren de la vida”, fabular es la vía para remontar el sentido profundo de la Historia.
El film recupera aquello que el Holocausto quiso aniquilar: la cultura judía de Europa oriental.

Por Horacio Bernades

t.gif (862 bytes) Inevitables comparaciones entre El tren de la vida, segunda película del rumano Radu Mihaileanu que hoy se estrena en Buenos Aires, y La vida es bella, de Roberto Benigni. Si hay una coincidencia entre ambas, es que tanto una como otra apuestan a conciliar lo que en los papeles aparece como inconciliable: risa y Holocausto. Más allá de las disputas sobre autorías, robos y plagios (a Benigni se le “ocurrió” la idea de La vida es bella luego de que Mihaileanu le presentó el guión de El tren de la vida) lo que importa es cómo y para qué se pone a funcionar la risa en uno y otro caso.
En el corazón de ambas películas habita una fábula. En La vida es bella, la que el padre inventa para su hijo, en el campo de concentración, aparece como la frutilla en la torta de una gigantesca maniobra de negación. Mientras que en El tren de la vida, fabular es la vía para remontar el sentido de la Historia y recuperar justamente aquello que el Holocausto aniquiló: la milenaria, rica y vital cultura judía de Europa oriental. En última instancia, Mihaileanu no convierte al espectador en esclavo de su fabulación, sino que le recuerda, mediante un mecanismo de distanciamiento casi brechtiano, dónde está parado en relación con el cuento que se contó. En un final que es un genuino mazazo emocional, le recuerda, sobre todo, que la Historia no fue cuento. Sino, lisa y llanamente, el Horror.
“Erase una vez ...”, se oye decir a Shlomo, el tonto del lugar (excelente Lionel Abelanski), para empezar a contar “la historia de mi pueblo”. Es una bella, idílica tarde de 1941 (o 5071, aclara el narrador), y Shlomo avista, a la distancia, la llegada de las tropas nazis, en avance sobre su aldea o shtetl. Como en Ricardo III, en El tren de la vida la Historia es el relato de un loco (hasta qué punto Shlomo lo es, es una incógnita que Mihaileanu no despejará). Este relato está lleno de sonido, sí, pero nunca de furia, sino de una inmensa y triste alegría: la de esa cultura judía-europea que los nazis gasearon. En su viaje a los orígenes, Mihaileanu inscribe decididamente su relato dentro de una tradición de cuento popular que se remonta a los tiempos de Scholem Aleijem, Elie Wiesel e Isaac Bashevis Singer y que supo reflejar, con mucho humor e ironía, la vida cotidiana de aquellos pueblitos.
Pero no es ése el único referente al que acude Mihaileanu. Como en Ser o no ser, el clásico de Ernst Lubitsch, los habitantes del shtetl combatirán a los nazis con las armas de la comedia. Es decir, con un engaño, que sólo al loco de Shlomo podía ocurrírsele: en lugar de huir o presentar un inútil combate, por qué no autodeportarse, consiguiendo un tren y simulando ser un contingente de prisioneros judíos y sus carceleros nazis, con uniformes y todo. Todos se ponen manos a la obra, y la comunidad se muestra allí como un organismo vivo, reaccionando en conjunto (aunque no sin duras “internas”) frente a la amenaza: alguien irá a buscar un viejo vagón y un maquinista, otros harán las cuentas, los de más allá confeccionarán los uniformes (“¿los judíos no somos acaso los mejores sastres?”), vendrá un erudito en lenguas a dar clases veloces de alemán.Guionista y dialoguista, en ambos terrenos Mihaileanu luce igualmente inspirado, tanto como su realización desborda de ímpetu cinematográfico. Claro que el rumano cuenta con un elenco espléndido y dos laderos de máximo talento, a los que les saca todo el jugo. En la fotografía, el griego Yorgos Arvanitis (iluminador de La mirada de Ulises y otros films de Theo Angelopoulos) deja entrar toda la luz que el relato pide, mientras que Goran Bregovic (el mismo de Tiempo de gitanos, Sueños en Arizona y Underground) baña la banda sonora de empuje klezmer, con muchos acordeones, bailes y violines.
El humor judío, se sabe, suele ser ferozmente autoirónico, y en esta línea El tren... muestra idische mames que sufren por hijos ya más que grandecitos, rabinos anticomunistas, contadores que no quieren gastar un centavo de más ni aunque la causa lo pida a gritos y empresarios que se identificarán peligrosamente con el agresor nazi. Autoironías que le ganaron al judío Mihaileanu, aquí y allá, ridículas acusaciones de antisemitismo. Esos acusadores de dedo en alto no habrán sabido ver, es obvio, el altísimo poder metafórico y trágico que tiene este nuevo éxodo de un pueblo amenazado de exterminación. En viaje hacia una tierra prometida a la que tal vez nunca hayan llegado: Eretz Israel.

 

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