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ORACULO
Por Antonio Dal Masetto

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t.gif (862 bytes) Esta noche, en el bar, el tema son los candidatos políticos. Las lamentaciones de los parroquianos no tienen fin: que éste es un pusilánime, que este otro es una malandra, que nunca un candidato como la gente, que la desgracia está durando demasiado tiempo, que si en la naturaleza de las cosas existe una ley de compensación ya es hora de que se vislumbre un poco de bonanza.

–Yo no confiaría tanto en ese rollo de la bonanza –dice don Eliseo el Asturiano que esta noche nos visita. No digo que no pueda ocurrir, pero la experiencia me sugiere que no conviene apostar demasiados boletos a las patas del caballo de las compensaciones. Mientras los escuchaba lamentarse me pareció revivir mi estadía en la isla Waikatuki, del archipiélago Cook, en la Polinesia, donde recalé después de salir de mi Caleao natal. Tierra fértil, pesca y caza abundante, mar y cielo incomparables, mujeres y hombres encantadores, sensuales y de piel brillante como almendra recién pelada. Las quejas de esa gente eran similares a las de ustedes.

–¿Y esos rompecocos de qué se podían quejar? –decimos.

–También ellos estaban podridos de la ineficacia, la arbitrariedad, la avaricia, la crueldad, la corrupción de los caciques que les venían tocando desde hacía rato. Así que un día, cargando ofrendas de flores, frutos y animales para el sacrificio, se presentaron ante el anciano ciego que oficiaba de oráculo en la cima del volcán apagado, y por su intermedio, les pidieron a los dioses que les enviaran un cacique como la gente. “Señores, traten de ser precisos, los dioses están ocupados, ¿qué es eso de un cacique como la gente? ¿Cómo lo quieren al cacique?”, dijo el oráculo. “Queremos uno que se nos parezca, que tenga todas nuestras virtudes, que sea honesto, generoso, sincero, intrépido”, le contestaron.

–Exactamente lo que buscamos también nosotros –decimos todos.

–El volcán tosió, lanzó chispas, nubes de colores y apareció el cacique. Era un enano fiero, orejudo, medio pelado, de mirada torva y siempre babeándose un poco por la boca semiabierta. Apenas tomó el mando, les hizo media docena de perradas que no tenían antecedentes en la isla y los dejó a todos tiritando. Ese enano no tenía piedad, robaba, trampeaba, traicionaba, empujaba a unos contra otros, se hacía rendir pleitesía, les exigía cuantiosos tributos, recordándoles todo el tiempo que él era el mesías. Una pesadilla.

–¿Pero entonces qué clases de dioses berretas eran esos? Les piden una cosa y dan otra. Esos dioses eran unos fallutos.

–Tengan calma, ya les voy a aclarar, tampoco en los Mares del Sur es todo oro lo que reluce. Yo había presenciado muchas ceremonias en la cima del volcán y, como mi madre no parió un tonto, rápidamente me di cuenta de que los nativos les metían el perro a los dioses. Especulaban con las ofrendas, les llevaban frutas que estaban todas machucadas, las flores eran usadas, los chanchos que sacrificaban daban pena de flacos y enfermos, las gallinas hacía años que no ponían ni un miserable huevo. Además se trampeaban entre ellos, porque cada uno pretendía hacer pasar su mercadería como de primera calidad. Ahí me di cuenta de que no eran ni honestos ni generosos ni sinceros ni intrépidos, sino que tenían un espíritu bien mezquino. Nunca dije ni esta boca es mía, porque era forastero y como es sabido los de afuera son de palo.

–Entonces tenemos razón, los dioses eran unos rencorosos podridos, se vengaron porque no les gustaba las ofrendas. –Yo los definiría como unos dioses eficientes. Esa gente recibió lo que había pedido, un cacique que era su retrato fiel, una buena fotocopia de lo que ellos eran realmente. Por supuesto nunca se pusieron a pensar en esa dirección, se dedicaron a tirar la pelota afuera y a cargarles el sambenito de sus desgracias a las divinidades. Las insultaban y de vez en cuando alguno hasta se animaba a arrojar su lanza contra el cielo.

–Bien hecho, si yo hubiese estado ahí, minga de ofrenda ni minga de nada.

–Un buen día yo estaba arreglando mi batanga para salir a pescar, había preparado la línea, la carnada, abundante agua potable, cuando se me acercó el viejito del volcán y me dijo: “Estoy un poco apurado, me están esperando en la próxima isla, no me haría la gauchada de llevarme”. “Encantado –le dije–, justo estaba por hacerme a la mar”. Y aprovechando el viento a favor nos alejamos. De pronto se escuchó un gran estruendo y vi a la distancia cómo la isla se partía al medio, se hundía y el mar se los tragaba a todos, igual que en Krakatoa.

–Pero qué dioses más jodidos, no me va a decir que no, don Eliseo, no me los va a seguir defendiendo.

–Miren, nadie podría asegurar que aquello fue consecuencia de la bronca de los dioses. También puede haber sido obra de la naturaleza, que en esa zona acostumbra a gastar bromas pesadas. Lo cierto es que de la isla no quedó ni botón de muestra. Dejé al viejo donde me había pedido y seguí navegando en mi batanga, decidido a alejarme lo más posible del Pacífico Sur y a buscar un lugar tranquilo, donde no hubiera peligro de catástrofes semejantes. Así fue como llegué hasta acá.

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