Por Diego Fischerman Más cerca de las cantigas que
del fado y más cerca de la new age que del riesgo estético. En ese territorio, Madredeus
explaya sus virtudes y sus pobrezas. Por un lado, la maravillosa voz de Teresa Salgueiro,
una cantante de timbre bellísimo y capaz de manejar los matices, de elegir la amplitud
del vibrato (o su ausencia) y de frasear con expresividad. Por otra parte, el grupo
propiamente dicho: temas muy similares entre sí, tratamientos planos, falta de
imaginación en los arreglos y la total carencia de variedad en la instrumentación. Los
cuatro instrumentos tocan siempre juntos. No hay dúos, tríos ni solos. El sintetizador
se limita a hacer los acordes, como si se tratara de una orquesta anémica, la guitarra
baja hace los bajos, la segunda guitarra hace arpegios y la principal puntea. Las
secuencias instrumentales entre estrofas no agregan material nuevo y se ciñen a la
repetición por el sintetizador o la primera guitarra de la melodía que antes estuvo en
la voz de Salgueiro. Con esos elementos, el grupo más popular de Portugal se presentó en
Buenos Aires por primera vez. No resulta extraño que parte de su fama se deba a la
participación en Historia de Lisboa, el film de Wim Wenders. La música de Madredeus
transita con comodidad por ese lugar común de mucha de la música para películas que se
produce en la actualidad: la ambientación blanda y sin contenidos propios. En efecto,
ésta es una música para películas pero sin película. O, tal vez, una música ideal
para prender velitas, tomar vino y colocar de fondo. Pero difícilmente algo capaz de
ocupar el centro de la escena.Un concierto de Madredeus es, entonces, una especie de
contrasentido. Salvo por el magnetismo innegable de la cantante, el clima de ensoñación
que produce su música con frecuencia cae peligrosamente del lado del sueño a secas. Todo
es más o menos agradable. No hay agresión. Las melodías son lindas y a nadie podría
molestarle demasiado el sonido de tres guitarras. Pero ahí termina todo. Lo que Madredeus
ofrece es bien poco. Apenas un look vagamente étnico, vagamente estático y vagamente
meditativo. Ni las letras son grandes poesías (más allá de lo que declare el líder del
grupo, el guitarrista Pedro Ayres Magalhâes en el sentido de que lo suyo es “poesía
cantada”) ni las músicas son demasiado sorprendentes. El punto álgido, de todas
maneras, es el sintetizador. Independientemente de la falta de aprovechamiento de las
posibilidades que dan cuatro instrumentos en relación con las texturas y densidades, el
desperdicio del sintetizador es francamente alarmante. A esta altura del partido poner en
el escenario un instrumento de esas características para que haga de mala orquesta de
cuerdas, de campanas, de una tímida arpa de boca o de flautita ostensiblemente falsa, es
por lo menos anticuado. Con poco más, Madredeus podría ser un muy buen grupo. Con algo
de osadía en los arreglos y apenas un toque de inteligencia en los desarrollos formales,
podría tratarse de canciones hermosas. Con un algo de riesgo, podrían ser más que
agradables proveedores de agradable música de fondo. Por ahora, la única que trasciende
esa frontera es su cantante.
GATTI Y LA ROYAL PHILHARMONIC
El momento de la música
Danielle
Gatti es uno de los directores jóvenes más importantes del momento. Y este viernes y
sábado estará en Buenos Aires, conduciendo la Royal Philharmonic Orchestra, el organismo
fundado en 1946 por Sir Thomas Beecham. “El momento anterior a dar la entrada, cuando
la batuta está en el aire, es en el que se define toda la música”, explica.
“Allí se establece la conexión mental y espiritual con el público y con los
músicos; allí se conquista (o no) al estado de gracia.” Director de versiones
notables de los poemas sinfónicos de Respighi, de Mahler y Bartok, en estos dos
conciertos –en el Colón y para el ciclo Harmonia de la Fundación Cultural
Coliseum–, interpretará la Obertura de Tannhäuser y Preludio y Música para el
Virnes Santo de Parsifal, de Richard Wagner, y la Sinfonía Nº 4 de Anton Bruckner (el
viernes) y la Sinfonía Concertante en Mi Bemol Mayor, K 364, para violín, viola y
orquesta de Wolfgang Amadeus Mozart y la Sinfonía Nº 9 de Gustav Mahler.
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