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Por Diego Fischerman A las nueve en punto, el Teatro Colón explotó en una ovación. Martha Argerich apareció en el escenario, junto al pianista brasileño Nelson Freire y, en esa primera salva de aplausos y bravos lo que se premiaba era que una de las grandes pianistas de la historia, nacida en Argentina, volvía a tocar en este país después de trece años de ausencia. La media hora final de aplausos y bravos recompensada con tres bises saludaba otra cosa. Sencillamente, la entrega de una noche mágica. La música de cámara es, además del hecho de que toquen pocos instrumentos, una ética, una manera de hacer música. Y el concierto que Argerich y Freire ofrecieron fue ni más ni menos que una lección de música de cámara. Estuvieron, desde luego, el virtuosismo, la fuerza, la seguridad, los matices y la musicalidad de cada uno de los intérpretes. Pero estuvo, sobre todo, ese algo intangible que se produce cuando quienes hacen música se escuchan entre ellos, son capaces de adivinarse las intenciones, funcionan como partes de un todo y logran que cada nota, cada frase y cada inflexión tengan una cualidad casi improvisatoria. En un punto, Argerich y Freire tienen algo de almas gemelas. Ambos tocan lo que quieren y cuando quieren. Ninguno de los dos ha cedido a las imposiciones del mercado. Lo que sucede es que, si en el caso de la argentina, la industria discográfica y de conciertos le ha aceptado sus condiciones, en el caso del brasileño esto le ha costado ocupar un lugar en cierto sentido marginal. En un dossier sobre los grandes pianistas del siglo, la publicación francesa Diapason se refería a él diciendo que a pesar de su éxito resonante, sobre todo en Estados Unidos, es raro que se presente en público y aún más que se lo escuche en disco, lo que resulta lamentable para nuestro conocimiento de la música. Coetáneos (Argerich es apenas tres años mayor), formados en la misma escuela, amigos desde la infancia, esa suerte de hermandad se nota en el momento de hacer música. Los dos hacen un culto de la precisión rítmica y los dos construyen sus interpretaciones sobre la base de un detalle interno escalofriante. Quienes la vieron entre el público la semana pasada, en un concierto en que Bruno Gelber tocó junto a la Filarmónica de Buenos Aires, aseguran que sus manos sobre el borde del palco no pararon de teclear al unísono con el solista. Es posible que Martha Argerich no pueda dejar de tocar el piano, como no se puede dejar de respirar o de bombear sangre por el cuerpo. Tal vez ésa sea la causa de la naturalidad, de la comunicatividad prodigiosa que tienen sus interpretaciones. Donde para cualquier intérprete la técnica (o más precisamente lo mecánico) resulta central, en el caso de Argerich parece algo tan incorporado al cuerpo y al pensamiento que no se nota. Porque aunque parezca cursi decirlo, para Argerich su manera de hablar, aquello donde siente que tiene algo para decir, es el piano. Por eso esa timidez inenarrable y ese contraste entre el personaje reacio a las entrevistas, a las apariciones públicas, a los autógrafos o a los premios y la transformación evidente cuando se sienta frente al piano. El concierto, sin embargo, fue de un dúo de pianos y allí Freire tuvo tanto que ver como la argentina. Basta haber escuchado la manera en que atacó, en el primer movimiento de la transcripción de las Danzas Sinfónicas de Rachmaninov, lo que originariamente es un pasaje cantábile para el saxo. O sus acentos en La Valse de Ravel. Un movimiento de Mi madre la oca y dos de una de las Suites para dos pianos de Rachmaninov, cerraron una fiesta musical única. El capítulo Argerich continuará mañana, cuando toque con la Filarmónica de Buenos Aires el primer Concierto de Chopin, el miércoles, junto a uno de los grandes cellistas del momento, Mischa Maisky, con un programa de excepción (la segunda Sonata Op. 5 de Beethoven, la Sonata de Debussy, las Tres Piezas Fantásticas de Schumann yla Sonata Op. 40 de Shostakovich) y el viernes, en el Luna Park, con el tercer Concierto de Prokofiev junto a la Sinfónica Nacional.
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