Onetti
era un lector incansable de policiales. En la violencia de sus tramas puede rastrearse la
marca de estas lecturas, aunque no en su manera de escribir. El infierno tan temido es un
buen ejemplo de relato negro. Y en su versión cinematográfica, un ejemplo perfecto del
peligro de toda adaptación. Un cronista
reporteaba a James Cain, el escritor de El cartero llama dos veces. El cronista le
preguntó a Cain: ¿Usted está satisfecho con lo que en Hollywood le hicieron a sus
libros?. Sobrador, Cain le señaló la biblioteca: Mire, mis libros están
ahí, intactos. Nadie les hizo nada. Y esta anécdota puede ser útil para
ejemplificar cómo son de peleadas las relaciones entre literatura y cine.
No se trata sólo de lo que tienen de específico dos
lenguajes completamente distintos. Excelentes cuentos y novelas, traducidos al cine, a
menudo dieron por resultado films abominables. Por lo general, la complejidad del relato
literario se simplifica en el cine, como si la imagen misma, con su vocación ilustrativa,
pedagógica, volviera obvio, pedestre, aquello que expresado en palabras es sutil y
complejo. A la inversa, textos mediocres inspiraron films notables. Nadie se acuerda
quién fue el autor de La dama de Shanghai, pero muchos no olvidan que Orson Welles la
convirtió en una película de culto.
Pienso que a un novelista le importa un corno le
debe importar un corno que el lector esté interesado o no. Lo único que le importa
es estar interesado él, dijo alguna vez Onetti, sentencioso como era su costumbre.
Si esto pensaba, admonitorio, acerca del oficio de escribir, no es difícil conjeturar
qué podía pensar de la escritura cinematográfica, ese texto en tránsito. Faulkner,
maestro y fetiche de Onetti, habría coincidido al respecto.
A propósito, cabe consignar que las relaciones de Faulkner
con el cine fueron, por lo menos, conflictivas. Faulkner recordaba su pasaje por la
industria como una pesadilla que debió aguantar para librarse de deudas. Si algo no se le
escapaba a Faulkner era que, en primer plano, en toda película está siempre el dinero
como condicionante. En su estadía en Hollywood, Faulkner no dejó ninguna huella digna de
subrayar. Quizá, una adaptación de Chandler para Hawks. El resto, como él evocaba
amarga y sarcásticamente, películas de faraones. Sus novelas, el territorio donde
Faulkner era Faulkner, en cambio, siguen formulando una visión pesimista del mundo, un
estilo en el que conviven las imprecaciones bíblicas con el pathos shakespeariano. Ese
estilo, inconfundible, no encontró aún una sola versión cinematográfica decente. En lo
exclusivamente literario, ese estilo, seguido de cerca, fascina. Pero también puede
derivar en la parodia. A Onetti le costó despegar de su influencia. Sin embargo, como
narrador tozudo en construir un modo personal de narrar, tardó pero finalmente logró
independizarse de la sombra cautivante de Faulkner.
Meterse con Onetti, como con Faulkner, tiene bastante de
riesgo. Hace falta devoción, hay que ser fanático de Onetti, porque Onetti lo exige para
desentrañar sus atmósferas. Y nace falta audacia, ya que Onetti plantea una percepción
enrarecida de la existencia, la búsqueda sempiterna de aquello que le queda de puro a
hombres y mujeres que cayeron bajo, una búsqueda que se manifiesta en la forma de
entrarle a una historia por el costado menos previsible. Entonces, filmar a Onetti
reactualiza estas cuestiones. Es una apuesta fuerte. La expectativa se vuelve
justificable. |