Por Ariel Dorfman * De todas las batallas de su
interminable vida, hay una que el general Augusto Pinochet, detenido por la Justicia
británica desde octubre pasado, ya no tiene la menor posibilidad de ganar. No me refiero
a la batalla por evitar su extradición a España como responsable de tortura y genocidio.
Sea cual fuere el resultado del procedimiento judicial que se inicia mañana en Londres y
que va a determinar su destino inmediato, el general ya ha perdido una contienda
considerablemente más crucial, la lucha por el modo en que su nombre habrá de morar y
permanecer en el vocabulario de los pueblos, el sentido universal que se le otorgará en
adelante y para siempre a las duras sílabas de su apellido. El general Pinochet ha
perdido la batalla por controlar el lenguaje del porvenir.Durante la mayor parte de mi
vida adulta me ha obsesionado Pinochet, no sólo como figura sino que también su destino
último como palabra, de qué manera se transmitiría su significado a las generaciones
venideras. Para mí, por cierto, a lo largo de los largos diecisiete años de su dictadura
y mi exilio, Pinochet era la personificación de la tiranía, un hombre que había
traicionado al presidente que lo designó en su puesto, el culpable de los asesinatos y
desapariciones y vejámenes que convirtieron a Chile en una copia infeliz del infierno. Me
encontraba yo tan alucinado por el deseo de predecir cuál vendría a ser el juicio final
de la historia, que en una de mis novelas llegué a conjeturar que en treinta mil años
más los padres, en un país del Cono Sur de América latina que yo quise llamar Tsil,
iban a leer a sus hijos un cuento de hadas donde aparecería un dragón especialmente
artero llamado “Pinchot”, epíteto que a su vez los niños en ese futuro lejano
utilizarían como un ultraje. Y, sin embargo, al mismo tiempo que yo alegremente
profetizaba que la ficticia estirpe del porvenir se serviría del nombre de Pinochet para
insultarse mutuamente, me iba dando cuenta de que en la verdadera lucha por ocupar un
lugar en la jerga común de la humanidad, la representación pública del general se
estaba construyendo con acepciones que me complacían bastante menos. A Pinochet no se lo
estaba asociando tan sólo con las repentinas asonadas militares (como en el uso habitual
de pinochetazo), sino que también con la mano de hierro que supuestamente se precisaba
para imponerle a un país recalcitrante y subdesarrollado un modelo económico
modernizante que lo arrastraría, sin hacer caso de sus protestas, hacia las maravillas
del progreso. Cuántas veces escuché yo en mis viajes del destierro esa frase admirativa
y admonitoria: “¡Lo que este país necesita es un Pinochet!”. Es decir: este
pobre país necesita un macho que ponga en su lugar a los ciudadanos díscolos y a los
trabajadores sediciosos. Claro, pensaba yo para mí, y que los aterrorice para que no
ofrezcan resistencia a la terapia de “shock” decretada por un sistema global
como precondición indispensable para hacer inversiones de capital extranjero.Esta ambigua
encarnación de Pinochet –mezcla de ogro aterrador y paradigma histórico
eminentemente imitable– no desapareció, como yo lo había esperado, cuando Chile
retornó, en 1990, a una democracia precaria y restringida. No sólo se seguía amenazando
al pueblo chileno, si era desobediente, con la sombra y resurrección de Pinochet,
instalado todavía durante ocho años como comandante en jefe del ejército, sino que
ahora además se lo glorificaba en otras sociedades que vivían sus propias turbulentas
transiciones a la democracia. Rusos de todas layas (y no sólo los ultranacionalistas)
proclamaban que era imperativo un “Pinochet soviético” para poner orden en sus
estepas y mercados, y en una visita a Chile Valtr Komarek, nada menos que el vicepremier
de Vaclav Havel, elogiaba a Pinochet como un “gran personaje” y un “líder
original”, cuyo modelo económico los checos harían bien en emular.De manera que,
pese a una campaña mundial de los activistas de derechos humanos, tanto el hombre como
esa palabra, Pinochet, lograron escurrirse de una connotación inequívocamente negativa.
A la imagen del dictadorsangriento y severo se sobreponía la figura paterna de un
Pinochet que trataba a los habitantes de su país como si fueran niños ignorantes a los
que hay que ofrecer una feroz, aunque benevolente, disciplina para que entren en vereda.
Un modernizador, hasta un liberador, alguien que no teme derramar un poco de sangre para
salvar a un país, como alguna vez lo declaró Kissinger en forma infame, de su propia
irresponsabilidad. Pinochet, por ende, hasta el día de su detención en Inglaterra había
llegado a simbolizar para millones de ciudadanos del mundo entero, una advertencia. Una
advertencia a los rebeldes: que no soñaran con subversiones, con otras versiones y
visiones alternativas de la humanidad. Una advertencia a los pobres: miren las
consecuencias temibles de ser excesivamente exigentes o libertarios o criticones o tan
sólo flojos. Pinochet: un sinónimo de miedo.Los acontecimientos del año que acaba de
pasar han reconfigurado en forma drástica la semántica de Pinochet. Su encierro,
múltiples procesos y, más que nada, incesante humillación, han llevado a una
extraordinaria metamorfosis de esa palabra advertencia, invirtiendo los polos esenciales
de su significado. En vez de los indefensos habitantes comunes y corrientes de nuestro
planeta, los que ahora tienen pavor son sus atormentadores, los pequeños e inmensos
tiranos que no pueden evitar la presencia fantasmagórica de Pinochet en su horizonte.La
historia de este siglo no me autoriza a ser tan optimista como para creer que el caso
aleccionador de Pinochet detendrá instantáneamente la mano de quienes, alentados por sus
gobiernos a sentirse invulnerables, cometen violaciones a los derechos humanos en el mundo
de hoy. Pero esos hombres tienen que haber registrado en alguna zona oscura de su interior
la imagen del anciano dictador, despojado de su inmunidad y detenido por detectives de
Scotland Yard, no me cabe duda de que en este mismo momento el general Pinochet y su sino
repetible les está envenenando el día y pudriendo las noches.Y si finalmente los abusos
de derechos humanos no van a cesar debido al castigo ejemplarizador del general, de todos
modos se ha verificado una mudanza sutil en la forma en que la comunidad mundial se
imagina el poder y la igualdad y la memoria. Pienso en tantos hombres y mujeres que
lucharon por la libertad y que, habiendo sufrido en forma irreparable, en algún momento
solitario de su dolor o ante la proximidad de su muerte se murmuraron que quizás, algún
día, exista una medida de justicia, que quizás ellos no estén condenados a ser
perpetuadas víctimas, perpetuamente olvidados. ¡Y resulta que algo de razón tenían en
mantener vivo el mínimo rescoldo de esa esperanza! Y pienso también en todos aquellos
que después de haber inflingido ese dolor, se alejaron fumándose un cigarrillo o
echándose un caramelo en la boca y, en todo caso, encogiéndose de hombros, seguros de
que nunca nadie les iba a pedir cuentas. ¡Y ahora resulta que es muy posible que se hayan
equivocado!Se trata, por lo tanto, de un cambio, reducido pero significativo, en el
imaginario colectivo, junto con una modificación más visible, y potencialmente enorme,
en la jurisprudencia internacional. Aunque a Pinochet lo suelten mañana o pasado. Aunque
lo devuelvan a Chile por anciano o por enfermo o porque les conviene a quienes nos
gobiernan que así sea. Aunque no se haya arrepentido ni de una de las terribles órdenes
que dio. Esto es lo que el general ya no puede alterar: su nombre ha dejado de
pertenecerle.Durante décadas, yo me avergonzaba de que Chile hubiese, por su infortunio,
brindado a la humanidad tanto la palabra como la persona misma de Pinochet. Quién hubiera
podido adivinar que la palabra, por lo menos, terminaría siendo uno de los regalos de
nuestro pueblo al planeta, notificando fervientemente a cada niño que nace sobre esta
tierra que ellos no deben nunca, bajo ninguna circunstancia, en cualquiera de las muchas
vidas que les puede tocar, que no deberán ellos ser, jamás de los jamases, un Pinochet.*
El último libro de Ariel Dorfman es su memoria Rumbo al Sur, Deseando el Norte.
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