Por Diego Bonadeo Hace más de sesenta años,
los sudafricanos Elliott y Wolheim internacionales los dos y llegados a la Argentina
para jugar por los Springboks contra equipos de nuestro país decidieron quedarse
aquí a jugar por Hindú con empleo garantizado, lo que amarilleaba por lo menos sus
condiciones de amateurs a ultranza. Ahí comenzó una historia de sigilos y cuchicheos
alrededor del tema que todavía hoy parece no haberse blanqueado del todo en el rugby
argentino, que ayer partió rumbo al IV Mundial.Tampoco se supo hasta dónde fue cierto
aquel pedido de los rugbiers franceses de Section Paloise cuando, en 1965, apenas
concluida la primera y recordada gira del seleccionado argentino por Africa del Sur,
habrían sugerido cierta retribución económica por jugar contra Los Pumas en la cancha
de Gimnasia y Esgrima. Y así fue creciendo el rugby de los jugadores, entre pacatos e
hipócritas, en un medio como el nuestro, estructuralmente atípico entre los países con
un buen nivel competitivo internacional, con sus altibajos, pero que en su historia
reciente 35 años a esta parte, en términos de seleccionados nacionales les
ganó alguna vez por lo menos a todos, salvo a los All Blacks neocelandeses, contra
quienes se recuerda, muy especialmente, un empate y un partido perdido inmerecidamente en
la misma temporada.Con tres frustradas participaciones en otras tantas Copas del Mundo
las tres disputadas hasta ahora, en 1987, 1991 y 1995, ganadas respectivamente por
Nueva Zelanda, Australia y Sudáfrica, la edición británica a iniciarse en una
semana entregó prolegómenos confusos y turbulentos en la preparación de Los Pumas.
Aparte de las luchas intestinas en el rugby argentino (que no solamente suponen las
disputas casi geográficas y culturales entre porteños y provincianos) pareciera que no
solamente las desinteligencias entre la UAR (Unión Argentina de Rugby) y la URBA (Unión
de Rugby de Buenos Aires) pasaran por materias opinables. Quienes alguna vez aseguraban
que la dirigencia del rugby argentino de treinta o treinta y cinco años atrás parecía
más una feria de vanidades que un grupo de gente de buena voluntad que pretendía lo
mejor para el juego, no parecían estar equivocados.Independientemente de la olvidable
gestión de José Luis Imhoff como entrenador del seleccionado nacional, todo lo que
sucedió desde su alejamiento no puede menos que preocupar seriamente a quienes quieran al
juego de verdad. No es posible que desde la presidencia de la Unión Argentina de Rugby, a
través de Luis Gradin (un Puma histórico si los hay), se insista en que los integrantes
del establishment rugbísticamente correcto vean con malos ojos que alguien
rentado esté a cargo de un equipo, de un combinado o de un seleccionado, y que, por esto,
quien recibe un sueldo deba aparecer en un segundo plano.Tampoco es posible que algún
advenedizo de los que nunca faltan ignore que este rugby del fin del milenio en la
Argentina tiene una historia. Y que esa historia la escribieron y la jugaron los
jugadores. No los merodeadores del poder que entregan su honra si es que la
tienen por un viaje, un congreso, un saco con el consabido escudo, una corbata o un
cóctel en la International Board.
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