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OPINION
El bussismo terminal
Por Miguel Bonasso

No hace falta conocer los entretelones de la crisis para percibir que la era bussista concluye en un colapso generalizado. Al visitante le basta recorrer las calles céntricas de San Miguel de Tucumán para advertir de qué manera caótica finaliza una utopía reaccionaria que ascendió al gobierno pregonando el orden y la buena administración. En la Plaza Independencia, donde se erige la Carpa del Aguante, los empleados municipales, que llevan cuatro meses sin cobrar el sueldo, marchan al son de tambores y puteadas. En cualquier momento serán reemplazados por los maestros que llevan cincuenta días de huelga. De la Casa de Gobierno, abandonada por un general en desbandada, salen policías armados de garrotes, cascos y escopetas lanzagases que ya no espantan a nadie. Los policías corren a tomar sus puestos, pero ni ellos mismos parecen muy seguros de lo que van a hacer, a pesar de que el gobierno provincial les ha blanqueado una parte de la paga que recibían en negro. Las escaleras de piedra del Palacio están cariadas, carcomidas por las certeras pedradas de otras movilizaciones y la puerta principal que da a la plaza mayor se desdibuja en las paredes ennegrecidas por algún incendio de neumáticos. Sólo falta encontrar en los salones de la Casa de Gobierno alguna vaca extraviada para certificar que ha llegado el otoño del Patriarca. En su interior Raúl Topa, vicegobernador en ejercicio del Poder Ejecutivo, hijo rebelde del general prostático, hace malabarismos con el justicialismo que llega y ese Carlos Vladimiro Corach que no manda los ATN, para pasar el interminable chubasco. En las calles estrechas, de casas bajas, donde este país dijo que iba a ser independiente, rebota el estampido de las bombas de estruendo y los parroquianos salen de los cafés para preguntarse dónde estallará el próximo quilombo. Alguien comenta entonces: “Están quemando el Concejo Deliberante”. Y otro: “Marchan hacia la Legislatura”. Las broncas explotan al calor de las noticias: los municipales han descubierto que el nuevo intendente, el hiperbussista Jorge Uasuf, ha preferido pagarle una cuenta de 46 mil dólares a la agencia que le hace la publicidad antes que atender las demandas estomacales de los empleados sin sueldo. La noticia se propaga en las aceras y un grupo de enardecidos marcha hacia el antiguo supermercado de Uasuf y le pulveriza los vidrios a pedradas. Se comprende que no lo amen. Unos minutos antes el intendente ha dicho por radio que no le importa “que incendien la provincia” y que no está dispuesto a dialogar con los gremios a los que insinúa un vendaval de caucho en un claro intento de apagar las llamas con nafta que evoca su procedencia. Del interior de la provincia tampoco llegan buenas noticias: en Aguilares, a ochenta kilómetros al sur de la capital tucumana, los obreros han ocupado un ingenio y mantienen como rehenes a dos empleados de confianza de la patronal. Algunos alarmistas dicen que podrían ahorcarlos. Por si fuera poco los balazos asesinos de Ramallo viajan 1300 kilómetros para convertirse en piquetes de bancarios que tratan de impedir el accesode la clientela a los bancos que, pese a todo, decidieron abrir sus puertas. No parecen preocupados por el riesgo-país cuando maldicen a los que pretenden realizar sus operaciones cotidianas. Centenares de huevazos chorrean las puertas de vidrio de los templos finiseculares. Ajeno a estas contrariedades el general genocida, que lloraba por sus cuentas suizas, entrega sus desdichas biológicas a los médicos del Hospital Alemán, en la remota Buenos Aires. Ya no conduce nada, ni siquiera a su propia tropa que está dividida entre la Fuerza Republicana y los herejes del Nuevo Orden Solidario (NOS), la escisión de los fachos dialogantes que conduce el mefistofélico Topa. La recaudación funciona peor que las vías urinarias del general y un gobierno sin alternativas sólo sabe mirar hacia Buenos Aires y extender la mano que el poder central le ha soltado. Sobre una población hambrienta, en la que se huele el odio y el resentimiento pende la espada de Damocles de la Ley de Emergencia Económica (llamada la Superley) que insinúa despidos masivos en la administración pública y un achicamiento del Estado. Ley cocinada entre los topistas y el justicialismo que llega con el ya deteriorado gobernador electo Julio Miranda. En una esquina, un justicialista de toda la vida grita su desengaño: “Qué peronistas ni peronistas, son hijos de puta”.

 

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