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Por Fernando D'Addario "Me gustaría que dentro de cien años mis medallas le sirvan a algún pariente borracho para cambiarlas por una botella de tequila en una cantina. Un borracho dolido, que diga: 'esto era de Chavela', aunque ya a nadie le importe. Diplomas, medallas, quedarán en el olvido. Quizás alguien escuche alguna vieja canción y le sirva para algo. Yo siempre canté para los que han perdido, para los que les duele la existencia", dice Chavela Vargas en una entrevista con Página/12, antes de su inolvidable show en el teatro Opera. En ese show hay una cantante que le saca chispas a un escenario tan amplio como solemne. Hay, claro, una mujer que es mucho más que una cantante. La gente (target ABC1, prolijidad atenuada por las circunstancias) percibe esa falsa dicotomía: mujer, cantante, leyenda, se funden en cada gesto de melodrama verídico, en cada desgarro previsible pero honesto y, también, en un par de desafinaciones que, más que delatar la tiranía del calendario, agregan blasones a una trayectoria plagada de recaídas. "A mí me quiere gente muy diferente. Gente de la elite, muy prolija y formal, que en algún lugar de su alma quisiera ser como Chavela. Ellos quisieran haber vivido a fondo, pero no lo hicieron, y entonces proyectan en mí esa fantasía. Y también tengo muchos amigos ladrones y asesinos. Me he llevado mejor con ellos que con la policía, y siempre confié en ellos. Una vez fui a cantar a una cárcel, y el director no entendía cómo tenía tanta conexión con los asesinos. Es que ellos, igual que yo, saben lo que es sufrir, me entienden y yo los entiendo". No hay, o al menos no se dejan ver, asesinos y ladrones en el teatro Opera. Sí gente que se fascina ante la sublimación del sufrimiento ajeno. Pobre tipo el que haya vivido la mitad de las cosas que le pasaron a Chavela. Pobre tipo el que nunca haya soñado con vivir algunas de sus desventuras. Ella está cantando "Que te vaya bien", el despecho convertido en ranchera, pero el dolor que expresa llevando sus manos a la cara y regalándole un plus de dramatismo a los de por sí dramáticos versos de Federico Baena, se ve compensado con la satisfacción que provoca saber que está ahí, agradecida, plena, y con ganas de darle batalla a la derrota. Ese glamour que tiene quien puede contar (sí, contar más que cantar, como si fuese una Goyeneche con poncho azteca) sus antiguas desgracias con un tono reivindicatorio, a diferencia de Lucha Reyes, otra mexicana de culto, retratada con maestría por el cineasta Arturo Ripstein. Lucha Reyes perdió de verdad, como miles de perdedores. Chavela eleva su derrota al panteón de los agradecimientos y cuando canta "El último trago" es la auténtica Reina de la noche. "Yo veía que los hombres le cantaban a las mujeres como diciéndoles 'vete, hija de la chingada', y entonces decidí cantar de mujer a mujer. En México me crucificaron por ser distinta. Creo que no me mataron porque les dio vergüenza. Es el complejo del macho, que lleva al hombre a determinar quién es hombre y quién es mujer de acuerdo con quien te acuestes. Poco después de nacer me enseñaron que si me acostaba con un hombre iba a quedar panzona. Cuando decidí que era tiempo de elegir, elegí no quedar panzona. Me peleé con mi madre, que me quería casar con un señor de nombre Bolívar. Le dije: 'no me voy a casar jamás, ni voy a tener hijos'. ¿Para qué iba a tener hijos, para que salieran como yo y tuviesen que sufrir que les dijeran anormales?" Chavela, ahora arriba del escenario, invita a su amante mujer a irse, "donde no haya justicia/ni leyes ni nada/nomás nuestro amor" ("Vámonos"), en una suerte de nihilismo romántico que no hace más que acentuar su ambigüedad. Como que su clásico "Macorina" ("ustedes saben que yo no compongo canciones, más bien "descompongo", dice, y todos entienden de qué se trata) es al mismo tiempo una bandera de lesbianismo en tiempos difíciles y un himno tomado por el grupo guerrillero FMLN, de El Salvador. Nadie sabe bien dónde ubicarla, porque las esquirlas de su leyenda salpican a todas las opciones de vida que le escapen a los convencionalismos. "Dentro de poco habrá elecciones en Argentina, ¿no? Yo creo que las elecciones son un fraude. No sólo en Argentina sino en todo el mundo. Sólo sirven para que unos pocos jueguen con los sentimientos del pueblo. Yo crecí entre revoluciones de todo tipo. Y me gustaría ver una revolución en serio. En algún momento confié en el Subcomandante Marcos, pero ya pasó su hora. No supo aprovechar su momento. La suya no hubiese sido una revolucioncita así nomás, sino que ese movimiento podía haberse expandido por todo el mundo. Pero Marcos se quedó, no lo hizo." Chavela, declarada ciudadana ilustre por el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, es más punk que Sid Vicious, más romántica que Luis Miguel ("ese babosito al que sólo le importan los dólares que se lleva") y más creíble que el más creíble de los políticos. Y aunque pretenda minimizar su leyenda, no hace más que agigantarla: "Las malas lenguas decían que yo era amante de Trotsky. ¡Qué iba a ser, si era horrible ese hombre! Además, era un viejo loco. Pero qué inteligente... Yo me quedaba horas escuchándolo. Muchas veces dicen de mí: 'Cómo sabe Chavela'. Y yo no sé muchas cosas. Sólo supe escuchar." Es cerca de medianoche en Buenos Aires. Fueron 20 canciones, casi todas las que la gente quería. Un par de guitarras acompañaron con melancolía el paseo de Chavela por cantinas de mala muerte, el Olimpia de París, Almodóvar, Frida Kahlo y Clark Gable. "Nací con la tristeza incorporada. Sin ella no sería Chavela. La tristeza es mi hermana, por eso, aunque me apene, la considero encantadora". El público se va caminando por la Avenida Corrientes. Se lo ve encantadoramente triste. O agobiadamente feliz. Como a Chavela.
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