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Por Hilda Cabrera En esta segunda edición, el Festival de Buenos Aires no ganó la calle, ni siquiera bajo la forma de afiches, pero demostró que el público teatral todavía existe, y que a veces hasta se entusiasma. La primera función del sábado último de Daaalí abarrotó la Sala Martín Coronado. La obra de Els Joglars, un retrato atractivo pero complaciente sobre la personalidad del artista catalán Salvador Dalí, confirmó la diversidad estética de este encuentro, que contó con varias obras de carácter experimental. A diferencia de éstas, los catalanes dirigidos por Albert Boadella no intentan siquiera aparentar vanguardismo. Hacen un teatro de propia invención. Esto en el final de una fiesta teatral que comenzó el 9 de setiembre con la presentación de Laddio del mattatore, el espectáculo con el que Vittorio Gassman dijo despedirse de la escena. Más allá del horror que produjo en algunos teatristas locales la participación de este artista, la presencia del actor italiano en el festival fue para muchos una celebración. Esto se advirtió en la segunda y última función de su show, cuando la platea estaba compuesta de público-público y no de especialistas. La emoción se antepuso a la instancia dramática. De ahí que cuando el carismático Gassman dejó el país tras un exhaustivo chequeo médico, la gente no habitué a las salas se olvidó del festival. El encuentro se convirtió entonces en un ghetto: siempre las mismas caras y casi siempre las mismas diferencias de criterio. Las obras del circuito internacional que generaron mayor expectativa portaban currículum festivalero o venían de cumplir exitosas temporadas en los países de origen. Es el caso de Shakespeares villains, de Steven Berkoff. La atención se centró en unas pocas: Orestea, la morosa, siniestra y posmoderna creación de Romeo Castellucci. La sencilla y compasiva The man who..., de Peter Brook. La espléndida Murx. Una velada patriótica, de Christoph Marthaler, trabajada sobre tiempos internos y disparadora de significados, y Persephone, de Bob Wilson. Obras que llegaban con fama de experimentales. La última mezcla hábilmente extravagancia e investigación para configurar un espectáculo extrañamente abúlico, visualmente bello pero reiterativo. El espectáculo llegó, pero Wilson faltó a la cita, como otros famosos invitados: el suizo Christoph Marthaler, autor y director de Murx...(que con dramaturgia de Mathias Lilienthal representó a Alemania), el director inglés Peter Brook y Albert Boadella. Mürx..., por la Compañía Volksbühne de Berlín, fue la mejor obra del circuito internacional, en el que por motivos variados se destacaron La pantera imperial, de Carles Santos (acertada conjunción de teatro y música), Orestea, tediosa pero arriesgada, y con algunas escenas realmente inquietantes. También Daaalí por su festiva bufonería, y la puesta de Brook (la primera que se realiza en la Argentina), por la sutileza y el apacible humor con que se abordan temas complejos. Inspirada en El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, libro de divulgación del inglés Oliver Sacks, The man who... produjo por un lado desencanto y, por otro, trajo aire fresco. La fragilidad y transparencia de esta pieza acabó conquistando incluso a algunos desencantados de la primera hora. El inglés Berkoff es un caso aparte. Dotado de una ironía permanente, ganó lugar a base de histrionismo. Injustificablemente, no permitió que se tradujeran los textos de su unipersonal Shakespeares villains, con lo cual eliminaba de entrada al público no anglófono pero interesado en verlo. En la selección de las obras no hubo unidad de criterio en materia de calidad. De lo contrario no se entiende por qué la comisión (DanielVeronese, Mauricio Kartun, Roxana Grinstein y Jorge Dubatti) optó dentro del segmento latinoamericano del que se rescata Madame de Sade (Chile) por trabajos tan endebles como El león y la domadora (Colombia), Melodrama (Brasil) o Heavy Nopal. Hubo también protestas de los teatristas uruguayos: Nos dijeron que de los videos que vieron no les gustó ninguno. Mienten, porque ni siquiera los pidieron, decía Gloria Levy, de la organización del Festival Internacional de Montevideo. El segmento destinado a las obras nacionales fue cubierto con algunas de las mejores producciones de las dos últimas temporadas. Una invitación que, más allá de la real calidad artística de los trabajos, puso un dique a las internas y a quienes en la edición 1997 protestaron por diversos motivos y en todos los tonos. Los teatristas reunidos en ATI se conformaron con agrupar sus trabajos y retitular a la totalidad de sus puestas Festival Off. Otra es la situación de los ahora silenciosos alumnos de la Escuela de Arte Dramático, que en su batalla por conseguir un lugar digno de trabajo lograron la adhesión pública del carismático Gassman. Neutralizado y acotado, el Festival mantuvo durante todo su desarrollo un medio tono acorde con un país donde la cultura se construye al azar, pero donde se abre camino la idea de que la experimentación es parte natural de la vida artística.
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