Por Silvina Szperling
El balance
del área danza del II Festival Internacional de Buenos Aires es francamente positivo. En
el rubro internacional, la presencia por primera vez de compañías europeas y americanas
de primer nivel despertó el interés de muchos espectadores y practicantes de la danza,
ejerciendo a su vez sobre ambos un rol didáctico al acercarles obras de diversas
estéticas y estilos. Apertura y cierre de la programación fueron igualmente
significativos. En el inicio, el grupo belga Rosas, bajo la dirección de Anne
Teresa De Keersmaeker, impactó fuertemente con la obra Drumming, sobre música de Steve
Reich. En ella todos y cada uno de los bailarines despliegan sobre el escenario una
energía que lo desborda durante los 60 minutos en los que Reich no deja que la intensidad
decaiga. En el cierre, la tríada Lapzeson-Müller-Brown no defraudó. Unidas por un
criterio de programación que, con buen tino, decidió resaltar el arte del solo, y
también por una coincidencia generacional, las obras de estas mujeres de edad cercana a
los 60 plantearon sus diferentes puntos de partida y tratamiento. En su despedida de la
escena, Noemí Lapzeson utilizó sus calificadas armas interpretativas en Un instant,
emocionando al público y pagando tributo a su maestra Martha Graham de un modo personal y
amoroso. Jennifer Muller presentó 2-1=1, una suite de dos solos: Attic,
por Yuniko Yoshikawa, y Regards (Miradas), con Leonardo Smith
interpretando a un homeless atrapado por la desesperanza. La señora Trisha Brown sedujo a
los espectadores a través de su intérprete y digna embajadora en Buenos Aires, Kathleen
Fischer, con If you couldnt see me (Si no pudieras verme), una obra en
la que la cara nunca toma contacto con el público. Brown, militante activa del movimiento
sesentista posmoderno de Judson Church, demostró que a través del manejo matemático del
movimiento puede surgir una gran sensualidad.
Otros puntos de interés fueron los dos espectáculos presentados por compañías
francesas: Paradis y Stances. La primera, de José Montalvo, se apoyó en un gran
despliegue visual y un manejo excelso del juego entre la imagen virtual y la real en una
obra de espíritu festivo que incluye a modo de collage bailarines de hip-hop y de danzas
tradicionales de las Antillas y Camerún, contrapuestos a otros de danza clásica y
contemporánea, cada uno brillante en lo suyo. Catherine Diverrès compuso en Stances una
coreografía en la cual integra el trabajo personal de cada uno de los intérpretes en
imágenes inquietantes iluminadas magistralmente y en las que se destaca el trabajo con la
energía y el ritmo en los largos pasajes en silencio. Cerrando con un solo que ella misma
interpreta en la penumbra, esta obra evoca las sombras de Kazuo Ohno y Pina Bausch. Ana
María Stekelman y su compañía Tangokinesis sumaron el sonido de diez bandoneones en
vivo integrando el tango y la danza contemporánea.
La programación nacional tuvo como criterio rector el de reponer obras de destacadas
compañías locales con el fin de promocionar su trabajo frente a una cuarentena de
directores de festivales internacionales especialmente invitados. Los espectáculos se
presentaban con entrada gratuita y en sección matiné. La selección fue impecable y la
experiencia permitió responder a la vieja pregunta: ¿dónde está el público de danza?
En el II Festival Internacional de Buenos Aires el público dijo presente, desbordando la
capacidad de las salas. A tener en cuenta: buena promoción y facilidades económicas es
todo lo que se necesita para que la danza contemporánea argentina convoque. Y en grande.
Pequeñas anécdotas fuera
de escena
Para muchos integrantes de las compañías extranjeras, la mejor
opción para después del trabajo fue la milonga. El Centro Cultural Torcuato
Tasso fue el lugar. Allí estuvieron, entre otros, Steven Berkoff, varios actores de
Orestea y David Bennent, el actor del film El tambor. Pero la sorpresa fue brindada por
los integrantes de Murx. Quienes vieron la obra podrán recordar el carácter más bien
sobrio e inexpugnable de los actores alemanes. Pero a la hora de bailar tango... se
quedaron hasta las 6 de la mañana y después pretendían seguir buscando milongas.
Ya me quedé afuera en Poroto, así que ésta no me la iba a
perder por nada del mundo. Eran las 2 de la tarde de un día de semana y a las 4
estaba programado en La Trastienda Puck. Sueño de verano, con entrada gratuita, al igual
que todos los espectáculos nacionales. La cola daba la vuelta por la avenida Belgrano y
llegaba hasta Paseo Colón. Pero el chico que se había quedado afuera de Poroto estaba
esta vez primero en la fila, junto con una amiga. Estaba allí desde las 10 de la mañana.
Había para repartir 270 entradas y había más de 400 personas esperando ver a Pablo
Echarri y compañía. Además, se repartían dos localidades por persona (decisión que
fue cuestionada por muchos espectadores), con lo cual unos cuantos se quedaron afuera. En
las colas de las distintas obras (Venecia, El pecado que no se puede nombrar y Glorias
porteñas fueron algunas de las más convocantes, además de Puck...) se vio un público
muy distinto del tradicional que concurre habitualmente al teatro (y también del que
pagó por los espectáculos internacionales). Muchos jóvenes, estudiantes, grupos de
amigos que iban con la vianda y almorzaban unos sandwiches a la espera de retirar sus
entradas.
Cada compañía tenía su angel, una suerte de
intermediario entre el artista y la producción del festival. Algunos ángeles sufrieron
ciertas excentricidades de parte de dramaturgos y actores, pero el que salió más
reconfortado fue el joven que acompañó a sol y a sombra a María Joao. La portuguesa
quedó tan encantada con su ángel que, antes de volver a su país, invitó al
chico y toda su familia a cenar en un conocido restaurante porteño.
En un lapsus de ecologismo criollo, un espectador decidió regalarle
un árbol a la compañía que trajo el espectáculo The Man Who. Los ingleses, que al
principio no entendían nada, hicieron luego lo que correspondía, y se los vio una
mañana muy emocionados plantando el árbol en la plaza Roberto Arlt, en Esmeralda entre
Bartolomé Mitre y Rivadavia. La gente de Peter Brook quiso conocer algo más que el
centro porteño y en un respiro de su apretada agenda teatral se escaparon a
San Antonio de Areco para comer un buen asado.
Sobredosis de teatro. En varias oportunidades la programación
proponía a los más fanáticos opciones para quedarse prácticamente toda la noche
mirando teatro. En el San Martín, por ejemplo, hubo quienes vieron a las 19 The man
who... en una sala y dos horas después, Orestea. Como en ninguno de los dos casos se
trata de obras cortas, los espectadores que se embarcaron en el maratón estuvieron 250
minutos seguidos viendo teatro. Esta situación también se dio el primer fin de semana,
con Murx (130 minutos) y El león y la domadora.
El interior del país estuvo representado por tres obras: El manjar
de los dioses, del cordobés Paco Giménez, El sueño inmóvil de Carlos Alsina
(Tucumán), y Metamorfosis, por el Círculo de Tiza, de San Juan. Estos últimos sufrieron
un percance con final feliz: el camión que traía la escenografía se encontró con una
manifestación en la ruta a la altura de Venado Tuerto, y no podía llegar a Buenos Aires.
Con desesperación, la producción del festival comenzó a armar contrarreloj una nueva
escenografía. Al final, sobre la hora del espectáculo, llegó la original, con lo cual
el Círculo de Tiza tuvo dos escenografías a su disposición. |
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