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MUNDOS
Por Juan Gelman

na36fo01.jpg (10346 bytes) t.gif (862 bytes) Marcel Proust salió por última vez de su casa sólo para revisitar Vista de Delft, uno de los dos paisajes que pintó Jan Vermeer. Para Begotte, personaje de la novela río del escritor francés, ese cuadro sugiere "un mundo diferente, fundado en la bondad, en los escrúpulos, en el sacrificio, un mundo completamente distinto de éste". Es una de las paradojas que propone la obra del gran pintor holandés: la extrema precisión en el detalle con que trasladó a la tela objetos y figuras humanas crea en el espectador la rara sensación de que la nitidez del tema esconde un misterio infranqueable. Tal vez el de la propia realidad.

Es poco lo que se conoce de la vida de Vermeer. Nunca se movió de Delft, donde nació en 1632. Hijo de un tejedor, a los 21 años ingresó en el gremio de pintores de la ciudad y casó con Catharina Bolnes, que le dio 15 hijos. La pintura fue para él un segundo oficio: vivió de sus actividades de marchand, aunque más de una vez canceló deudas con sastres y carniceros canjeándolas por sus cuadros. No faltarán los pintores argentinos que volverían hoy con gusto al trueque de arte por comida. El chileno Matta intercambiaba, hasta no hace mucho, dibujos por vino en su casona de Tarquinia. Claro que -–se sabe-- ambas cosas son productos artísticos.

La invasión francesa a los Países Bajos en 1672 arruinó el negocio de Vermeer, que falleció en bancarrota tres años después. Su mujer intentó en vano salvar del remate 29 óleos del pintor. Esa obra se dispersó y sumió en 200 años de oscuridad. Vermeer no tuvo en vida más que el reconocimiento de una elite. Se lo consideraba un artista experimental y su prestigio era escaso. Poco le importaba: recluido en su estudio -–se dice que hasta sus paisajes los pintó detrás de una ventana--, perseguía la obsesión de representar la realidad con loca exactitud. Tal necesidad entraña un acicate y un peligro: el de su imposibilidad. Pero nadie como él ha sabido apresar las sutilezas de la luz para iluminar las secretas relaciones de la figura humana con su entorno. El chorro de la leche que sirve en una jarra La lechera, da sed y su materialidad subraya curiosamente la atmósfera enigmática del cuadro.

Cada pintura de Vermeer ofrece la suma de una observación casi científica de la luz y la materia. Con una libertad que redime al color de su tarea de ser únicamente forma, exploró perspectivas audaces que actualmente sólo se logran con el uso de un gran angular. No es casual que el redescubrimiento del maestro holandés, a fines del siglo XIX, coincidiera con el desarrollo de la fotografía. Vermeer trabajaba en un estudio convertido en cámara oscura y pasaba al lienzo mesas, libros, sillas y demás objetos observados a través de la pantalla de un vidrio esmerilado. Es un método que no pocos críticos de arte prefieren no mencionar cuando analizan la obra de Vermeer, quizá temerosos de degradar su rango de gran pintor sin trabas. Eso no lo preocuparía: pintar era entonces la única manera de captar el colorido del mundo y él quiso perfeccionarla.

En sus Muchachas Malraux creyó reconocer más de una vez el rostro de Catharina. Tal vez. Lo cierto es que en sus cuadros de una mujer sola pareciera que las revela la luz, con un toque en la mejilla o un labio a modo de homenaje. El observador puede maravillarse ante las tonalidades de Mujer en azul, pero sobre todo lo conmueve la preñez y el ensimismamiento de la modelo. Vermeer anotaba pormenorizadamente las alfombras opulentas, las ropas de armiño y seda, las joyas, los instrumentos musicales, pero en Mujer con una balanza la retratada -–de pie delante y a espaldas de una pintura de El juicio final-- mira absorta los platillos vacíos y tal vez piensa que pesarán alguna vez su alma. Muchacha dormida, La muchacha del sombrero rojo, Muchacha tomando vino con un caballero, Muchacha con una flauta, La fregona, La bordadora, Dama escribiendo una carta, con criada, La lección de música, insisten en un universo femenino visto con extrema delicadeza y una óptica despojada de cualquier voluntad de mera descripción. Pareciera que para Vermeer la mujer no podía ser objeto de dominio o posesión, ni siquiera por el ojo.

La cámara oscura le permitió ceñir la textura de superficie de sus obras de manera totalmente distinta a la de los pintores contemporáneos y aun pasados. No tuvo discípulos, ni seguidores, ni continuadores. Sólo, sí, un imitador tres siglos después: su compatriota Hans van Meegeren produjo en los años '30 del XX siete "Vermeers" que engañaron fácilmente a los especialistas. Por ejemplo, un Cristo en Emaús -–combinación de rostros, figuras, platos y una jarra de vino copiados de auténticos cuadros de Vermeer-- que fue elogiadísimo por los que saben. En 1945 Meegeren fue detenido por vender un "Vermeer" a un alemán. No fue acusado de falsificador, sino de colaborar con el nazismo. La pena por lo último era mucho más dura y Meegeren, cuya industria nunca había sido detectada, declaró su impostura. Tuvo que probarla pintando otro "Vermeer" de preso: la policía le había creído más al cuadro.

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