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Por Diego Fischerman La primera canción la cantó inmóvil. Los brazos al costado de su vestido rojo, la mantilla cubriéndole la cabeza. Apenas, sobre el final, la frente inclinada hacia atrás. Con eso, y con su voz, a Misia le alcanzó para que la sala Casacuberta del San Martín se convirtiera en un espacio casi religioso. Antes, sus músicos habían hecho una pequeña introducción instrumental. Después, algún brazo que se levantaba en el aire, como flotando, una mano girando en el medio de una canción o el agacharse para tomar del piso un vaso de agua. Siempre con gestos mínimos, lentísimos, y siempre con un aire a Audrey Hepburn en Sabrina. Siempre con una manera de cantar que remite sin duda a la de Amalia Rodrigues, pero cuyo objeto son canciones que, en mayor o menor medida, se distancian del modelo original del fado. Lo notable es que ese distanciamiento jamás es producido por materiales ajenos al género. En la apuesta de Misia el fado se profundiza, cambia, se moderniza, a partir de las propias leyes del fado. Una de las canciones, llamada explícitamente Libertades poéticas, expone en todo caso por dónde pasa la novedad. Perdónenme si este fado está hecho con libertades poéticas/ No es tanto por la rima o por el sonido/ Ni por las frases asimétricas/ Es tan sólo que los celos violentos/ Que tantas veces el fado canta/ En este fado son sólo una lumbre/ Mucho más lento, mucho más suave/ Aterciopelando la garganta/ Yo no quise poner en este fado un nuevo sonido/ Ni libertades poéticas..., se canta allí con una musiquita que roza el circo. Como en aquel memorable A pesar de voce, de Chico Buarque, aquí el efecto no está dado sólo por la letra sino por su contraste con la música. En todo caso, la forma particular en que la herencia portuguesa fermentó en Brasil aparece para Misia como una fuente de inspiración evidente, por ejemplo, en la bellísima (y casi brasileña) Ainda Que. No es sólo que el texto sea un poema de Carlos Drummond de Andrade sino que las libertades poéticas de esta música son innegablemente cercanas a las de Caetano Veloso o Edu Lobo. Un grupo instrumental impecable y orquestaciones que se mueven con absoluto equilibrio entre la variedad tímbrica y de texturas y la falta de excesos dan el marco para que Misia despliegue una batería de recursos expresivos de inusual riqueza. El contraste de registros y de dinámicas, la posibilidad de intercalar en una frase una nota casi inaudible o apenas susurrada, o de emitir con un timbre virtualmente desgarrado, construyen un relato tan enigmático como seductor. Las canciones de Misia aparecen atravesadas por una rara belleza e incluso cuando, como bis, canta algo de la mítica Amalia Rodrigues (Si supiera que llorarías mi muerte, por una lágrima tuya, qué felicidad, mi vida daría), la magia que recorre esas palabras tiene la cualidad de algo único e irrepetible.
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