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La leyenda de Los Lobos, bastantemás que un grupo del este de L.A.

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El legendario combo tex-mex pasó por España,aulló las canciones de “This time” y se ocupó enclaro que no integra un supuesto boom latino.


Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona

t.gif (862 bytes)  Tanto su doble compact recopilatorio de 1993 como su primer disco de 1978 se titulan y los definen, con sospechosa y casual humildad, como Just Another Band from East L.A.: “Nada más que otra banda del este de Los Angeles” y punto y aparte. Pero las cosas no son tan sencillas, porque Los Lobos son bastante más que eso. Los Lobos son una de las bandas más originales, escurridizas y difíciles de atrapar: Los Lobos son, sí, como lobos, ese animal carnívoro que combina la ferocidad con la particularidad de ser el único que se aparea de por vida. Así, Los Lobos no cambian de pareja ni de latido. Y aúllan su puro orgullo de ser distintos.

Una entrañable rareza para los mexicanos, un fenómeno bizarro para los norteamericanos y un milagro musical para todos, Los Lobos llevan veintiséis años haciendo lo suyo y llegaron a Barcelona, a la legendaria sala Bikini, a presentar su flamante This Time en vísperas de la fiesta de la Mercé. Y ahí están sonando en la atmósfera gamberra de un sitio que recuerda a cualquiera de los Prix D’Amí porteños –por tamaño e intensidad–, alternando trajes sin por eso modificar su piel: ahora es un vertiginoso corrido que se funde con una rabiosa polka tex-mex para ir a desembocar en los aires de psicodelia chicana de cualquiera de las canciones que conforma Kiko, su obra maestra de 1992. Son casi dos horas de música y sentimiento y pistolas y corazones, y se sale de un concierto de Los Lobos con la feliz y bienvenida confusión de haber asistido a un perfecto ejercicio en la más coherente esquizofrenia musical de la que se tenga memoria.

La banda compuesta por Lououie Pérez, Conrad Lozano, Steve Berlin, el experimental David Hidalgo (“toca todo: hasta toca las puertas”, dijo alguien de él) y el más tradicionalista y mexicano de nacimiento César Rosas pasó una vez por Buenos Aires, casi de incógnito, para uno de esos extraños festivales blueseros con sede en algún continente perdido que se desarrolló en la cancha de Huracán, antes de que se fuese a la B. Allí, dieron un pequeño concentrado de lo que son, pero no de lo que pueden llegar a ser, y, como es su estilo, se despidieron tocando su versión vitaminizada de “La Bamba”, aquel himno popular del muertito Richie Valens, que en su momento –fines de los 50– significó una de las esporádicas aperturas del inconsciente colectivo norteamericano a los sonidos latinos. Y que fue para Los Lobos un inesperado hit mundial a la hora de una película mala con buen soundtrack. A veces pasa.

Aquí, en Barcelona, Los Lobos suenan sin atenuantes ni límite de tiempo y –testeando la atmósfera y lejos de preocuparse por armar lista de temas antes de subirse al escenario– optan casi desde el vamos por su faceta de party-band: eso que empezaron siendo cuando había que ganarse el pan con la garganta tocando en fiestas de patio a cambio de un plato de mole y un vaso de tequila. Se cambian los instrumentos entre ellos, se ríen mucho, se divierten y se saben divertidos. Así, “Anselma”, “Volver, volver” y, cada tanto, una incursión en ese sonido raro y entre opresivo y espacial -”Dream in Blue” o “That Train Don’t Stop Here”– que supo descubrirles el productor Mitchell Froom (Suzanne Vega, Crowded House, Ron Sexsmith, Elvis Costello) y que no resulta muy fácil o práctico de reproducir en vivo en un bar cubierto por humo de hash y espuma de cerveza. El público no deja de moverse, saltar y lanzar grititos mientras el saxo de Berlin y los interminables solos de guitarras de Rojas revolotean alrededor de la panza, el acordeón y la voz de volcán entre cálida e intimidante de Hidalgo. Los Lobos tocan como si en ello les fuera la vida y el alma pero, también, con la ardiente frialdad de profesionales consumados.

Los Lobos tocan con un pie en el avant-garde y otro en un bautismo, una primera comunión, una boda o un funeral. Son lo más parecido a unsupergrupo doméstico y los nuevos temas de This Time –postergado hasta que consiguieron cortar mano y cortar fierro con la Warner, su discográfica histórica– funcionan como un resumen de lo publicado: sonidos que van de la cumbia fin-de-milenio a la música subterránea y confidencial de Los Angeles, pasando por los aires soul de la canción que le da título al asunto, y todo matizado con una seca percusión industrial y espalda-mojada. Y –ya se dijo– eso es divertido y Los Lobos se divierten. Entre su anterior y un poco pasado de revoluciones experimentales Colossal Head, Los Lobos se armaron y se desarmaron en un número pasmoso de subgrupos y aventuras solistas que pueden llamarse The Latin Playboys (segunda entrega del grupo fantasma junto a Mitchel Froom); o Soul Disguise, la incursión solista de Rojas; o la expedición antropológica de Los Super Seven a la hora de buscar, desenterrar y encontrar canciones perdidas en esa serpiente que es el Río Grande.

Ahora, Los Lobos tocan y suenan como quienes acaban de regresar sin haberse ido nunca y como quienes están de vuelta de todas las cosas. Gente grande ya, y con el incontestable look de aquellos con los que mejor no encontrarse en un callejón oscuro bajo una luna bien llena. Los Lobos se saben sólidos y duraderos y –más allá de modas que hoy se maravillan de la avanzada latina de la llamada Generación Ñ, con Ricky Martin y Jennifer López como abanderados de lo efímero– tienen muy claro que mañana nadie recordará el nombre de ese hijo de ese cantante español y que ellos andarán por alguna parte cantando “El Cuchipe” como si nada hubiera ocurrido. Rojas lo dijo con todas las letras y mostrando todos los colmillos: “Digámoslo con claridad, Ricky Martin y Jennifer López son rubios y vienen de una isla llamada Puerto Rico, uno de los Estados Unidos. Nosotros vivimos en L.A., pero venimos de otra parte. Y estamos volviendo ahí cada vez que nos subimos al escenario”. En sus casi tres décadas de actividad, Los Lobos vieron pasar muchas cosas: la música disco, el punk (fueron teloneros para Public Image Ltd.), la new-wave, el rap, el grunge, y siguen mirando con los ojos entrecerrados y la sonrisa torcida de quienes se saben animales sabios, hijos directos y dilectos de los 60. “Cuando la radio desbordaba de buena y muy diferente música. De ahí que hayamos salido variados y que nos vayan bien tantos estilos”, apunta Rosas.

Resulta reconfortante divertirse y pasarla bien frente a uno de los casos más serios de compromiso artístico del panorama musical de fin de milenio. La combinación de arte y jolgorio, como debe y debería ser siempre. Entre realistas y mágicos, Los Lobos pueden grabar todo un disco de canciones folclóricas –La pistola y el corazón– o un disco de canciones para niños –Papa’s Dream– o apropiarse para siempre de “I Wan’na Be Like You (The Monkey Song)” de El libro de la selva en versión Disney sin nunca dejar de ser, apenas, otra banda del este de Los Angeles para la que el idioma carnal del barrio y el amor étnico por las canciones de sus padres y abuelos no tiene por qué renunciar al descubrimiento de resonancias extraterrestres y el latido de lo que vendrá. Los Lobos son obligados a volver tres veces al escenario y otra vez la locura y las botellas en el aire. Terminan, porque hay que terminar, con “La Bamba” y otro de esos solos de guitarra de Rojas tan parecidos a un látigo o a una serpiente. Después se van sonriendo y casi sin gamas. “Adiós, amigos. Adiós compañeros”, se despide Rojas con todo el aire de estar diciendo “Hola” o, por lo menos, “Hasta luego”. Y ya nadie se pregunta demasiado cómo hace el lobo para sobrevivir porque –lo mismo ocurre con los mejores trucos de los mejores magos– lo que importa no es cómo lo hace sino que lo haga.

 

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